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La soledad del cubanoamericano progresista

Fuentes: Cubadebate

Ileana Ros-Lehtinen entró a la Cámara primero. Después lo hizo Lincoln Díaz-Balart. En algún momento, Bob Menéndez unió su voz al coro. Hace dos años, el hermano de Lincoln, Mario, lo convirtió en un cuarteto. Ahora viene Mel Martínez, que amenaza montarse en el carro de George W. Bush para el viaje al Senado en […]

Ileana Ros-Lehtinen entró a la Cámara primero. Después lo hizo Lincoln Díaz-Balart. En algún momento, Bob Menéndez unió su voz al coro. Hace dos años, el hermano de Lincoln, Mario, lo convirtió en un cuarteto. Ahora viene Mel Martínez, que amenaza montarse en el carro de George W. Bush para el viaje al Senado en noviembre próximo.

Para una comunidad de 1.4 millones de personas –quienes constituyen menos de un 0.5% de la población de Estados Unidos y apenas 3.7% del total de los latinos– tener cuatro personas de su propio origen en la Cámara de Representantes es, desde cualquier punto de vista, un éxito señalado.

Por cierto que es así si usted compara la representación cubanoamericana con la representación de los otros grupos latinos. El número de puertorriqueños en Estados Unidos continental es el triple del número de cubanoamericanos. Pero hay solamente tres puertorriqueños en el Congreso de EEUU.

En algún momento durante esta década, los dominicanos reemplazarán a los cubanos como el tercer grupo latino de mayor población. Sin embargo, actualmente no hay dominicanos en el Congreso.

Hay más méxicoamericanos en el Congreso que los cubanos y puertorriqueños juntos. Pero si los 25 millones de mexicanos en EEUU fueran representados en el Congreso a la misma tasa de los 1.4 millones de cubanos, habría 71 mexicanos en el Congreso en vez de los 15 actuales.

Si Mel Martínez gana la campaña en la Florida este año, será el único latino en el Senado, añadiendo más lustre a los asombrosos logros políticos de los cubanoamericanos.

Éstos son los elementos con que las minorías construyen sueños que pocas veces realizan. Entonces, ¿por qué yo y la gran mayoría de cubanoamericanos que piensan como yo no estamos celebrando?

Ah, sería mucho más fácil e infinitamente más satisfactorio poder reaccionar como nuestros hermanos y hermanas latinas y afroamericanas, poder saborear cada triunfo cubanoamericano como si fuera nuestro. ¿Quién quiere ser un aguafiestas, alejarse del cálido abrazo de la comunidad, ser acusado de traición y de autorepudio y sufrir el ostracismo hasta tal punto que uno decida evitar los lugares, la gente y las situaciones que son más familiares y más propias?

El desacuerdo nunca es fácil, pero estar en desacuerdo con el consenso de una comunidad asediada, traumatizada o amargada es especialmente costoso y difícil. La vida no fue fácil para los liberales sureños blancos que defendieron la integración racial en la década de 1950. Vivieron con el temor de la violencia, perdieron trabajos y clientes y fueron repudiados por sus amigos y parientes. Los judíos en Israel que hoy luchan a favor de los derechos de los palestinos son objeto de un odio intenso por parte de muchos de sus conciudadanos. Un extremista judío asesinó al Primer Ministro Isaac Rabin, un héroe militar, porque éste buscaba la paz.

Los cubanoamericanos que se oponen a las políticas de línea dura y piden el diálogo se enfrentan a algunas de las mismas presiones impuestas a otros disidentes, aunque éstas no son tan extremas hoy como lo fueron en décadas anteriores. El desacuerdo nunca es el camino más fácil. Empero, en ciertos lugares y para ciertas personas, es el único camino que la conciencia les permite. Ésta es una de esas ocasiones. Si hemos escogido este camino, lo hicimos por necesidad –no por obstinación malsana.

Permítame decir que Mel Martínez es el estímulante –mejor dicho, el catalizador– para esta reflexión acongojada, que no es característica de mí. Me gustaría regocijarme ante la posibilidad de que un cubanoamericano entre a ese ultraexclusivo club político llamado el Senado de Estados Unidos. Pero no hay modo que yo me alegre. En su lugar, me veo obligado a hacer votos por la derrota de Mel Martínez y trabajar con ese fin.

La repugnancia que siento hacia Martínez no está relacionada con Cuba, aunque su posición es –como era de esperar– de línea dura. En la elección primaria, Martínez compitió con un oponente republicano extremadamente conservador en base a cuál de los dos podría cumplir la campaña más sucia y más demagoga, cuál podría apoyar las políticas más reaccionarias y homofóbicas y cuál sería el mejor lamebotas para la Coalición Cristiana y el Presidente Bush. Martínez ganó, por amplio margen.

Mel Martínez no desató esta catarsis por ser un líder político especialmente impresionante. De hecho, es menos impresionante que los tres cubanoamericanos que ya están en el Congreso, cuya única distinción is un fanatismo chillón en lo que a Cuba se refiere. Martínez tampoco me causó esta consternación por haber conducido una campaña de cloaca que superó el bajo estándar del Partido Republicano.

Mel Martínez provoca este lamento porque representa la culminación de una tendencia alarmante en la cultura política cubanoamericana. Esa tendencia es la transición desde un republicanismo oportunista, conjetural, superficial y orientado hacia la política exterior hasta un republicanismo estructural, existencial y profundo, que está versado en las virulentas corrientes ideológicas dentro del partido.

Durante décadas, no pocos de los que presuntamente batallan por la libertad y la democracia en Cuba han tomado curiosas decisiones y entrado alianzas sumamente discutibles con personas como Trujillo, Somoza y Pinochet. Muchos de los autodesignados combatientes por la libertad han participado en el terrorismo y en operaciones sórdidas –tales como la Bahía de Cochinos, Watergate, el escándalo Irán-contras– que se convirtieron en fiascos y violaron los principios básicos de la democracia y el estado de derecho.

Cuando el foco de la política del exilio viró desde los bombardeos y ataques hacia el cabildeo, las parejas favoritas de los grupos exiliados fueron algunos de los políticos más reaccionarios (Dan Burton, el congresista por Indiana), más racistas (Jesse Helms, el senador por Carolina del Norte) y más sucios (Robert Torricelli de Nueva Jersey) en Washington. Por lo contrario, Nelson Mandela, el estadista más respetado en el mundo en los últimos 20 años fue repudiado y vilificado.

La disculpa para todo esto es que hacer pactos tácticos con el diablo era necesario para promover la causa de la liberación de Cuba. Ésta es una posición contradictoria y contraproducente. De todos modos, persiste la idea de que, detrás de todas las alianzas con la derecha y la política violenta, existe un centro social-demócrata, más o menos liberal, que refleja las mejores tradiciones de la época republicana en Cuba.

No hace mucho (el año pasado), un artículo en la revista New Yorker declaró que si bien una vasta mayoría de los cubanoamericanos son «halcones» con relación a la política exterior, son relativamente liberales en asuntos de bienestar social. Cada día más, los hechos dan un mentís a esa percepción –por lo menos en término de los cubanoamericanos que ascienden a escaños políticos y las políticas que tales representantes de la comunidad apoyan.

¿Qué causa cubana justifica apoyar las cruzadas de los evangélicos cristianos o destripar los programas de salud para los niños pobres o inmigrantes, y a la vez otorgar fabulosos recortes impositivos a los ricos? Sin embargo, ésas son las políticas que los legisladores republicanos cubanoamericanos en Washington y Tallahassee han apoyado reiteradamente, obedeciendo con fidelidad los dogmas de la derecha republicana.

En temas como los impuestos, los programas sociales, la educación –de hecho, en todo asunto doméstico– Mel Martínez, los tres republicanos cubanoamericanos en el Congreso y el creciente número de republicanos cubanos en la legislatura de la Florida apoyan la búsqueda ideológica de los hermanos Bush. Me refiero a la búsqueda de una «sociedad propietaria» plutocrática con un máximo de poder corporativo y un mínimo de dirección estatal, que ya va en camino a reemplazar la noción democrática de una «sociedad ciudadana».

Mel Martínez se encamina hacia un nuevo territorio en la derecha. Insatisfecho con su apoyo de las políticas reaccionarias del PR –impuestos regresivos y un gobierno reducido que es incapaz de proteger al pueblo vulnerable ante los caprichos del mercado y las depredaciones de los poderosos– Martínez se ha aventurado dentro del mundo de los «asuntos culturales». Expresamente, en su primera campaña, Martínez fue más allá de todos los otros políticos cubanoamericanos al propugnar y explotar las normas culturales fundamentalistas de la Coalición Cristiana, un ala del Partido Republicano.

Lo cierto es que Martínez acusó falsamente a Bill McCollum, un republicano conservador de pura cepa, de apoyar «la agenda radical de los homosexuales», es decir, la insistencia de ellos en gozar de los mismos derechos que el resto del mundo.

Si la campaña primaria de Mel Martínez representa el último paso en la larga marcha de un sector importante del liderazgo político cubanoamericano hacia la derecha republicana, en todas sus dimensiones y en toda su infamia, ¿acaso los líderes demócratas cubanoamericanos ofrecen una alternativa?

Los demócratas cubanos son –con raras excepciones– el menor de dos males, pero apenas. El único demócrata cubanoamericano que ha tenido éxito en la política nacional es Robert Menéndez, quien ha asumido una posición de liderazgo entre los demócratas conservadores. Sus opiniones sobre una variedad de asuntos domésticos e internacionales son más progresistas que las de otros cubanoamericanos y están más de acuerdo con la corriente del Partido Demócrata.

Ésa no es gran consolación, sin embargo. En lo que a Cuba se refiere, las opiniones de Menéndez son tan duras como las de los «halcones» en ambos partidos, de Joe Lieberman a Tom DeLay, y se alejan de las opiniones de los republicanos moderados y la amplia mayoría de los demócratas.

Sobre este tema, Menéndez, un importante demócrata cubanoamericano, actúa en forma particularmente destructiva al ayudar a mantener un veto bipartidista a favor del embargo y en contra de cualquier cambio constructivo en la política hacia Cuba. Al igual que otro demócrata cubanoamericano, Alex Penelas, que una vez se vislumbró como una posible estrella nacional hasta que sacrificó sus perspectivas políticas en aras de la ortodoxia del exilio cubano, la rígida posición de Menéndez hacia Cuba, que es contraria a la de la mayoría de los votantes estadounidenses, posiblemente no le sirva a fin de cuentas.

¿Y qué podemos decir del demócrata Simón Ferro, ex embajador a Panamá, que parece haber cumplido un rol en el indulto de cuatro cubanoamericanos encarcelados en ese país por participar en numerosos actos terroristas? Uno de ellos fue implicado en la detonación de bombas en hoteles habaneros y en el derribo de un avión cubano que quitó la vida a 73 personas.

He aquí, entonces, que la vasta mayoría de los funcionarios electos cubanoamericanos se integra cada día más a las estructuras ideológicas y políticas de un partido que gradualmente se ha convertido en el defensor de la desigualdad de clases y de razas, de la intolerancia y del imperio.

Mientras tanto, el puñado de asediados políticos demócratas de origen cubano tratan de competir demostrando que son tan ultraderechistas hacia Cuba como los republicanos. De este modo esperan neutralizar el problema de Cuba y aprovecharse del presunto liberalismo de los cubanoamericanos en cuanto a asuntos domésticos. Este oportunismo, basado en una suposición equivocada, pocas veces ha dado resultados. Empero, todavía se le considera una manera en que John Kerry corteje el voto de los cubanoamericanos.

Como progresistas cubanoamericanos, mientras que trabajemos a corto plazo para derrotar a personas como George W. Bush y Mel Martínez debemos mirar de cerca al cuadro entero. La primera medida al enfrentar la triste realidad política de los cubanoamericanos es analizarla con honestidad, sin endulzarla y sin sentir un falso optimismo. Éste es el propósito de esta jeremiada. Espero que genere un debate animado, no una conmiseración.

Tal debate debe cubrir la manera en que los progresistas puedan alterar la ecuación política cubanoamericana, incluyendo modos de impedir que los «línea-duras» en ambos partidos controlen el tema de Cuba y modos de ganar los corazones y las mentes de las nuevas generaciones y los nuevos inmigrantes. Debe cubrir las condiciones bajo las cuales podamos formar coaliciones con otros grupos latinos y no latinos para multiplicar nuestra fuerza.

Y debe elaborar una estrategia para involucrar a todos los sectores de la sociedad cubana, no sólo para promover la reconciliación, el diálogo y la democracia pero también para evitar un futuro trasplante al territorio cubano de los peores aspectos de la sociedad norteamericana y de la cultura política cubanoamericana.