Rodrigo Karmy Bolton es filósofo y académico del Centro de Estudios Árabes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Recientemente ha publicado en Argentina el libro Políticas de la Ex-Carnación: Una Genealogía Teológica de la Biopolítica, y se encuentra pronto a aparecer Escritos bárbaros. Ensayos sobre razón imperial y mundo […]
Rodrigo Karmy Bolton es filósofo y académico del Centro de Estudios Árabes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Recientemente ha publicado en Argentina el libro Políticas de la Ex-Carnación: Una Genealogía Teológica de la Biopolítica, y se encuentra pronto a aparecer Escritos bárbaros. Ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo, su último libro, por Lom Ediciones.
A comienzos de noviembre le escribimos para conocer sus perspectivas sobre la cuestión palestina y la tercera Intifada que parecía comenzar a desatarse. La entrevista aún estaba en proceso cuando los acontecimientos del 13 de noviembre en París nos llevaron a retomar nuevamente la conversación, agregando algunas preguntas sobre ISIS, el fenómenos del terrorismo y las perspectivas del mundo árabe en las condiciones del capitalismo contemporáneo.
Publicamos acá la primera parte de esta entrevista que versó sobre la cuestión palestina.
-Carcaj: Hay una historiografía oficial del sionismo hoy en día que intenta formar una asociación directa entre la segunda guerra mundial, el holocausto, y la formación del Estado de Israel. Bajo esta perspectiva, se presenta la necesidad histórica del Estado de Israel y se tiende a dejar de lado la pregunta por el proyecto sionista mismo, nacido en el seno de la sociedad europea. ¿En qué medida crees que se puede criticar esta perspectiva historiográfica?
-Rodrigo Karmy: Ante todo, lo que llamamos «historiografía israelí oficial» tiene que ser entendida como una alabanza incondicional a la forma Estado que, como tal, funciona en base al paradigma militar. Alabanza que la convierte en un aparato estetizante del poder soberano que impone un léxico «blanco» sobre el cual se apuntala toda la empresa colonial israelí. A esta luz, la historiografía es parte de la totalidad de la maquinaria colonial israelí y, al igual que la «arqueología», se configura como uno de los pilares fundamentales de la construcción mítica del Estado. De ahí que la discusión historiográfica sea una materia tan sensible, toda vez que es allí donde el discurso soberano puede reivindicar su «autenticidad» y decir «yo estuve aquí primero» y, por tanto, «este lugar es de mi propiedad». Se trata de una guerra política de nombres, por cierto, en la que la historiografía israelí llamó a la expulsión de miles de familias palestinas bajo la rúbrica del «Día de la Independencia». Como puntal del discurso sionista, la historiografía pudo trazar una solución de continuidad entre el pueblo bíblico judío y la actual nacionalidad israelí, articulando de este modo, sus pretensiones de «autenticidad» y consolidando de este modo, el entronque mítico de su empresa colonial.
Pero jamás la historia cabe en la historiografía. Nunca los cuerpos estallados por la violencia logran ser reducidos al relato historiográfico. Ellos marchan silenciosamente como la sombra de la luz historiográfica. Quiebran su temporalidad mítica e impiden que ésta coincida consigo misma. Lo inactual de la voz palestina interrumpe la normalidad impuesta por la historiografía israelí. Si esta última intenta «blanquear» el territorio (proceso que no sólo implicó acechar al pueblo palestino sino también a los judíos árabes que vivían en la región), la voz palestina mancha, desgarra, inquieta donde la historiografía limpia, sutura y aquieta. Como una horadación microscópica, la memoria Palestina pulsa sobre el «blanco» manto historiográfico israelí y hace saltar sus certezas y deja entrever la fuerza de su verdad. La historiografía crítica isarelí que actualmente se nutre de figuras como las de Ilan Pappé o Shlomo Sand entre otros, ya estaba anunciada en la historiografía palestina previa que, sin embargo, fue otra vez conjurada por la academia israelí y occidental. La acusación de ser «ideológica», de ser «parcial» y de no brindar un marco «objetivo» fueron parte de las peroratas con las que el discurso universitario se unió alegremente a la caravana colonialista.
A diferencia de la israelí, la historiografía palestina (como aquella que hoy ensaya el palestino Nur Masalha entre otros) se sitúa desde la potencia de la nakba (catástrofe, en árabe) y surge desde los laberintos de la memoria palestina. Mirar la historia desde la nakba implica una destrucción del relato sionista, en el que el «Día de la Independencia» se trueca en la expoliación terrorista que implicó la expulsión (1948) de miles de familias palestinas, la ocupación militar (1967) de nuevos territorios y la segregación de una política de apartheid consumada con la construcción del muro (2003). Pero la nakba introduce un problema: y es que ésta no es un simple «hecho» historiográficamente datable, sino un acontecimiento que, como tal, no deja de suceder. Nakba es lo que no deja de suceder, es la fuerza de una memoria y por tanto, la restitución de una vida común (y, por qué no de un «derecho común» que está antes de todo derecho soberano, por cierto) que se niega a desaparecer. Por eso, cualquier crítica a la historiografía israelí debe asumir la aporía de su trabajo: de una historia que no cabe en la historia, de un tiempo que no se deja domesticar por el tiempo.
Quizás, si se quiere tener una imagen prístina de qué significa la nakba lo mejor es acudir a una suerte de secreto diálogo que existe entre el poema de Mahmud Darwish «Estado de sitio» y la película de Elia Suleiman «El tiempo que resta»: Darwish traza el sonido de un poema en el que el poeta actúa como un flaneur que viaja por una ciudad devastada, por una tierra en pleno «estado de sitio». Ahí el poeta se encuentra con diversos personajes (el soldado israelí, el asesino, el crítico de arte, etc.) y les va anunciando la memoria que ellos han pretendido dejar atrás. El poeta impugna su presente, apelando a la «tierra» como ese lugar común exento de soberanía. Por su parte, Suleiman, caracteriza en la imagen inicial de una tormenta, el estallido de la nakba, relatando su historia en palestina para enfocarse en lo que «resta» cuya cristalización toma la forma de su madre, de una esquina en la que los amigos se juntan a tomar café o, bien, de sus vecinos que le circundan. En ambos, el tiempo no cabe en el tiempo así como tampoco, la tierra en el territorio. Palestina se vierte así, como lo radicalmente inactual que en algún texto, he denominado bajo el nombre «inquietud». Palestina es la inquietud que atraviesa al presente, su poblamiento por hordas de una «in-humanidad» que desgarra al pilar antropológico, de raíz cristiana, llamado «humanidad». Así, tanto Darwish como Suleiman atienden el reclamo de la nakba mostrando a la Palestina que resta. Que resta de Palestina.
-Carcaj: ¿Como crees que se posibilitó la emergencia del sionismo en el siglo XIX, que fue un proyecto secular y que de hecho encontró una fuerte oposición de parte del judaísmo religioso, en el contexto de una intelectualidad judía no religiosa usualmente identificada por su progresismo? ¿Como se relaciona el sionismo con el proyecto colonial moderno occidental?
-Rodrigo Karmy: Si comparamos Der Judeenstat de Theodor Herzl publicado en 1895 con Der juden frage que Karl Marx había redactado en 1843 vemos el abismo que pervive entre ambos textos. Ya el título marca una diferencia (por eso los pongo en alemán). En el primero, se trata de «El Estado judío», en el segundo, de «La cuestión judía»: en el primero lo «judío» aparece investido bajo la forma estatal, con su verdad, su soberanía, en el segundo, lo «judío» se asoma como una pregunta cuya crítica pretende la revocación de la misma forma Estado en lo que Marx llamaba la «emancipación humana». Para el primero es preciso fundar una soberanía, para el segundo, resulta clave su destrucción.
Es evidente que estos no fueron los únicos textos que surgieron respecto del tema durante el siglo XIX, pero me parece que son dos textos «polares» cuyo contraste dice algo respecto de una posible Aufklärung: para el primero, ésta debe venir de la mano de la soberanía estatal (con todo su ejercicio ficcional de inventar una noción de «pueblo» soberano, y de una «lengua» específica que fue lo que ocurrió históricamente con el sionismo), para el segundo, ésta se cristaliza en el comunismo como horizonte último de la emancipación en el que ya no cabe apelar a una «identidad» estatal-nacional, sino a la vida común como el lugar de su revocación radical. Es evidente que triunfó la apuesta de Herzl por sobre la de Marx, la del Estado-nación antes que la del comunismo (a pesar de la puesta en juego de un sionismo de izquierda del cual, me parece, dentro de Israel ya no queda nada o casi nada) y, en ese sentido, no fue más allá, sino que heredó la misma estructura teológico-política de la modernidad. En este registro, la configuración del discurso estatal-nacional del sionismo implicó, al menos, tres cuestiones clave: en primer lugar, la proyección del «Estado judío» como un verdadero katechón europeo respecto de Asia (su vocación civilizatoria), en segundo lugar, la invención por parte del sionismo del «pueblo judío» como sujeto estatal-nacional (a diferencia de la noción de «pueblo judío» como entidad religiosa-comunitaria) y, en tercer lugar, la herencia de la matriz colonial europea en la que el otrora «antisemitismo» que concebía al «judío» como lo despreciable, como el despojo que había que expulsar y que, sin embargo, se anudó como parte de la matriz estatal-nacional europea, se desplazó por la figura del árabe en general y del palestino en particular.
A esta luz, y aunque suene extraño, podríamos decir que el Estado de Israel sigue siendo «anti-semita» pero «por otros medios». Por eso, como he dicho en otro lugar, el proyecto sionista no sólo no puede desprenderse del proyecto colonial-europeo sino que, en virtud de compartir esa misma matriz, no hizo más que operar en función de una racionalidad biopolítica muy precisa configurando de este modo, un verdadero «racismo de Estado».
Pero ¿de donde viene el racismo? Tradicionalmente, cada vez que se enfrenta el problema del racismo, se le retrotrae, con justa razón, a las teorías biologicistas del siglo XIX. Es lo que hace Michel Foucault, por ejemplo, de manera particularmente breve en 1976. Ahí, Foucault nos dice que el «racismo» es el modo de ejercer el poder de muerte (soberanía) en medio de un poder que promueve la vida (el biopoder) y que, en este contexto, habría racismo allí donde la muerte del otro se concibe como la premisa para el desarrollo de la vida propia. Es a partir de estas consideraciones de Achille Mbembe mostrará cómo es que el poder de muerte que operaba en el contexto colonial, se inserta en un nuevo horizonte de inteligibilidad prodigado por el biopoder y su racionalidad «desarrolladora». A ese poder de muerte le llamará «necropolítica» y constituye el puntal del racismo toda vez que es aquella racionalidad que concibe al otro exclusivamente como una amenaza para la propia vida. Así, el desarrollo de la vida sólo será posible gracias a la muerte de las otras vidas.
Si bien, estoy enteramente de acuerdo con estos análisis (sobre todo, con el planteamiento de Mbembe), me parece que el racismo podría rastrearse arqueológicamente desde mucho antes, en base al entramado religioso de matriz católico: como ha visto la fabulosa investigación de Rodrigo de Zayas, ya en la España imperial no sólo la figura del judío fue expulsada, sino también, la de los musulmanes que habitaron la península hasta el siglo XVII. Es preciso recordar que el primer proyecto imperial europeo que funciona como una suerte de bisagra entre eso que llamamos «época medieval» y «época moderna» fue precisamente el Imperio español que configuró una matriz del Estado basado en el catolicismo, es decir, un orden político fundado en base a un orden de fe cuya secularización perfectamente podría desembocar en la del Estado como orden político y en la nueva concepción de la nación como el antiguo orden de fe. Lo complicado del imperio español es que, a diferencia de otras experiencias imperiales, tuvo como exigencia la homogeneización de sus poblaciones (sobre todo, aquella que habitaba la península ibérica). Homogeneización que se anudó en base a una fe (el catolicismo) y a una lengua uniformes (el castellano).
La aparición de la gramática española, en conjunto con al mentado «descubrimiento» de América y la expulsión «morisca» no deben verse como datos aislados, sino como parte de una misma racionalidad imperial que, poco a poco, asumirá su forma moderna. Así, el carácter misionero de la «evangelización» católica articulada por el eje hispano-portugés, encontrará en las figuras de la «civilización» franco-británica y en la «democratización» estadounidense su extensión imperial. Y, por eso, desde mi perspectiva, el problema a pensar es cómo el cristianismo anudó un modo de concebir la forma imperio ya no desde un marco simplemente soberano, sino enteramente pastoral. Desde mi punto de vista, el poder pastoral configuró la matriz del imperialismo occidental. Y ello, se realizó en tres fases superpuestas: evangelización (hispano-portugés)-civilización (eje franco-británico)-democratización (eje EEUU-Europa). La democracia es hoy tan «misionera» como lo fue el catolicismo durante el imperio español. Su «misión» se traduce en la «sumisión» a una lógica pastoral, en el que los pueblos deben ser convertidos en poblaciones y así, «salvados» del tirano.
En este sentido, mi posición constituye una suerte de vía media entre dos tesis: la de Toni Negri y la noción de Imperio y la de Walter Mignolo y su concepción de «colonialidad global». Del primero rescato, el modo en que la articulación imperial asumió la forma de la gubernamentalidad con la clausura que supone, del segundo la incorporación de un «afuera» que problematiza el lugar de España y el cristianismo en la empresa de conquista americana, ausente en los análisis de Negri. La vía media que pretendo abrir intenta situar la dimensión «pastoral cristiana» como matriz de la nueva escena imperial, cuestión ausente tanto en Negri como en Mignolo y que, sin embargo, debemos a los trabajos de Foucault y Agamben en torno a la cuestión del poder pastoral y de la oikonomía cristiana, respectivamente. En efecto, desde mi perspectiva, la actual configuración imperial se anuda en base a la figura del «poder pastoral cristiano» que sirve como matriz y que se sostiene en base a una antropología política en la que el hombre es considerado bajo la forma «persona» (un «encarnado», precisamente) desde la cual se vuelve posible articular una concepción inmanente del poder que lo concibe estrictamente como «gestión» (oikonomía). En este plano, la soberanía político-estatal, ha sido subsumida en la trama económico-gestional y, de este modo, la imperialidad contemporánea podría ser vista como la primera en prescindir de una monarquía, precisamente porque se ejerce desde la matriz pastoral que termina por subsumir la matriz soberana en una de corte pastoral.
A este respecto, habría que subrayar que, a diferencia del cristianismo, el islam prescinde de la figura del pastor y pone su énfasis en la del profeta: este último constituye una suerte de antídoto frente a las posibilidades de «pastorización»: basta con que la violencia profética revindique el principio del tawhid (no hay mas Dios que Dios y Muhammad es su profeta) y toda posible pastorización se viene abajo. Por eso es falso que el islam sea una religión «militar» o intrínsecamente «política» (estatal) tal como plantea el orientalismo decimonónico y que hoy se expresa en autores como Bernard Lewis. Mas bien, tal como han planteado los trabajos de Nazih Ayubi y Burham Ghalioum o Mohamed-Cherif Ferjani, el islam aparece en oposición al poder estatal y siempre, durante el islam clásico hubo una división clave entre ambos tipos de poderes, entre la comunidad y el Estado, entre el poder espiritual y el poder político, no obstante, sus articulaciones e intentos permanentes por subsumir al primero en el segundo. El proceso por el cual islam se «gubernamentalizó» es una realidad reciente, efecto de una reforma interna acontecida desde finales del siglo XVIII como impugnación al imperio turco-otomano (desde donde aparece el wahabismo como una de las primeras «reformas») y que se consuma desde la segunda mitad del siglo XIX cuando, en plena crisis del imperio turco, los musulmanes comienzan a plantear al islam como una religión que debía hacerse cargo del Estado, trastocando sus categorías clásicas y gubernamentalizándose, es decir, introduciendo lógicas propiamente pastorales reflejadas en los teólogos. Y, entonces, se produce una aporía que sitúa al islam contra el islam: mientras más el islam se asume como discurso estatal, menos verdad es capaz de sostener, a más islam, menos islam.
Ahora bien, para volver a la pregunta, durante el bombardeo israelí sobre Gaza el año anterior, Netanyahu esgrimió un argumento similar al que había utilizado, muchos años antes, Francisco de Vitoria respecto de los indígenas y que, por tanto, lo inscriben al interior de la cadena «pastoral» de la imperialidad occidental: que Israel pretende salvar a los palestinos de la tiranía de Hamás. Más allá del cinismo de su afirmación, me interesa sobre todo, entender cómo es que se hizo posible un discurso así: y entonces llegamos a Vitoria quien, durante el siglo XV, y argumentando desde una antropología articulada desde Tomás de Aquino, afirmaba que si los españoles ven que los indios están bajo gobierno de un tirano que les obliga a practicar cultos sacrílegos será preciso «evangelizarlos» derrocando al tirano. Para Vitoria se trata de salvar a los indios de su tirano y no de aplastar a todos los indios, de la misma manera que lo señala Bush durante la invasión a Irak durante el año 2003, y del mismo modo en que lo hacía Netanyahu con los «indios de palestina». El efecto que produce dicho discurso es cesurar a la vida común de un pueblo en la diferencia entre un indio «moderado» (que la literatura de la economía política caracterizará como «salvaje») de un indio «radical» (el antiguo «bárbaro» descrito por los romanos y actualizado por esa misma economía política moderna) y que operará respecto de la situación palestina post-acuerdos de Oslo que distinguirá entre palestinos «moderados» (los de la ANP) y palestinos «radicales» (los de Hamás). Es todo un discurso misionero de matriz pastoral el que está operando aquí. Porque, ¿quién puede tener la desfachatez de ofrecer tu salvación sino un pastor que pretende «purificar» tu alma e ilusionarte con la resurrección después de la muerte que, ya el propio Al Farabi ironizaba señalando que ello no era más que un «cuento de viejas»? En este sentido, ¿no sería el racismo moderno (que en el siglo XIX funcionaba bajo la forma biologizante de la «raza» y que hoy opera bajo el modo culturalista de las «civilizaciones») la consumación del efecto pastoral al presuponer la existencia de un hombre «puro»? ¿No sería el racismo, finalmente, una teología en cuanto implica la sacralización de una vida que, como bien indica Agamben, la hará matable e insacrificable a la vez? Que el sionismo sea un «humanismo» significa que no puede dejar de lado su «racismo» puesto que éste último no constituye una anomalía del primero, sino su más temible verdad. Los procesos de colonización desplegados desde el siglo XV hasta la fecha, y en la que el proyecto sionista constituye una parte, lo confirman.
-Carcaj: ¿Cómo entenderías el giro conservador de la intelectualidad judía luego de la fundación del Estado de Israel?
-Rodrigo Karmy: Esta pregunta la ha contestado con maestría Enzo Traverso en su texto «El final de la modernidad judía. El giro conservador». Como sabes, Traverso describe el «giro conservador» de la intelectualidad judía que mutó desde figuras como Rosa Luxemburgo hasta aquellas como Henry Kissinger. Pero si hay un hito que va configurando ese giro -y que el propio Traverso señala- es el fin de la Segunda Guerra Mundial y la fundación del Estado de Israel en 1948. Es aquí cuando el viejo proyecto se Herzl con diversas mutaciones se realiza. Y, quizás, como sucede cada vez que se «cumple un sueño» éste se convierte en una gran pesadilla. Quizás, los palestinos han vivido la pesadilla que los israelíes han soñado. Pero no sólo los palestinos, también judíos que no se identifican al sionismo y que han entendido que su lucha contra el Estado israelí es la misma que la de los palestinos: liberar a Palestina es también liberar a los judíos del sionismo. Por eso, como sugiere Darwish en Estado de sitio se trata de restituir una vida común y, en ese sentido, la solución de los dos Estados era tan falaz que ahora nadie la cree (sobre todo muchos palestinos). La única alternativa es la puesta en juego de un Estado bi-nacional o plurinacional. Esta es una alternativa realista, no como la solución de los dos Estados que no tiene salida alguna. Pero ello significaría un proceso de des-sionización que sólo podrá realizarse a la luz de las luchas globales capaces de impugnar la lógica «pastoral» con la que opera el sionismo.
-Carcaj: ¿De qué manera la cuestión palestina nos trae hoy al problema que en el siglo XIX fue el de la cuestión judía?
-Rodrigo Karmy: Es una pregunta clave: Palestina puede ser hoy día un crisol a través del cual contemplamos la historia imperial de Occidente. Los palestinos son, sin duda, los «nuevos judíos» de Israel, en cuanto nuevos «indios» del planeta. Puede ser ominoso referirse a ello así, pero el factum histórico va más allá de las delicadezas de lo «políticamente correcto». Pienso que Israel juega al juego que todos los poderosos juegan hoy: administrar la guerra y hacer de la guerra un juego de administración. En este sentido, Israel juega el juego inaugurado por los EEUU desde los años 90: transformar decisivamente a la categoría de «guerra» en algo completamente diferente que lo que era en el marco estatal-nacional del Ius Publicum Europeaum. Si en este marco, la «guerra» constituía un conflicto bélico de carácter interestatal que, por serlo, tenía un principio y un final, la «guerra» contemporánea se concibe como «infinita» y, por tanto, como parte de la administración general de las poblaciones. Nunca más habrá guerras en sentido clásico, precisamente porque la guerra es la condición normal en la que vivimos, el modo en que opera hoy día la gestión global de las poblaciones, la forma última del dominio imperial. En un momento planteé el término guerra gestional para dar cuenta de esta mutación. Por eso las guerras no acaban, sino que se sostienen «infinitamente», tal como decía en su momento Bush Jr. La clave es que en el contexto Palestino, esa «guerra infinita» se dio en el contexto de los acuerdos de Oslo desde 1993 que fue el dispositivo preciso que tuvo Israel de ejercer su dominio, extendiendo las negociaciones ad infinitum y, de este modo, profundizando la ocupación y el apartheid. En este sentido, el palestino ocupa el lugar del Otro. De aquél en el que una vez habitó el judío pero que, impugna directamente a la configuración del racismo moderno, tal como sostuve en la pregunta anterior. ¿Qué es el racismo? ¿Cómo hemos llegado a ser racistas? ¿cómo imaginar una vida común no racista? Quizás, éstas sean las preguntas filosóficamente claves que la actual situación Palestina ofrece al pensamiento.
-Carcaj: Los términos en los que hoy se piensa la solución del problema palestino parecen haber cambiado: Abbas recientemente se desvinculó del programa de paz trazado por los acuerdos de Oslo y la perspectiva de una solución de un Estado parece comenzar a cobrar fuerza. La correlación de fuerzas, sin embargo, está hoy más que nunca del lado de Israel, que es de hecho el único estado de facto en el territorio palestino. ¿Cómo se puede pensar la solución de un estado bi-nacional o plurinacional desde una perspectiva no sionista? ¿En qué medida la solución de un Estado podría superar la situación actual de Apartheid?
-Rodrigo Karmy: Antes de responderte directamente, diría que la situación palestina implica un conflicto de nombres: ¿cómo llamar a este conflicto? En los años 60 se le llamaba «conflicto árabe-israelí» porque en él estaban involucrados varios países árabes que solidarizaban con la causa, puesto que proyectaban el discurso pan árabe que veía en Palestina el último reducto colonial. Pero esa situación cambió de súbito con la guerra de 1967 y los consecuentes acuerdos de Paz entre Egipto e Israel que se dan en 1979. Desde ahí en adelante, la OLP cada vez más se burocratiza, cada vez más se aísla políticamente y el conflicto pasa a designarse como «palestino-israelí». Finalmente, cuando en los últimos dos bombardeos a Gaza, Netanyahu ha insistido en la hipótesis islamista, reduce la escena del conflicto aún más y lo intenta circunscribir en el enfrentamiento entre Israel-terrorismo palestino». Terrorismo que, por cierto, se identifica inmediatamente con Hamás y que desemboca en la tesis sionista de los últimos años: existe una conspiración mundial del islam en contra del «pueblo judío». Tesis que no es más que el reverso especular de la otrora tesis nazi acerca de la conspiración mundial de los judíos. El trabajo especular del sionismo es impresionante: al situar al «anti-semitismo» como su antípoda confirma la fuerza de su presencia y reproduce su racismo de forma desplazada, en la figura del árabe y del palestino.
Como nombremos el conflicto, se abrirán o cerrarán unas u otras alternativas para una posible -no digamos solución, pero al menos «salida». En mi perspectiva, el conflicto debería denominarse «conflicto colonial-israelí» porque acentúa la no equivalencia de las fuerzas en conflicto, poniendo al Estado de Israel como potencia colonial frente a un pueblo que, si bien resiste políticamente, está en condiciones enteramente a-simétricas. Sin embargo, no se trata tan solo de «colonialismo» en sentido clásico. Ni su modelo francés que tiende a la «asimilación» ni el inglés que tiende a la «segregación». Lo que hay que notar cuando decimos «colonialismo israelí» es que no es un proyecto orientado a la «integración» de los «aborígenes» al marco jurídico y cultural de la metrópolis. Mas es al revés: Israel no hace más que expulsar. Supura palestinos. Les expulsa de sus casas, de sus pueblos, de sus territorios. Por eso, el colonialismo israelí «niega» la existencia de un pueblo y, en ese sentido, constituye una máquina de exterminio, en cuanto tiende una y otra vez a «hacer desaparecer» al otro. Así, el israelí es un colonialismo al revés que ejerce su necropolítica en dosis precisas en función de la «negación» general del pueblo palestino. Como ha mostrado Nur Masalha, sólo en esa lógica cobra sentido el relato expansionista del Eretz Israel que tiene como efecto inmediato la indefinición de sus fronteras político-estatales. Y de ahí el otrora comentario de Elias Sanbar quien insistía en que el colonialismo israelí se asemejaba al colonialismo que implementaron los EEUU con los «indios» de su continente. Negar al pueblo palestino implica extender las fronteras israelíes y asumir que, aun cuando existan zonas palestinas, éstas pueden ser consideradas -y lo son, mientras se mantenga el sueño sionista del Eretz Israel– parte del territorio israelí que está por conquistar. Territorio que en el imaginario sionista se figura como un «desierto» que debe ser cultivado, poblado y edificado, como si antes de 1948, no hubiera habido nada: ni comunidades, ni pueblos, ni árboles, ni casas, ni calles. De ahí viene ese mito tan extendido, según el cual, Israel constituiría el de un «milagro económico», mito que, como todo mito- omite la gigantesca ayuda norteamericana en armas y dinero, así como también, la historia de Palestina previa a la fundación de Israel.
Por eso, la premisa para una «salida» sería reconocer la naturaleza del conflicto: insistir en la veta colonial del mismo, atender a su singularidad necropolítica y jamás reducirlo como hace la prensa actual, a un conflicto entre fuerzas equivalentes. Por otro lado, es preciso subrayar que los palestinos no son un pueblo pasivo, sino un pueblo que lucha de mil formas, todos los días, contra los dispositivos del Lager israelí (sobre todo, en Gaza donde la situación que se vive es la de un bloqueo permanente y asedio por parte de la marina y las fuerza aérea israelí). En este sentido, hay que reconocer a los palestinos como agentes políticos, en su multiplicidad. Por ejemplo, el caso de Hamás: se obligó a los palestinos a ir a elecciones generales el año 2006 y, una vez triunfa Hamás, las potencias occidentales que habían instigado las elecciones, terminaron por no reconocerlas. Y, peor aún: cuando Israel bombardeó Gaza el año 2014, lo que Hamás exigía era lo que el derecho internacional exige a Israel: respeto y ampliación de las millas marítimas de la costa gazatí, cese del bloqueo y libertad de movimientos, etc. Hamás y las diversas coaliciones que resistieron el bombardeo (el Frente Popular, el Fatah de Gaza y la Yihad islámica) daban legitimidad al derecho internacional, colocándose como sus voceros en una situación en la que éste se hallaba enteramente suspendido por la intensificación de la guerra gestional israelí.
Entonces, es preciso reconocer a los palestinos como sujetos políticos. Y, al hacerlo evitamos, la doble trampa del poder actual: hacerlos pasar por víctimas absolutas (como el discurso sionista hace de los judíos exterminados por los nazis) o por victimarios absolutos (como el discurso sionista lo pretende hacer respecto de Hamás, por ejemplo, cuando Netanyahu nos pretende dar clases de historia exculpando a Hitler, etc.). Aquí no hay «absolutos», sino un campo de lucha en el que juegan racionalidades muy precisas que deben ser historizadas, al interior del proceso general de las formas de «negación» con las que opera el colonialismo israelí.
-Carcaj: ¿Cómo entenderías la Intifada y el boicot a Israel, que hoy parecen ser las únicas formas de resistencia que han demostrado tener cierto alcance contra el dominio sionista? ¿Qué nos permite pensar, a qué nos abre la resistencia palestina, en el contexto político mundial actual?
-Rodrigo Karmy: Diría que la intifada o «revuelta» es la apuesta por una política de lo por venir. En este sentido, la intifada concierne a la Palestina que resta y, en ese sentido, la intifada, quizás, plantee una de las tareas políticas más urgentes de nuestro tiempo: restituir el habitar. La vida común es precisamente el «habitar». En medio de la catástrofe, en la que la maquinaria israelí destruye el habitar, la intifada lo restituye. Y, en ese sentido, hay dos planos que coinciden: el primero, a nivel global, la presión del boicot que exige el fin del apartheid oponiéndose a la destrucción del habitar, y a nivel local, la intifada que se desenvuelve como una restitución del carácter común de las calles palestinas. La intifada es el gesto mismo del habitar y no pertenece ni al discurso religioso ni al discurso secular, sino que no es nada más que la afirmación de una potencia común a todos los habitantes. En cuanto restituye el habitar, su fuerza impide que los palestinos se transformen en simples poblaciones y que todo se resuelva en un circuito infinito de administración bélica. En ese sentido, diría que la intifada es absolutamente intempestiva. Y su intempestividad es, en rigor, la fiesta del pueblo palestino en contra del terror israelí, la intifada en contra de la nakba.
Fuente original: http://www.carcaj.cl/2015/12/palestina-la-potencia-de-la-nakba-entrevista-a-rodrigo-karmy-parte-i/