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La paz, esa barca a la deriva

Fuentes: Insurgente

Vamos, no nos llamemos a engaño, ni llevados por la excusable necesidad de la esperanza. Decididamente, el recién juramentado primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, del derechista partido Likud, no desea una paz verdadera con los palestinos y el resto del mundo árabe, a pesar del compromiso de hacer todos los esfuerzos por alcanzarla que vertiera […]

Vamos, no nos llamemos a engaño, ni llevados por la excusable necesidad de la esperanza. Decididamente, el recién juramentado primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, del derechista partido Likud, no desea una paz verdadera con los palestinos y el resto del mundo árabe, a pesar del compromiso de hacer todos los esfuerzos por alcanzarla que vertiera en discurso, más digno de un Fouché que de un Talleyrand, ante el Kneset (Parlamento). Sabichosas palabras las de Benjamín.

Si prestamos mínima atención, percibiremos las fintas de un hombre apresurado a anunciar la primacía del levantamiento de la economía sobre «los asuntos territoriales que han bloqueado el progreso de conversaciones actualmente congeladas».

¿Asuntos de poca monta, preteribles, las pláticas por la convivencia pacífica? ¿Estarán locos quienes estiman que el punto nodal del conflicto del Oriente Medio, uno de los centros de la geopolítica mundial, resulta el establecimiento de un Estado palestino al lado del hebreo? Bueno, entonces la locura estaría generalizada, pues de esa guisa piensa buena parte de los analistas, observadores y la opinión pública internacional. Incluso, los principales postores de Tel Aviv, los gringos, en voz de la flamante secretaria de Estado, Hillary Clinton, y del no menos flamante presidente, Barack Hussein Obama, andan proclamando la entidad como recurso imprescindible para la avenencia de los «díscolos» vecinos.

Como señala la académica cubana Idalmis Brooks, el resultado de las elecciones y la dilatada formación de Gobierno -más de un mes- confirman que la economía, la política migratoria, la salud, la educación o la percepción integral de lo que significa ser judío no constituyen los pilares de los problemas abordados por los partidos israelíes, sino la seguridad del Estado y la negociación con los palestinos, o la falta de esta.

¿Por qué, si no, el multitudinario apoyo en las urnas a Netanyahu, de línea dura para con los «enemigos» de su nación? ¿Por qué las reiteradas negativas a unirse al Ejecutivo provenientes de los principales líderes de Kadima (de centroderecha), con un escaño más que el Likud en el Parlamento pero sin la posibilidad de una coalición que le permita dirigir, y del Laborismo, que cedió tras sostenida renuencia? Entre otros factores, ¿no sería por temor a afrontar la responsabilidad de la parálisis completa de un trato que ha sufrido innumerables tentativas y retrocesos?

Intríngulis

Sin duda, no ha pasado inadvertido el auténtico sustrato de la siguiente alocución: «Un acuerdo final deberá atender a que los palestinos tengan plena autoridad para gobernar sus vidas. Pero ¿alguien desea que tengan control total de su espacio aéreo, su propio ejército, el derecho a establecer alianzas con otros Estados, como Irán, o el control de sus fronteras, lo que les permitiría importar armas? Yo (Netanyahu) no lo aceptaré…»

Lapidario y restallante, el sujeto. Solo que, acudiendo al arte del toma y daca, en su afán de superar las diferencias, este premier por segunda ocasión, tras un intervalo de diez años, ha reunido el equipo de Gobierno más numeroso en la historia de su país, con 29 ministros y seis subsecretarios. Gobierno al cual diversos analistas califican de contradictorio, ya que, asentado en una coalición configurada en principio por el Likud (27 escaños legislativos), Israel Beitenu (extrema derecha nacionalista, 15), el Shas (ortodoxo sefardita, 11) y Hogar Judío (agrupación de los colonos, tres), da cabida también al Partido Laborista, no sin lucha interna, reconozcámoslo, pues siete de sus 13 diputados se han manifestado opuestos al pacto. (Por cierto, la condición de centroizquierda peca de desvaída. Recordemos que su líder, Ehud Barak, ex ministro de Defensa, es considerado uno de los mayores culpables del genocidio de Gaza.)

Además, qué importa que Netanyahu haya tenido que prometer el diseño de un (¡otro!) plan para la paz en el Oriente Medio y respeto a los acuerdos rubricados por Israel hasta la fecha, amén de «hacer cumplir la ley» a los puestos de avanzada de los asentamientos en Cisjordania… Dejémosle al tiempo la solución, se dirá aquel que ha designado canciller nada más y nada menos que al archimentado Avigdor Lieberman, cuyo partido, Israel Beitenu, quedó tercero en los comicios, hecho que lo convirtió en pieza clave para decidir quién sería el próximo primer ministro, entre Netanyahu y Tzipi Livni, la canciller anterior, representante de Kadima y ganadora de una ligera mayoría de votos.

Claro que se decantó por la persona más cercana a su furibundo credo sionista. Furibundo, sí, porque Lieberman, un antiguo portero de discoteca de origen moldavo, ni siquiera se sonroja al sostener que el proceso de paz está basado en tres suposiciones falsas:

1) Que el conflicto palestino-israelí es la causa principal de la inestabilidad en el Oriente Medio. Según el digital Palestine Monitor , en traducción de Carlos Sanchis ( Rebelión ), el político ha declarado al respecto: «Realmente las tensiones en el seno del mundo musulmán representan entre el 95 y el 98 por ciento de todos los problemas (de la zona). La guerra entre Irán e Iraq y las guerras civiles en Líbano, Yemen, Túnez y Argelia suman el 98 por ciento de todas las víctimas del Oriente Medio, y las del conflicto palestino-israelí ascienden al 2 por ciento.» 2) Que el conflicto es territorial y no ideológico. «Se trata de nuestra visión y nuestros valores, y forma parte de un amplio choque mundial entre Occidente, es decir el mundo libre, y el radical mundo islámico.» 3) Que el establecimiento de un Estado palestino en las fronteras de 1967 acabaría con el conflicto. «La mejor solución es la separación, como en los Balcanes. El mejor modelo es Chipre: antes de 1974, griegos y turcos vivían juntos y había fricciones y terrorismo. Desde la separación en territorios turco y griego no hemos visto un acuerdo de paz, pero hay seguridad.»

A manera de «coda», el programa de Avigdor incluye la obligación de un juramento de fidelidad a Israel precisamente como Estado judío, o, en su defecto, la invalidación de la ciudadanía o de derechos inherentes a esta. Ello, sin que se desmantelen los asentamientos coloniales en Cisjordania. A todas luces, un estricto control de la población de origen árabe, algo que agravaría ya la difícil situación de discriminación social y política.

Situación aún más sombría cuando introducimos la principal variante, Netanyahu, quizás aún más extremista, porque, si bien se aviene a perorar sobre «cierta autonomía de los palestinos en las relaciones internacionales», se ha negado a un acuerdo sobre el establecimiento de dos Estados, enajenándose el espaldarazo de Tzipi Livni y de Kadima. Es más: en la plataforma de la Coalición campea la cláusula de que el gabinete se compromete al derrocamiento de Hamas, grupo islámico triunfador en las elecciones generales de 2006 en Gaza y que para muchos encarna hoy el más acendrado anhelo de independencia de su pueblo. Grupo contra el cual Israel, Occidente, están tratando de incitar a la Autoridad Nacional Palestina, especialmente a la laica Al Fatah.

 

Desde USA

Ahora, en el análisis de este panorama también habría que tener en cuenta que, si bien en su reciente visita a Tel Aviv, en medio de las gestiones para la formación de Gobierno, Hillary Clinton reafirmó «la defensa (por Washington) del derecho de Israel a existir frente a la propaganda en su contra esgrimida por Teherán», a su vez dejó clara la opinión de que el proceso de paz en la región pasa por la solución del conflicto israelo-palestino y por la creación de un Estado independiente, lo que se unió a la censura explícita de la política de asentamientos en los territorios ocupados.

Para la articulista Idalmis Brooks, la posición estadounidense resulta muestra fehaciente del denominado smart power, basado en el impulso de un proceso negociador intrapalestino, con el Cairo como huésped, que derive en la religitimación de la Autoridad Nacional, apartando a Hamas, por el «estigma» de no reconocer a Israel y su proclividad hacia Teherán. No en balde, Washington, hoy exponente de un «imperialismo de rostro bonachón», ha supeditado la ayuda multimillonaria para la reconstrucción de Gaza a un cambio en la actitud de los nacionalistas islámicos.

Así que, en puridad, USA y los sionistas continúan coincidiendo en lo esencial: la «intangibilidad» excluyente de Israel, para que este se mantenga de punta de lanza de se sabe quién, sobre todo frente a Irán como potencia regional emergente. Netanyahu y compañía diferirían del socio de correrías si acaso en detalles, en las concepciones tácticas. Y las tácticas suelen acoplarse con el tiempo. Más cuando Poderoso Caballero anda empecinado en el apuntalamiento de un régimen. El de Tel Aviv.