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Entrevista a Claudia Gilman, investigadora en la Universidad de Buenos Aires

«La Revolución Cubana y sus intelectuales ayudaron al renacer de la idea de construir la Patria Grande»

Fuentes: Investig’Action

Hoy en día la llamada sociedad de la información parece haber relegado el papel de los intelectuales a una función de autoridad. Así, cada vez más la figura del intelectual únicamente sirve para justificar la ideología dominante. Al solicitar la opinión del llamado «experto», los políticos o periodistas de turno cierran herméticamente toda posibilidad de […]

Hoy en día la llamada sociedad de la información parece haber relegado el papel de los intelectuales a una función de autoridad. Así, cada vez más la figura del intelectual únicamente sirve para justificar la ideología dominante. Al solicitar la opinión del llamado «experto», los políticos o periodistas de turno cierran herméticamente toda posibilidad de cuestionamiento del poder. Pero hubo otra época no tan lejana en la que la figura del intelectual jugaba otro papel: irrumpía en el debate para romper moldes y sacudir conciencias. Es así como algunos de los escritores latinoamericanos más celebrados del siglo XX no dudaron en adoptar un compromiso político a contra corriente, formando una especia de familia latinoamericana. La lengua en común les permitía ser mensajeros y puente entre el viejo y el nuevo mundo. Su innovación y exploración de las formas de expresión artística les merecía el reconocimiento internacional. Pero lo que les unía más era la conciencia histórica acerca de la lucha contra la injusticia en sociedades profundamente desiguales. A su vez, aquel compromiso suscitó un cambio en la percepción de la propia figura del intelectual, cuestionando su función. A la imagen de los «curas rojos» que como Camilo Torres, cambiaron su sotana por el uniforme de guerrillero, ¿debía el escritor revolucionario abandonar la máquina de escribir y aprender a manejar el mortero? Ese debate y sus entresijos forman el hilo conductor de Entre la Pluma y el Fusil, una obra de Claudia Gilman, investigadora en la Universidad de Buenos Aires y en el CONICET.

Alex Anfruns: En enero de 1960 se produjo el Primer Encuentro de Escritores Latinoamericanos en Concepción, Chile, con la presencia de importantes autores como Nicanor Parra o Ernesto Sábato. Cito un fragmento de su discurso inicial: «(…) la literatura debe ser considerada, hasta nueva orden, más que como producto cultural o fenómeno artístico, como un instrumento de construcción en Nuestra América». ¿Qué importancia tuvieron aquel tipo de encuentros en el ambiente de la época?

Claudia Gilman: Sin duda fueron importantes. De hecho esa modalidad de congreso se inscribía en la continuidad, por la experiencia que ya había tenido aquella comunidad de autores en la lucha contra el fascismo en un determinado momento. Pienso en particular en el Congreso de Valencia del año 1937, que fue el precedente de ese tipo de encuentros entre intelectuales. Aquel encuentro, al igual que el de Concepción y otros que vinieron después, estuvieron atravesados por la práctica o costumbre intelectual que se inició con la lucha antifascista, aunque después también incluso la derecha neoliberal lo pondría en práctica…

En aquel periodo hubo muchos encuentros. Lo que sucedió es que por una parte había cosas que solo los intelectuales podían decir, y por otra parte había un público que estaba muy interesado en acceder a esos conocimientos. Es exactamente lo contrario de lo que pasa hoy: en aquel entonces surgía de pronto un tipo de pensamiento para el cual había un público receptor, muy ávido. Hoy en día cada uno escribe o lee su propio libro, pero eso no interpela a nadie más. Es muy curioso observar cómo ha cambiado en la actualidad la manera de formar comunidades.

¿Piensa que fue la irrupción de ese seísmo político que fue la Revolución Cubana en enero de 1959, lo que contribuyó mayormente a esa toma de conciencia de la unidad latinoamericana?

Absolutamente. Es más, eso mismo es lo que propone Fidel, ubicándose explícitamente no bajo la figura de Marx sino bajo la de Martí, que no era marxista. De hecho a nadie le supuso ningún problema que fuera al apóstol José Martí al que Fidel hiciera referencia. Al contrario, la apelación a Martí traía consigo la idea de unión a la Patria Grande, es decir de revolución latinoamericana y mundial.

Pero ubicar la Revolución bajo la estela de Martí no fue por su parte un gesto cualquiera de tipo nacionalista. Tuvo un impacto importante para un montón de gente de izquierdas que no eran comunistas, porque conocían el «comunismo real» y sabían lo que había sucedido en la Unión Soviética y otros países que estaban del otro lado del muro.

Para muchos intelectuales que ya habían tenido experiencias políticas el ingreso a la órbita de la URSS era un retroceso. Sin duda lo era en el plano cultural. La revolución que triunfa en 1959 era una revolución sin teoría, «verde como las palmas». El 16 de abril de 1961 Fidel declara el carácter socialista de la revolución y con el tiempo termina alineándose con el Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), del que estaba ideológicamente muy alejado. Fueron circunstancias de fuerza mayor, que lastimosamente quitaron vitalidad al vértigo cubano revolucionario.

En su libro usted plantea que los escritores influyeron en la Revolución Cubana tanto como ésta lo hizo en los escritores. ¿Cómo tuvo lugar esa dialéctica?

La Revolución Cubana fue central. No solo fue central para América Latina, sino para todo el mundo. Primera revolución televisada, en la que un grupo de jóvenes combatientes, patriotas heroicos logran combatir una tiranía. Se ven fotos de Fidel y del Che viajando por el mundo, recibidos como estadistas. En Pekín, la URSS, hay imágenes de todo eso. Es imposible que la Revolución Cubana no hubiera causado ese efecto.

El mundo estaba de alguna manera preparado para quedar cautivado por esa gesta, que mostraba lo mejor del ser humano. Cuando Sartre viaja a Cuba y vuelve a Francia, le preguntan «¿Qué hay que hacer para contribuir a la Revolución y a la mejora del mundo?», entonces Sartre contesta «Soyez Cubains» («Sean cubanos» en francés, NdR).

No hace mucho se conmemoró el aniversario de Mayo de 1968 en Francia. Pues bien, Mayo del 68 en Francia no es pensable sin la Revolución Cubana. Tiene el efecto de algo que viene de otro lugar. Evidentemente también se funda en parte en la gran tradición francesa de intelectualidad – de la que se inspiraron los grandes escritores latinoamericanos.

¿Y de qué manera influyó el enfoque particular de la política cultural cubana en la transformación del trabajo y la estética de aquellos autores latinoamericanos?

 En primer lugar hay que tener en cuenta que Cuba era víctima y sufría del bloqueo. En aquel contexto, un montón de interesadísimos intelectuales vinieron a ser como cancilleres, voceros o portavoces. Efectivamente lograron atravesar el bloqueo y de alguna manera también lograron generar esa conciencia latinoamericanista que estaba disponible. No es la primera vez que tenía lugar: con la reforma universitaria de 1918 u otros acontecimientos importantes, América Latina había conocido ese tipo de periodo latinoamericanista, en particular en los años 1920. Fue un renacer de la expectativa para la cual ya había semillas plantadas. Eso facilitó mucho la idea de la construcción de la Patria Grande, en lugar de un conjunto de Republicas divididas en un territorio muy grande.

Aquellos escritores que se alinearon con la Revolución -algunos más famosos y otros menos conocidos-, trataron de que no sucediera en Cuba lo que sucedió en la URSS. Los primeros escritores latinoamericanos que viajaron a Cuba eran artistas y escritores muy cultos y muy obsesionados por el dirigismo estatal en el arte. Se preocuparon por que la izquierda defendiera los autores modernistas y de vanguardia que la izquierda tradicional consideraba decadentes.

No hay que olvidar que las políticas culturales contemporáneas de la URSS todavía estaban teniendo lugar. Por lo tanto en una Cuba bajo unas circunstancias especiales -que tuvo que acercarse e incluso alinearse con la URSS-, hubo gente que estuvo a favor de ese alineamiento. Hubo una discusión interna en Cuba, y la mayor parte de los intelectuales extranjeros estaban más a favor de esa perspectiva que permitía colocar el horizonte del arte actual -el de las vanguardias, el horizonte del modernismo.

Los intelectuales latinoamericanos eran muy conscientes de los debates en el seno de la izquierda. En un mundo todavía muy marcado por el anacronismo estético del «realismo socialista», que además era obligatorio en la Unión Soviética, la Revolución Cubana fue una estrella en el firmamento. Renovó la esperanza, sobre todo entre los europeos que vivían en estados de bienestar, de camino a la sociedad de consumo.

¿Podría darnos algún ejemplo concreto de la participación de los autores latinoamericanos en la escena cultural de Cuba?

  En muchos casos se reunieron con Fidel y tuvieron acceso a los altos mandos culturales, participaron muchísimo de ello, fueron parte de comités de publicaciones. Fueron muy influyentes: tuvieron esa tarea de propagar la revolución cubana, de alguna manera como intelectuales orgánicos de la Revolución Cubana.

Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa, al mismo tiempo que fueron reconocidos por su escritura, también recibieron el poder de ser cancilleres de la Revolución Cubana. No es que influyeran directamente en la Revolución, sino que lo hicieron al participar de determinados círculos en Cuba y no de otros.

Esa participación se situaba específicamente fuera de todo lo que tuviera que ver con el comunismo ortodoxo, que ejercía todavía una activa censura. En el año 1966 se hizo un juicio en la URSS contra dos escritores por lo que escriben. No hablo de las purgas soviéticas de 1930, sino de 1966. En 1964 le hicieron un juicio a Brodski, un poeta extraordinario que más tarde ganaría el Premio Nobel, en 1987. Los cubanos en ese sentido eran la vanguardia, tenían todo lo mejor. Recordemos que en el contexto de las discusiones entre Este y Oeste, se planteaba si había que quemar la obra de Kafka, de Joyce, de Proust, etc… Porque claro, aquel comunismo ortodoxo la consideraba decadente. Es difícil entender la historia sin ver cuáles son los otros presentes que tuvieron lugar. A uno le parece que fue hace muchísimo tiempo, pero no es así.

¿Cómo afectó el éxito editorial del boom al compromiso con la Revolución de unos autores que a menudo no vivían en Latinoamérica, o no la mayor parte del tiempo?

El éxito, que en otro momento era señal de reconocimiento merecido, pasó a traerles a los que lo tuvieron una mayor autoridad, como si la existencia de lectores constituyera un capital plebiscitado. Allí lo que se oponía naturalmente era la noción de mercado. Lo que sí es cierto es que los lectores estaban muy interesados en las obras y en los autores y también en sus opiniones, que al parecer compartían, lo que hizo más fluida la relación entre el lector y los autores mismos, al menos de manera imaginaria. Desde el lado de la revolución las cosas sucedieron de otro modo desde el punto de vista de los autores. También hubo conflictos en el frente interno, sobre todo bajo la generalizada evidencia de que la literatura no podía ella sola cambiar la realidad y que era preciso comprometerse más o, en el área de la literatura, profesionalizarse menos.

La polémica que enfrentó a Arguedas y Cortázar en 1969 fue un síntoma de la desconfianza en la profesionalización del escritor: esa discusión presentó como problemáticos un conjunto de situaciones de hecho, que se volvieron inaceptables de derecho, como por ejemplo, el que muchos autores consagrados vivieran en Europa.

En el capítulo inicial de El zorro de arriba y el zorro de abajo, Arguedas criticó a Cortázar y a muchos otros escritores «profesionales», «eruditos» y «cosmopolitas». Cortázar lo acusó de resentido en «Un escritor y su soledad»: «en los últimos años el prestigio de estos escritores ha agudizado una especie de resentimiento por parte de los sedentarios, que se traduce en una casi siempre vana búsqueda de razones de esos exilios y una reafirmación enfática de permanencia in situ…». Esa acusación motivó una respuesta de Arguedas en 1969. Contra la idea de que «mejor se entiende la esencia de lo nacional desde las altas esferas de lo supranacional», Arguedas distingue entre quienes planean una novela pensando en los honorarios y quienes como él viven para escribir.

Desde Cuba, empezó a verse que lo propio latinoamericano estaba acosado por los fantasmas del divismo. La nueva literatura, como se verificaba con el correr de pocos años, había repartido prestigios y rencores : Donoso, en la novela El jardín de al lado, tematiza de manera harto ilustrativa las experiencias de los escritores frente al mercado. Se constataba, además, que los que más habían aportado al prestigio de la novela latinoamericana ahora instalada en el «mundo», compusieron sus obras en contacto con las culturas de los países centrales y desarrollaban rápidamente ideologías de escritores determinadas por el peso de su consagración. Hasta se atrevían a afirmar que eran ellos quienes hacían «literatura revolucionaria», tal como dijera Ambrosio Fornet en 1971.

La perspectiva crítica respecto del mercado fue más fácilmente observable desde Cuba, país en donde a partir de la Revolución se había eliminado el mercado literario, la industria editorial estaba en manos del Estado y se suprimía no sólo el pago de los derechos de autor sino también la idea que sustentaba la existencia misma de esos «derechos». Pero también por otras razones; el comentario de Ambrosio Fornet recién mencionado comenzaba con la frase: «convencidos de que no teníamos nada nuevo que ofrecerles», muy ilustrativa de por qué Cuba desarrolló una tirria particular respecto de los productos literarios del continente que no provenían de la Isla. Pero también desarrolló bastante desagrado con los que sí provenían de Cuba: tal vez allí reside una explicación crucial del problema de la literatura cubana después de 1959…

Por otra parte en diciembre de 1960 tuvo lugar el «Congreso por la Libertad y la Cultura» en París. Durante sus sesiones, se puso patente la preocupación de los participantes acerca de la intensidad de los intercambios entre los intelectuales latinoamericanos, que pronto formarían una especie de «familia». ¿De qué manera se concretizaron las propuestas de ese congreso y qué acogida tuvieron en el público?

 Sí, existió ese organismo creado como réplica a la influencia cultural de los partidos comunistas europeos, muy activos en el imaginario de todos quienes habían luchado en conjunto por la España republicana hacía muy poco. ¡Quién olvidaría el congreso cultural que tuvo lugar en Valencia, en 1937! Hay que señalar que ya estaba disponible una «logística» de encuentros entre artistas e intelectuales. Se aparentaba a lo que hoy es el funcionamiento de las ONG – un mismo tipo de organización que podía apelar a distintas causas, con ese esfuerzo intelectual de reunión y colaboración intensa.

Desde el punto de vista de la América Latina de la revolución de la que yo me ocupo, puede considerarse que el proyecto de organismos creados a través del Congreso por la Libertad de la Cultura y en especial de las publicaciones financiadas por la CIA a través de máscaras o fundaciones culturales, fue un completo fracaso. Efectivamente, en el caso latinoamericano aquel proyecto se realizó mediante la revista Mundo Nuevo, cuya experiencia abordo en mi libro. Es una ironía que quienes se seguían reuniendo, aun habiendo sido derrotados ante la revolución -que hasta ellos creían inevitable-, hayan sido los grupos de la derecha neoliberal. Ellos estaban en una derrota «activa», al haber sido perseguidos por el nazismo y después por el estalinismo.

Si nos interesamos en el caso de España la historia es bien distinta, ya que ese mismo organismo contribuye a la lucha antifranquista, de modo que tiene un sesgo bien diferente. Los españoles estaban naturalmente a favor de ser representados por una institución que predicaba la democracia, sin importar quien financiara esos dichos. Para comprender la magnitud de la intervención cultural de los EEUU a través de sus fundaciones en el mundo, es imperativo leer la investigación de Frances Stonor Saunders. Las memorias de Daniel Bell también son apasionantes.

¿Cómo afectó a la creación literaria y su relación con la literatura comprometida aquel debate en torno al tema de la vanguardia?

Una cuestión central es que si bien fue dicha entre artistas -aunque nunca demasiado dicha-, en determinado momento la palabra vanguardia fue cooptada en forma exclusiva para referirse a la dirección político militar de los grupos en armas. Hubo numerosos desacuerdos -manifestados notablemente en ocasión de la Primera Conferencia de la OLAS-, sobre a quién correspondía, en un plano estrictamente político, denominarse vanguardia de la revolución. Terminaron por resolverse, al menos en los dictámenes triunfantes de la comisión correspondiente, cuando se afirmó que en la Conferencia había quedado bien claro que la vanguardia de los pueblos eran los que luchaban con la expresión más alta de lucha: la lucha armada.

La legitimidad excluyente del sentido político del término vanguardia quitó un elemento identificador a la noción de intelectual y a la noción de vanguardia. Más lejos quedó la menos prioritaria defensa del arte de vanguardia. El reconocimiento y título otorgado a Cuba como «vanguardia del movimiento antiimperialista latinoamericano» dejó en manos de su dirigencia el poder de autorizar o rechazar otras propuestas, tanto políticas como culturales, enunciadas en nombre de una posición revolucionaria. Mientras tanto, en la cultura, la palabra vanguardia fue acariciada y temida por los artistas e intelectuales que deseaban organizarse bajo el léxico autoimpuesto.

Y ahí, además, hay una diferencia de tradiciones. En las artes visuales se utilizó más libremente el término vanguardia y el público así lo aceptó. Es un tema digno de mayor atención, la relación entre definiciones de vanguardia y el tipo de arte concernido. En términos de organización las diversas artes requieren una diversidad de recursos y métodos. Es tonto decirlo en momentos en que parece que lo tenemos todo, pero creo que las artes visuales tienen que estudiarse también dentro de su especificidad y la relación que guardan con el mercado, que es distinta de la que mantiene la literatura con el mercado y, digámoslo también, con el mero impreso.

Alex Anfruns es periodista, dirige el mensual Journal Notre Amérique desde 2015. Es coautor del documental Palestina la verdad asediada (2008) y del libro En Directo desde Nicaragua: ¿levantamiento o golpe? (2019).

Claudia Gilman, autora de Entre la Pluma y el Fusil, es investigadora en el CONICET y escribe en su blog personal: https://soypielroja.wordpress.com

Fuente: Journal Notre Amérique