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Crisis sin fin

La transición democrática en Egipto

Fuentes: Arab Reform Initiative

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

La literatura tradicional sobre las transiciones democráticas tiende a proponer una fórmula de transición basada en aspectos procedimentales, como elecciones libres y justas, pluralismo de partidos políticos, presencia de un sistema transitorio de justicia, etc.

Sin embargo, aunque las críticas a este enfoque schumpetérico (en referencia al economista y politólogo austríaco Joseph Schumpeter) se han multiplicado en las últimas décadas -hasta tal nivel que muchos investigadores consideraron una falacia lógica el uso de «elecciones justas» como criterio de democratización-, se ha ignorado que la sustancial dimensión económico-social seguía siendo una característica básica de la literatura democrática de la transición.

El tema se vuelve incluso más complejo aún cuando la transición democrática es auspiciada por una revolución, como es el caso de Egipto.

Por su propia naturaleza, las revoluciones revitalizan los grupos sociales y les permiten respirar aire nuevo, aunque no seré yo quien diga que necesariamente fresco, poniendo a las clases subalternas en posición de ser hacedores de la historia tras haber sido sus objetos durante muchas y largas décadas. Esto desafía prácticamente las teorías de la ingeniería política desde arriba y todo lo que va asociado a ellas, incluidas todas las hojas de ruta de la «transición», sin que importe cuán perfectamente lógicas o trazadas sean o estén.

Por ejemplo, el Dr. Mohammad Al-Baradei podría estar completamente convencido de que el «pecado original» consistía en ignorar su consejo de poner la «constitución primero» como elemento clave hacia una hoja de ruta que asegurara una transición democrática suave y segura. Sin embargo, creo que quienes siguen muy de cerca la revolución egipcia estarán de acuerdo en que, independientemente del orden de procedimiento que la transición pudiera haber seguido, habría sido imposible evitar la lucha feroz entre las diferentes clases sociales y las fuerzas políticas que la revolución había desatado tras la caída del viejo régimen. Esto significa que es inútil limitar los pensamientos de uno a la cuestión de los procedimientos acertados o equivocados sin examinar la naturaleza de las luchas fundamentales en curso y cómo asegurar que las fuerzas democráticas triunfen finalmente.

¿Cuál es la naturaleza de la lucha actual en Egipto? ¿Y dónde se sitúa hoy en día?

Quizá podríamos decir brevemente que la lucha actual se da esencialmente entre fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias. Sin embargo, esto plantea la pregunta de quiénes son esas fuerzas revolucionarias y contrarrevolucionarias. Creo que cualquier definición o prejuicio rígido de estos dos términos no nos servirá de ayuda aquí, ya que cualquier definición exacta de revolución y contrarrevolución debería necesariamente basarse en una revisión histórica de los cambios en las posiciones y lealtades de las partes implicadas y en el patrimonio político acumulado en su larga o corta historia.

La importancia de una revisión histórica -en contraposición a una revisión estática- de la trayectoria de la revolución y de las posiciones de sus protagonistas radica en el hecho de que evita clasificar a las partes implicadas bajo categorías predeterminadas. En cambio, lo que hace es explicar cómo sus posiciones han cambiado o se han revelado mientras el conflicto entre los principales interesados se desarrollaba y profundizaba. Evita, por ejemplo, hacer acusaciones como la de que los Hermanos Musulmanes estaban conspirando contra la revolución desde el principio mismo, o describir a Mohammad Al-Baradei y Hamdin Sabbahi como revolucionarios puros cuya lealtad a la revolución no flaqueó nunca a lo largo de los dos últimos años. Cada una de esas dos partes ha sido parte de un proceso que les ha puesto, al ir profundizándose gradualmente, frente a frente ante el desafío de crecientes cambios estructurales que tocaban o entraban en conflicto con sus intereses y ellos, en respuesta, han contribuido, han vacilado o se han enfrentado a ellos.

A través de la niebla de la transición

Cualquier proceso revolucionario, especialmente en sus formas más profundas, como es el caso de Egipto, tiene dos aspectos. El primero es el de liberar el poder de las sometidas y reprimidas clases sociales desde abajo. Como se ha indicado ya, la revolución ha sido un regalo para los oprimidos: una especie de nuevo bautismo como actores activos de la historia. Esto no significa necesariamente que estas clases hayan adquirido de repente una conciencia revolucionaria completa o que se hayan integrado de forma fluida en organizaciones que son capaces de reclutar y movilizar. Lo que significa es que se ha terminado la era histórica en la que una particular elite política o una clase por sí sola decidía, a puerta cerrada, en qué dirección y cómo debería ir la sociedad, dando paso a otra era en la cual la voluntad colectiva de las masas juega un papel vital a la hora de moldear el presente y el futuro.

No obstante, eso no es todo. Una revolución implica también un cambio fundamental por parte del régimen gobernante, ya que todos sus mecanismos, promovidos por las elites dominantes durante décadas, o bien han dejado de funcionar o son inservibles. Esta disfunción es más el punto de explosión de un proceso de acumulación que una ruptura ahistórica. Es decir, la revolución es el golpe de gracia final de las instituciones que han sobrevivido mucho tiempo a pesar de su inutilidad, de la misma forma que el cetro del bastón que sostenía al profeta Salomón, devorado por las hormigas hasta que el profeta se desplomó, reveló así que en realidad había muerto muchos años antes.

En el contexto de este cambio cualitativo doble -la liberación de la potencia y el activismo de los oprimidos y el colapso de los mecanismos coercitivos de los autócratas-, el conflicto socio-político, oculto a la vista durante mucho tiempo, continúa sobre bases nuevas. Aquí, las posiciones no están rígida ni definitivamente determinadas.

Eso se debe a que además de todas las vacilaciones y falta de experiencia con las que la revolución nos sorprende necesariamente, hay decenas de convergencias y puntos de inflexión que las cambiantes circunstancias diarias imponen a las partes interesadas.

En general, lo que ha quedado claro con el tiempo, y a través de la espesa niebla de la transición, es que mientras que algunos quieren que la revolución continúe, se profundice y asuma nuevas dimensiones que desgarren finalmente todo la infraestructura política, económica y social, otros están trabajando duro para acabar con la revolución a través de toda una variedad de medios. El principal de esos medios es la utilización del proceso democrático burgués como medio para un fin; como una nueva situación provocada por el colapso de los viejos mecanismos autocráticos que se utilizan para paralizar la calle y dirigir las energías hacia la rivalidad desde arriba entre fuerzas que pertenecen mayoritariamente a los intereses del viejo mundo.

Esto explica por qué todas las fuerzas en competición que tratan de frenar la revolución insisten en que el mundo ideal que conciben para Egipto es uno en el que los ciudadanos ya no necesitan acudir a la acción colectiva desde abajo -huelgas, manifestaciones y acciones directas, como bloquear las carreteras y ocupar las instituciones- sino que sólo deberían expresarse a través de la magia de las urnas.

Boda democrática

En los primeros días tras la renuncia del depuesto presidente, el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (CSFA) -representante de los viejos mecanismos represivos del régimen que consiguieron escapar de la tormenta revolucionaria en las primeras fases- se puso de acuerdo con los Hermanos Musulmanes y los salafíes, a velocidad y suavidad sorprendentes, para introducir rápidamente limitadas enmiendas constitucionales -referidas principalmente a la elección de una nueva autoridad y la redacción de una nueva constitución-, diseñadas para poner fin al «período transitorio» en un plazo de seis meses.

Como quedó claro más tarde, la intención del acuerdo no era esencialmente poner fin al período transitorio, sino más bien liquidar la revolución. El interés principal de estos partidos no era entregar el poder al pueblo, sino detener el terrible monstruo del impulso revolucionario de la calle, como revelaba su mantra: «Las ruedas de la producción tienen que empezar a girar para «apaciguar» las «justas necesidades revolucionarias».

Por tanto, lo que esos «hermanos enfrentados» habían de hecho acordado era oponerse a la revolución desde abajo y optar por la democracia procedimental desde arriba. Es decir, su objetivo era convertir a las masas rebeldes en votantes, cuya voluntad sólo podría lograrse a través de las urnas, manifestada en forma de parlamentos electos dominados por las fuerzas poderosas que tienen fondos, organización e ideología para frenar la marcha revolucionaria.

El asunto no iba de que hubiera una contradicción fundamental, necesariamente y en todos los casos, entre activismo dinámico desde abajo y la democracia de las urnas, al contrario, iba de que en ese particular momento revolucionario las urnas representaban otra opción -una opción opuesta/alternativa- frente a la agitación revolucionaria, cuyo papel, según creía la Hermandad y el CSFA, había llegado a su fin el 11 de febrero de 2011.

Por tanto, el referéndum del 19 de marzo de 2011, vendido por las fuerzas revolucionarias como «boda democrática» se celebró porque las fuerzas hegemónicas creían que pondría fin al problema de una vez por todas desde abajo, restaurando al estado su perdido prestigio y papel.

Sin embargo, la sorpresa fue que el impulso revolucionario se reveló demasiado profundo como para que pudiera frenarlo el referéndum que garantizaba la legitimidad electoral a la alianza autoritaria. Y de ahí que fuéramos testigos en 2011 de una oleada sin precedentes de huelgas laborales y de marchas de un millón de personas que pedían, entre otras demandas, castigos justos, democracia real y justicia social.

También, en 2011, presenciamos la famosa sentada en la Plaza Tahrir del mes de julio y los sucesos de la calle Mohammad Mahmud que pedían que el CSFA traspasara el poder a un gobierno civil elegido.

La calle Mohammad Mahmud

Los sucesos de Mohammad Mahmud tienen su propia y particular importancia aquí no sólo porque revelaron -una vez más- la vitalidad de la calle revolucionaria, sino también porque -de igual importancia- desenmascararon la fragilidad de la nueva alianza autoritaria entre los Hermanos Musulmanes, los salafíes y la junta militar.

Dijimos anteriormente que el acuerdo entre los miembros de la alianza autoritaria se centraba en poner fin al proceso desde abajo y lanzar una nueva senda político-electoral que moviera la alfombra bajo los pies de las fuerzas socio-políticas que trabajaban para desmantelar los viejos y disfuncionales acuerdos jerárquicos que impregnaron todos los aspectos de la vida social del país. Sin embargo, este acuerdo entre las fuerzas autoritarias para absorber el proceso revolucionario y contrarrestarlo desde arriba fue sólo uno de los muchos aspectos de la lucha en curso en la era post-Mubarak.

El otro aspecto contradictorio y complementario fue el conflicto existente entre las mismas fuerzas autoritarias para compartir el botín del poder.

Las fuerzas civiles de la derecha (muchos de cuyos símbolos y hombres fuertes se habían convertido en miembros del Consejo Consultivo establecido por el ejército tras los sucesos de Mohammad Mahmud) venían objetando desde febrero de 2011 los acuerdos autoritarios impuestos por la alianza Hermanos Musulmanes-Ejército. Esta objeción no era el resultado de un verdadero sentimiento democrático por su parte, sino que se debía a su descontento al verse excluidos y a su temor de que unas elecciones anticipadas revelarán la ausencia de base popular.

Esta fue la razón por la cual la verdadera oposición democrática radical se mezclara, ante la alianza islámica-militar, con la falsa oposición de derechas, de naturaleza igualmente autoritaria, cuya principal preocupación y fuente de descontento era su exclusión del nuevo arreglo. Esta oposición de derechas siguió una doble vía a la hora de presionar para conseguir sus intereses. Por un lado, participó cautelosamente en los movimientos de masas contra la alianza autoritaria islamistas-ejército y, por otro, hizo cuanto pudo en las discusiones a puerta cerrada para reorganizar sus posibilidades frente al CSFA para mantener a éste en el poder tanto tiempo como fuera posible, pensando que así garantizaría sus ventajas frente a los islamistas.

El Documento de Principios Constitucionales, conocido mejor como el Documento El-Selmi (llamado así por el entonces Viceprimer Ministro), fue uno de los resultados de este esfuerzo de la derecha civil. El Documento El-Selmi instituía descarada y abiertamente la «soberanía militar», primero como fuerza no responsable ni transparente, y segundo como árbitro entre las diferentes partes y protector de la legitimidad.

Y más importante aún, el Documento imponía también un sistema de selección para los miembros de la Asamblea Constituyente (designados con la misión de redactar la nueva constitución) que limitaba el número de islamistas en ella. Hacía eso al predeterminar el número de miembros del estado y de las instituciones de la sociedad civil en las que los Hermanos Musulmanes no tienen influencia, en clara violación de la Declaración Constitucional de marzo de 2011, que estipula que los miembros de la Asamblea Constituyentes serán libremente elegidos por los miembros electos de la Asamblea Popular.

En respuesta, los islamistas organizaron el «Viernes de la Demanda Única», una de cuyas peticiones era la anulación del Documento El-Selmi.

Sin embargo, a pesar de la naturaleza aparentemente democrática de las exigencia de la Hermandad Musulmana en aquel momento –i.e., dejad que las urnas decidan-, en el fondo había una lucha por el poder o, mejor dicho, por los acuerdos sobre el nuevo régimen entre los islamistas, el ejército y las fuerzas civiles de la derecha. Estas últimas se habían puesto del lado de la dictadura militar que se oponía a las urnas, lo que requería sobornar, entre otros, al ejército, mientras los islamistas pedían democracia electoral en la medida en que beneficiaba a sus intereses del momento.

Al final, el Documento El-Selmi cayó y se celebraron elecciones parlamentarias; fueron elecciones teñidas con la sangre de los mártires que cayeron en la calle Mohammad Mahmud. Y aunque los islamistas ganaron la mayoría de los escaños en el parlamento, nada cambió, salvo quizá un aumento en la confianza de la Hermandad cuando comprendieron el alcance de su base popular; algo que les permitió enfrentarse a los militares seis meses después en la lucha por la presidencia.

Una lucha para la mutua eliminación

Así pues, el Documento El-Selmi y los acontecimientos que le siguieron revelaron la fragilidad de unas alianzas autoritarias que eran consideradas firmes como rocas. Desde ese momento y hasta que Mursi marginó del poder al CSFA tras convertirse en presidente en agosto de 2012, la brecha entre los Hermanos Musulmanes y el CSFA siguió ensanchándose. Cada parte sabía que aunque no pudiera eliminar a la otra, todavía tenía que maniobrar y luchar para ampliar su esfera de influencia en la futura estructura del poder. Mientras tanto, la derecha civil intentó aumentar también su influencia utilizando los mejores medios a su disposición (en vista de sus pobres resultados en las elecciones), en concreto, contactando con partes del antiguo régimen, especialmente el CSFA.

Las elecciones presidenciales de mediados de 2012 supusieron en efecto otro asalto en la lucha entre las fuerzas autoritarias. Esto quedó muy claro cuando los esfuerzos por acordar, de alguna forma y manera, un candidato de consenso fracasaron miserablemente. Así pues, cuando el ejército y la Hermandad no consiguieron llegar a un acuerdo sobre un único candidato, la última decidió nombrar primero a Jairat Al-Shater y después a Mohammad Mursi en una medida que sorprendió a muchos. Los islamistas -los Hermanos Musulmanes y los salafíes- tampoco consiguieron acordar un candidato conjunto, lo que dejó a la Hermandad con Mursi y a los salafíes divididos entre Abdel Moneim Abul Futuh y Hazem Abu Islamil.

Finalmente, las fuerzas civiles y/o revolucionarias tampoco lograron llegar a un acuerdo, lo que implicó que Hamdin Sabahhi, Abul Futuh y Jaled Ali tuvieran que competir uno contra otro.

Por otra parte, quedó claro que el problema respecto a las elecciones presidenciales era que se celebraban en un momento en que la gente estaba completamente agotada tras año y medio de batallas en las calles, sin ninguna mejora palpable para el conjunto de los pobres y marginados del país. Y sucedió exactamente lo contrario; la permanente crisis política y las crecientes tasas de pobreza y desempleo fomentaron sentimientos antirrevolucionarios entre los pobres y marginados, tanto en las ciudades como en el campo.

Por tanto, si como mencionábamos antes, vemos la revolución como una lucha de eliminación mutua entre la democracia de la calle y la democracia de las urnas, las elecciones presidenciales se produjeron en un momento en que la democracia de la calle se había ido quedando cada vez más agotada. Esto significó que grandes sectores de la población habían en gran medida renunciado al cambio desde abajo y veían las urnas como la última oportunidad para escapar de un cuello de botella que parecía no tener fin.

La primera ronda de las elecciones vio el colapso de la posición política intermedia; el hecho de que Amr Musa y Abdel Moneim Abul Futuh, de quien la mayoría de los observadores pensaban que tenían las mejores posibilidades para ganar, fracasaran a la hora de reunir suficientes votos, reflejó la aguda división en la calle egipcia.

Sin embargo, las elecciones presidenciales fueron también un reflejo del síndrome de la «última oportunidad», que empujó a la mayoría de los votantes a asumir opciones más radicales y menos matizadas con la esperanza de que aportaran soluciones más concretas a una crisis inacabable.

El resultado fue el shock de la segunda vuelta. En esa vuelta, los dos grandes candidatos que estaban más lejos de la Revolución, Mohammad Mursi y Ahmad Sahfiq, compitieron por la presidencia en un contexto que hizo que incluso sectores aún más amplios de la población perdieran la esperanza en la democracia de las urnas; esto sucedió en un momento en que la democracia colectiva de la calle desde abajo había empezado ya a parecer inútil e improductiva.

La paradoja de las elites

Algunos pensaban que la victoria de Mursi en las elecciones presidenciales -especialmente después de su Declaración Constitucional de agosto de 2012 que marginó al CSFA del poder sin oposición- pondría fin al problemático período de transición. Ahí estaba un hombre que contaba con la mayor organización del país y que había conseguido alcanzar el poder y eliminar a todos sus competidores. Pero eso se acabó y no hay nada más que hacer.

Ahora, después de todo lo que se ha dicho y hecho, podemos decir que esta visión era bastante apresurada y prematura. La estabilidad tiene dos caras, cada de una de las cuales alimenta y se reproduce en la otra: la cohesión de la autoridad y el sometimiento de los sometidos.

¿Cómo se convierte en cohesiva una autoridad? ¿Cumpliendo los deseos de las masas rebeldes que la han puesto en escena a la fuerza? Tal vez. ¿Utilizando o uniéndose a otros movimientos fascistas o cuasi fascistas que utilizan la represión brutal para erradicar todas las semillas del rechazo y la rebelión? Tal vez.

¿Se debe a que la poderosa clase gobernante y la clase propietaria se han unido detrás de una única alternativa? Tal vez. Pero tal vez se deba también a una mezcla de todo lo anterior, que es lo que todos los autócratas triunfantes han hecho. Siempre mezclan la represión con las concesiones a fin de unificar los aparatos de la represión detrás de ellos. Nada de eso ha sucedido hasta ahora en Egipto y es poco probable que suceda en el previsible futuro.

Vamos a considerar primero la opción de «cumplir los deseos de las masas». ¿Hizo Mursi eso? ¿Es capaz de hacer eso? Por supuesto que no…

Los Hermanos Musulmanes en su totalidad forman parte del feo mundo neoliberal. Ya sea a través de su estructura de liderazgo (desde Hassan Malek hasta Jairat Al-Shater), su oportunista y deforme reforma histórica y su tendencia a reconciliarse con el viejo mundo al que pertenece, la Hermandad están intentando resolver la crisis socio-económica acudiendo cada vez más a los métodos neoliberales: austeridad presupuestaria, subidas de precios, reducción de los subsidios, reconciliación con la comunidad empresarial y firma de acuerdos con las imperialistas instituciones financieras y monetarias, como el Fondo Monetario Internacional. Esta es la fórmula diseñada para empobrecer a los pobres y enriquecer a los ricos.

¿Quién confía en que esa fórmula calme al movimiento social y laboral? ¿Quién confía en que se convierta en una fórmula para un nuevo contrato social que acabe con las tensiones y abra una nueva página sin inquinas?

En cuanto a la «extendida represión», a pesar del salvajismo de la policía, la cifra de personas asesinadas en los últimos meses y todo el maltrato en las calles y comisarías, no llegó a alcanzar el nivel necesario para sofocar el activismo público o acabar con la creciente inestabilidad. Mursi está tomando prestadas todas las viejas tácticas de Mubarak; pero, ¿quién dice que Mubarak y sus métodos son buenos en el mundo actual? En un momento en que las instituciones estatales están desmoronándose bajo el peso de la revolución, restaurar el control y la autoridad requiere mucho más que poner en marcha una maquinaria profesional represiva. Esto explica por qué las clases gobernantes necesitan del fascismo, ya sea populista o militar, para poner fin a la inestabilidad que acosa a la autoridad gobernante tras una revolución o rebelión de masas.

¿Podrían Mursi y su camarilla convertirse abiertamente en un aparato fascista? Desde luego que no, eso requeriría un cambio fundamental en la visión, naturaleza y pilares de la Hermandad, algo que ni se contempla ni es posible.

Por otra parte, ¿podría la actual o potencial autoridad gobernante aliarse con movimientos fascistas o cuasi fascistas para erradicar la revolución y todo el rechazo popular? No lo creo, porque esto necesitaría de un acuerdo generalizado en los pasillos del poder y dentro del sistema de gobernanza y el viejo régimen; un acuerdo cuya imposibilidad se revela en la lucha inacabable lucha interna y disputas entre la Hermandad y los militares, la Hermandad y los salafíes y la Hermandad y las fuerzas civiles de derechas.

Es aquí cuando la otra cara de la moneda se hace claramente patente: la cohesión de las fuerzas autoritarias y las clases dirigentes en general. La Declaración Constitucional del 22 de noviembre de 2012 y la posterior lucha a múltiples niveles mostraron lo frágil que realmente fue el fugaz momento de estabilidad general que hubo entre agosto y noviembre de ese mismo año.

Tras anotar buenos resultados en las elecciones presidenciales (a pesar del éxito final de Mursi), la oposición civil, incluida su ala derecha, pudo reconstituirse a sí misma en forma de nuevos partidos, incluyendo, entre otros, Hizb el-Dustur, la Corriente Popular, Egipto Fuerte y el Partido del Congreso.

La explosión del 22 de noviembre empujó a la mayoría de esas fuerzas (con excepción de Egipto Fuerte a formar una nueva coalición: el Frente de Salvación Nacional -FSN-). El FSN demostró ser capaz de promover movilizaciones a gran escala entre las clases altas, medias y bajas, así como entre algunos sectores de pobres y desposeídos (al-harafish). Y a pesar de su fracaso para desalojar del poder a los Hermanos Musulmanes (y a los salafíes), y a pesar de su naturaleza derechista, el FSN demostró que podía, hasta cierto punto, desestabilizar a la Hermandad e imponerse como parte del juego de poderes.

Sin embargo, el FSN es sólo otra fuerza de derechas. No es un sustituto radical de la Hermandad; es casi el mismo vino de siempre vertido en botellas nuevas. Por tanto, la lucha desde arriba continúa y la inestabilidad prosigue. Ahí es donde aparece el desmembramiento clásico que afecta a las fases post-revolucionarias socio-populistas. Las fuerzas que mayoritariamente no pertenecen a la revolución dominan la esfera política y compiten ferozmente por puestos de influencia en una estructura institucional podrida, en un contexto de arraigada y continua inestabilidad social. Aunque la competición continúa, las voces autoritarias se alzan cada vez más altas pidiendo poner «fin a la farsa de la inestabilidad» y exigiendo que se «gobierne con puño de hierro». Pero nadie es capaz de hacer eso.

Esta es la paradoja en la que las elites dominantes egipcias se encuentran actualmente. Es una paradoja que creo podría durar un tiempo muy largo con independencia de las aventuras marginales y los giros en la carretera.

Lo que exacerba aún más la situación es que el Frente de Salvación ha quemado a la oposición liberal tradicional y a la de izquierdas, en el sentido literal de la palabra. Porque después de levantar consignas radicales que piden la caída inmediata de Mursi, su constitución y toda la estructura política, y después de aliarse con los residuos del viejo régimen y la derecha extremista neoliberal, se dio la vuelta y volvió a abrir la puerta a los contactos con el régimen de Mursi y sus políticas, tomando parte en el referéndum sobre la constitución y discutiendo la opción de un gobierno de salvación nacional. Y los zigzags prosiguen.

Pero la revolución permanece

Después de todo eso, la pregunta que cabe plantearse es: ¿qué queda de la revolución? Mi respuesta es: queda mucho, queda muchísimo.

La historia nos enseña que a pesar de las evidentes condiciones sombrías, la situación actual de Egipto se abre a tres posibilidades futuras. La primera es el surgimiento de un estado de seguridad fascista o cuasi fascista capaz de resolver la situación aunque sea parcialmente (Hitler, Mussolini o incluso Putin). En este escenario, probablemente, los elementos de la alianza gobernante no cambiarán; lo que cambiará es el equilibrio y distribución de roles entre los elementos de la alianza.

La segunda posibilidad contempla que el actual estado de inestabilidad continúe durante un tiempo relativamente largo, similar a lo que vemos hoy en día en Pakistán, y que antes se vio en la República alemana de Weimar.

La tercera posibilidad es una nueva rebelión popular que, en mi opinión, es el escenario más probable, incluso aunque pasemos por un momentáneo e inútil período autoritario.

Lo que me motiva para decir esto no es un optimismo revolucionario infantil sin base en la realidad, sino más bien el hecho de que Egipto no está solo en el mundo y que la lucha política no está desconectada de sus raíces estructurales socio-económicas. Estamos viviendo un momento en el que el sistema neoliberal, impuesto en los primeros años de la década de los ochenta, está experimentando una larga y profunda crisis. Estamos también viviendo un momento en el cual el capitalismo, que formó la base de la estabilidad del sistema durante treinta años, desde la década que se inició en 1940 hasta 1970, no es capaz de experimentar una nueva recuperación importante.

El Egipto que está siendo testigo de la actual inestabilidad y que no parece saber cómo completar su transición democrática es el mismo Egipto que está preparado para un nuevo ciclo revolucionario. Ni las masas han sido derrotadas ni la crisis resuelta ni la autoridad fue capaz de ser autoritaria; lo que tenemos es un círculo vicioso que va a seguir girando hasta que la nueva oleada revolucionaria choque contra nuestras costas, bien sea mañana o en los próximos años.

Tamer Wageeh es un periodista egipcio de inspiración socialista.

 Fuente: http://www.arab-reform.net/crisis-without-end-story-egypt%E2%80%99s-democratic-transition