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Garzón, Egunkaria y el Estatut de Catalunya:

La transición española en el banquillo

Fuentes: Sin Permiso

Las últimas semanas se han visto políticamente sacudidas por la actuación de diferentes tribunales españoles. Primero, el juez instructor del Tribunal Supremo, Luciano Varela, se hacía eco de las acusaciones de dos organizaciones de ultraderecha y decidía proceder penalmente contra el juez Baltasar Garzón por la investigación de los crímenes franquistas. Unos días después, la […]

Las últimas semanas se han visto políticamente sacudidas por la actuación de diferentes tribunales españoles. Primero, el juez instructor del Tribunal Supremo, Luciano Varela, se hacía eco de las acusaciones de dos organizaciones de ultraderecha y decidía proceder penalmente contra el juez Baltasar Garzón por la investigación de los crímenes franquistas. Unos días después, la Audiencia Nacional absolvía a cinco periodistas y responsables de Egunkaria, un periódico vasco cerrado hace siete años por supuesta vinculación con ETA en el marco de un proceso caracterizado por múltiples vulneraciones de los derechos de los detenidos y de la libertad ideológica y de prensa. Finalmente, los sectores más conservadores del Tribunal Constitucional conseguían imponer una nueva postergación de la sentencia sobre el Estatuto de Autonomía de Catalunya, un texto aprobado hace más de tres años y medio por el 90% del Parlamento catalán, las Cortes Generales y un referéndum.

A partir de una lectura superficial, se podría pensar que estas decisiones no guardan demasiada relación entre sí. Bien vistas, sin embargo, son un reflejo bastante nítido de algunas de las principales hipotecas de una transición que la propaganda oficial ha querido modélica: desde la impunidad de los crímenes del franquismo y la ausencia de una genuina regeneración del aparato judicial heredado de la dictadura, hasta la falta de una respuesta adecuada a la cuestión del pluralismo territorial del Estado, comenzando por las reivindicaciones nacionales y culturales provenientes de Euskadi y Catalunya.

El tabú de la investigación judicial de los crímenes franquistas y las tribulaciones de un juez con muchos rostros

El proceso contra Garzón por supuesta prevaricación en la investigación del franquismo no puede desligarse de la férrea resistencia de la derecha española (y de parte de la izquierda) a revisar, sobre todo en sede judicial, el pacto de olvido que la transición supuso respecto de lo ocurrido durante la dictadura.

Las querellas presentadas contra Garzón no son actuaciones cualesquiera. En primer lugar, porque tras ellas se encuentran connotadas organizaciones de ultraderecha como Manos Limpias y Falange. Estas organizaciones han conseguido llegar a los tribunales las versiones más extremas de algunas de las tesis sobre la «memoria histórica» defendidas por el propio Partido Popular. Ello hubiera sido imposible, desde luego, sin el beneplácito de un sector importante del aparato judicial. Un aparato que, como recordó recientemente el ex fiscal Carlos Jiménez Villarejo, está lejos de haber roto sus vínculos con el régimen franquista.

Esta caracterización, desde luego, contrasta con la imagen de un Poder Judicial plenamente democratizado después de la transición. Sin embargo, es especialmente aplicable a algunas instancias jurisdiccionales como el propio Tribunal Supremo o la Audiencia Nacional, heredera del Tribunal de Orden Público, de infausta memoria. No sorprende, en ese contexto, que la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que admitió las querellas de los grupos ultra contra Garzón nombrara ponente en su momento al juez Adolfo Prego, un conspicuo opositor de la Ley de Memoria Histórica. Prego, de hecho, fue uno de los firmantes del manifiesto contra la ley impulsado por la asociación derechista DANAES (Defensa de la Nación Española) y es un confeso seguidor de las tesis de otro ultra, Pío Moa, sobre la legitimidad del levantamiento franquista.

Tampoco es un dato menor en todo este proceso que la acusación dirigida contra Garzón sea por prevaricación. La acusación contra Garzón, en efecto, no consiste en que haya interpretado la normativa vigente de una manera discutible e incluso errónea. De lo que se le acusa es de apartarse a sabiendas de ella, arrogándose una competencia de la que carecía y colocando, en el lugar de la ley, su «imaginación creativa». Según este punto de vista, investigar lo ocurrido en el franquismo podría ser legítimo en términos historiográficos o políticos. Pero no sería atendible jurídicamente, entre otras razones, porque supondría pasar por alto, de manera deliberada, la ley específica aplicable, que en este supuesto sería la Ley de Amnistía 46/1977.

Esta acusación de prevaricación es especialmente grave, puesto que comporta una restricción en los márgenes de lo jurídicamente discutible. La discrepancia en los criterios de interpretación de las leyes utilizados por otros jueces o tribunales deja de ser un corolario de la independencia judicial para convertirse en un acto delictivo. No carece de razón, en este contexto, que las asociaciones de víctimas hayan entendido que es Varela quien, en su ansiedad por presentar a Garzón como un delincuente de mala fe, incurre en prevaricación. Y ello no sólo por los reiterados errores fácticos existentes en su apresurado auto, sino también por su deliberada subestimación de ciertas normas jurídicas que marcan la imprescriptibilidad de los crímenes franquistas: desde los tratados internacionales sobre derechos humanos y contra el genocidio y la tortura ratificados por el Estado español hasta las propias interpretaciones que de la Ley de Amnistía ha realizado el Tribunal Constitucional.

La tosca instrumentalización que la derecha ha hecho de estos procesos y los despropósitos jurídicos cometidos contra Garzón han generado una enérgica movilización ciudadana y un cierre de filas de buena parte de la izquierda en torno a la figura del juez. Esta unanimidad, sin embargo, es bastante problemática. Sobre todo porque no permite advertir que, en buena medida, Garzón es, también él, una pieza de ese aparato judicial que se pretende denunciar, y desde esa perspectiva, está siendo víctima de un modus operandi que no le es ajeno.

En efecto, frente a la versión elegíaca de un Garzón convertido en paladín de los derechos humanos, resulta necesario recordar un currículo en el que abundan las sombras. Algunas de las más visibles, aunque no las únicas, son las que tienen que ver con las actuaciones del juez en materia de supuesta lucha contra el terrorismo. No es un secreto, por ejemplo, el activo recurso por parte de Garzón a la detención de personas acusadas de terrorismo en régimen de incomunicación, una modalidad de detención fuertemente cuestionada por organismos internacionales como el Comité para la Prevención de la Tortura en Europa o los diferentes Relatores contra la Tortura del Sistema de Naciones Unidas. Tampoco es desconocida la impasibilidad del juez que impulsó las causas contra los verdugos de Argentina o Chile frente a las denuncias de tortura llevadas a cabo por detenidos puestos a su disposición. Esta desidia, de hecho, fue constatada incluso por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, el cual llegó a sostener en 2004, a propósito de una operación policial desplegada en Barcelona en vísperas de los Juegos Olímpicos de 1992, y en la que resultaron detenidas treinta personas -la mayor parte ligadas al independentismo catalán-, que las investigaciones de Garzón no habían sido «suficientemente profundas y efectivas para cumplir con las exigencias de los tratados internacionales».

En estos y otros casos, la imagen del Garzón impulsor de la justicia universal se desvanece y deja lugar a la de un juez de la Audiencia Nacional responsable de algunas decisiones acaso no menos arbitrarias que las de sus actuales inquisidores. Estas actuaciones, lejos de probar la independencia de un juez que «va contra todos», reflejan una forma de ejercer la función jurisdiccional que ha provocado serias vulneraciones en derechos elementales de los detenidos, así como en la libertad ideológica y de expresión. El propio calvario atravesado por los periodistas y responsables de Egunkaria no podría entenderse sin una serie de prejuicios judiciales que el propio Garzón ha contribuido a cultivar y que hoy, por otras razones, se vuelven en su contra.

Egunkaria y el inquisitivo argumento de que «todo es ETA»

La historia del proceso penal emprendido contra el diario vasco Egunkaria es uno de los ejemplos más claros de los abusos en los que puede incurrir el aparato estatal cuando decide sacrificar derechos humanos elementales a la pretendida lucha contra el terrorismo. Egunkaria era, en su momento, el único periódico escrito totalmente en euskera en la comunidad autónoma vasca. Su nombre completo era Euskaldunon Egunkaria, que en lengua vasca significa «el diario de las personas que hablamos en vasco». El proceso de gestación de este periódico supuso una auténtica campaña popular, a la que se apuntaron 90.000 pequeños accionistas y en la que se recogieron 300.000 euros. Las bases de la campaña y de la futura Egunkaria, S.A. disponían que ninguna persona accionista podía acumular más del 10% de las acciones. El primer número se editó el 6 de diciembre de 1990. Llegó a tener más de 40.000 lectores.

Hace poco más de 7 años, el ejecutivo de José María Aznar, del Partido Popular, sumido en el espíritu inquisitorial de su segundo gobierno, azuzó a la Audiencia Nacional para que abriera un proceso contra el periódico. El antecedente inmediato era el cierre de otro periódico vasco, Egin, cierre que había tenido a Baltasar Garzón como uno de sus protagonistas principales. La misma doctrina aplicada a Egin, de hecho, se trasladó a Egunkaria, a pesar de que las pruebas de la Guardia Civil contra este periódico eran más endebles aún. Garzón no vio indicios para seguir con el caso, y el también juez de la Audiencia Nacional Juan del Olmo tomó la posta.

El 23 de febrero de 2003, fuerzas de la Guardia Civil irrumpieron a las 1:30 horas, por orden de del Olmo, en los locales del periódico, acusando a Euskaldunon Egunkaria de formar parte del conglomerado empresarial controlado por ETA. Cautelarmente, el periódico fue cerrado y sus principales responsables detenidos. Después de permanecer cinco días incomunicados, el juez ordenó prisión para cinco arrestados (su director, Martxelo Otamendi, junto a Xabier Oleaga, Txema Auzmendi, Iñaki Uria y Joan Mari Torrealdai) (1). Los cinco arrestados denunciaron torturas (2). El 4 de noviembre de 2004 el juez procesó a ocho directivos incluido a una persona ya muerta en aquellos momentos, Joxemi Zumalabe. El 15 de diciembre de 2006, el propio fiscal, ante la inconsistencia de las acusaciones, pidió el archivo del caso. Aún así, el 10 de mayo de 2007, la Audiencia nacional acordó seguir con el proceso con la única acusación de dos organizaciones ultraderechistas, la Asociación de Víctimas del Terrorismo, y Dignidad y Justicia.

El 12 de abril de 2010, siete años después de los hechos iniciales, una contundente (y poco usual en estos casos) sentencia firmada por los magistrados de la Audiencia Nacional Javier Gómez Bermúdez, Ramón Sáez Valcárcel y Manuela Fernández de Prado ha venido a certificar el carácter kafkiano de todo la historia.

Con arreglo a la decisión judicial, nada hay en la investigación que permita acreditar la supuesta vinculación con ETA. Por el contrario, teniendo en cuenta los hechos probados, el cierre cautelar de Egunkaria aparece como una medida carente de cobertura constitucional que ha producido severos prejuicios a los acusados, a los lectores en euskera y a la propia libertad de prensa. Incluso las denuncias sobre malos tratos y torturas sufridos por los procesados durante la detención incomunicada se consideran compatibles con lo expuesto en los informes médicos. Y si bien no se extraen conclusiones jurídicas penalmente relevantes sobre el particular, se constata en cambio, «que no hubo un control judicial suficiente y eficiente de las condiciones de la incomunicación».

Según los magistrados, el sumario gira en torno, no a pruebas fundadas y a indicios claros, sino a inferencias y especulaciones. Nada hay que acredite la «financiación ilícita» del periódico o el «desvío de fondos» hacia ETA. Ni siquiera un artículo que permita colegir que el rotativo sirviera a los intereses de la banda armada. Sólo un prejuicio, asumido por los informes policiales y por el propio juez instructor: «la estrecha y errónea visión -en palabras de los magistrados- según la cual todo lo que tenga que ver con el euskera y la cultura en esa lengua tiene que estar fomentado y/controlado por ETA».

«La aplicación a Egunkaria de la lógica bushiana de justicia política preventiva y vengativa -ha escrito en estos días Ramón Zallo, catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad del País Vasco- es probablemente el mayor escándalo reciente del sistema de la justicia española». Y aunque la sentencia del juez Bermúdez viene a restaurar un principio elemental de justicia, es difícil creer que el peligro de que se reproduzcan casos similares haya sido erradicado.

Los daños que el cierre de Egunkaria han supuesto para la existencia del propio periódico, para los derechos de sus lectores y lectoras, para las 150 personas que se quedaron sin trabajo cuando clausuraron el periódico… son difícilmente reparables. Las palabras del editorial de El Periódico de Catalunya del 14 de abril expresaban exactamente esta idea: «[la sentencia] es una inequívoca victoria de la libertad de expresión de la que todo demócrata debe congratularse, pero también un preocupante ejemplo de que la justicia no está exenta de comportamientos anómalos y sesgados que causan daños irreparables: el periódico que en el 2003 un magistrado cerró indebidamente, con argumentos inconsistentes, difícilmente volverá a publicarse aunque sus responsables sean indemnizados, y, en todo caso, el golpe moral padecido es irreversible.»

En realidad, la hipótesis según el cual todo aquello que tenga que ver con el euskera y con la cultura en esa lengua está vinculado a ETA es un prejuicio fuertemente arraigado en ciertos ámbitos jurisdiccionales. Un prejuicio que no sólo ha contribuido al cierre de periódicos, sino también a la criminalización de entidades asociativas e incluso a la ilegalización de partidos políticos. Es más, podría decirse que se trata de un mensaje machaconamente lanzado tanto desde la derecha más rancia, como desde un sector importante del PSOE y de otros partidos como la Unión Progreso y Democracia, de Rosa Díez.

Intelectuales y políticos vinculados a estos espacios han justificado sin tapujos, a lo largo de estos siete años, los dislates jurídicos hoy denunciados por la sentencia de la Audiencia. Esta actitud, sin embargo, no es excepcional: refleja una actitud frecuente que convierte cualquier reivindicación vasquista (o catalanista) en una inequívoca expresión de nacionalismo excluyente, cuando no en la antesala del terrorismo. Esta animadversión frente a cualquier reivindicación que, de manera directa o indirecta, pueda poner en cuestión la idea de una nación española «única», «indivisible» y lingüísticamente homogénea, es el reflejo claro de un nacionalismo de Estado empeñado en no asumirse como tal. Este nacionalismo no siempre se expresa a través de las formas brutales que lo caracterizaron durante la dictadura franquista. Sin embargo, permea molecularmente las relaciones de poder en el ámbito judicial, legislativo y comunicacional, y opera como un muro infranqueable contra la democratización territorial del Estado.

El Estatut de Catalunya ante el Tribunal Constitucional: la frustrada segunda transición

La noticia de una nueva postergación de la sentencia sobre el Estatut de de Catalunya viene a corroborar, de hecho, las enormes dificultades del Estado español para reconocer su pluralidad nacional y cultural interna.

No es ocioso recordar, a estas alturas, que el texto original del Estatut fue aprobado por el 90% del Parlament de Catalunya hace la friolera de cinco años y medio. El objetivo de la reforma era poner sobre la mesa algunas de las cuestiones ligadas al autogobierno que, según el discurso oficial, no habían podido tratarse adecuadamente durante la transición. A pesar de la amplia mayoría conseguida, su aprobación debió atravesar todo tipo de obstáculos políticos y jurídicos.

De entrada, el presidente del Partido Popular, Mariano Rajoy, anunció una recogida de firmas para que se celebrara un referéndum en todo el Reino de España que bloqueara la reforma. El texto, sin embargo, fue discutido en las Cortes, donde fue sometido a recortes importantes. Estos recortes fueron celebrados por el propio presidente de la Comisión Constitucional del Congreso, Alfonso Guerra, dirigente del PSOE, quien se ufanó de haberse «cepillado el Estatuto».

Finalmente, el texto modificado por las Cortes fue sometido a referéndum en Catalunya. En un proceso en el que se combinaban la resignación, el desencanto y la percepción de que, pese a todo, se habían dado algunos pasos adelante, el Estatut obtuvo un 73,9% de votos a favor. La abstención fue considerable -un 50,59%- aunque menor que la alcanzada en otros referendos europeos e incluso autonómicos.

Aprobado como ley orgánica, el Estatut entró en vigor en julio de 2006. Al poco tiempo, se presentaron siete recursos de inconstitucionalidad en su contra. El Partido Popular impugnó 114 de los 223 artículos del Estatut, argumentando que se trataba de una «Constitución paralela». El Defensor del Pueblo español, el dirigente del PSOE Enrique Múgica Herzog, por su parte, recurrió 112 artículos y cuatro disposiciones adicionales.

Muchos de los asuntos impugnados serían perfectamente admisibles en un Estado federal o con vocación federalizante. Otros se encuentran ya recogidos en leyes y normas cuya constitucionalidad nadie discute. Y otros por fin, se reproducen de manera casi exacta en otros Estatutos ante los que la derecha ha mantenido absoluto silencio.

Los numerosos elementos que avalan la constitucionalidad del Estatut aprobado (y recortado) por las Cortes Generales no han impedido, en todo caso, que la sentencia se haya convertido en una nube espesa que sobrevuela de manera incómoda el panorama político. Transcurridos más de tres años y medio de la presentación de los recursos, el llamado bloque «conservador» del Tribunal ha conseguido, una y otra vez, frustrar cualquier proyecto de decisión que no salvaguarde la indisoluble unidad de la nación española frente a lo que, en el fondo, se considera una operación separatista. Este enroque, en realidad, se ha visto favorecido por la complicidad de algún miembro del llamado bloque «progresista» y por la propia actitud del gobierno central, que ha convertido su inicial compromiso en «aceptar el Estatut que salga del parlamento catalán» en una actitud errática frente a la presión conservadora.

Más allá de la lectura específica que pueda hacerse de estos hechos, lo cierto es que certifican las enormes dificultades para acometer una segunda transición capaz de superar los condicionamientos autoritarios que han marcado la primera. Tanto en el caso de los crímenes del franquismo como en la actitud frente a la cuestión vasca y catalana, la derecha ha demostrado una fuerza considerable a la hora de imponer su agenda. Esta hegemonía debe mucho a la actitud de una parte de la izquierda y de las fuerzas democráticas que no han querido, no han podido o no han sabido impulsar una agenda alternativa.

Con todo, es posible vislumbrar algunos signos esperanzadores. Los intentos de bloquear la investigación judicial de los crímenes franquistas han desatado una movilización ciudadana enérgica que viene a reforzar la lucha colectiva y anónima llevada a cabo a lo largo de estos años por decenas de asociaciones de víctimas de la dictadura. A veces esta movilización se ha centrado en la defensa de Garzón, y en ocasiones ha exhibido una posición crítica frente a la figura del juez, pero en todos los casos ha acertado en denunciar la instrumentalización del aparato judicial por parte de la ultra-derecha y de algunos herederos del antiguo régimen. En el caso de Egunkaria, si bien la sentencia absolutoria no ha cerrado el asunto, ha sido vivida como un triunfo por quienes llevan tiempo denunciando los atropellos cometidos en nombre de la lucha contra ETA y no es impensable que pueda contribuir a abrir otros debates en Euskadi que hoy permanecen encallados. La incertidumbre, por fin, generada por la sentencia sobre el Estatut de Catalunya, ha generado también una importante reacción de la sociedad civil catalana en defensa de su identidad nacional y del más amplio derecho al autogobierno y a decidir el propio futuro.

Son este tipo de movilizaciones, en definitiva, las que, más allá de su complejidad y sus tensiones internas, pueden proporcionar el impulso regeneracionista capaz de superar los límites de una transición política a la que hace tiempo le ha llegado la hora de sentarse en el banquillo de los acusados.  

NOTAS:

(1) Joan Mari Torrealdai, académico de la Lengua Vasca y uno de los cinco directivos ahora absueltos, escribía el pasado enero: «De todo lo que se llevaron, calculo que tan sólo un 0,1 % tendría relación con Egunkaria

(2) «Pasé tres días enteros de pie. Sólo me permitieron sentarme, que no dormir, por periodos de unos veinte minutos cada cuatro cinco horas. (…) Lo primero que me dijeron es que `este viaje dura cinco días, si nos das la información que queremos sólo pasarás un mal día y descansarás tranquilamente, (…) pero queremos que sepas que aquí canta todo dios, o sea que empieza a cantar cuanto antes que será mejor para ti’. (…) Alegué durante todos los interrogatorios el derecho de los profesionales de la información a acogernos al secreto profesional. Cada vez que apelaba a ese derecho la reacción de los agentes era de insultarme a mí, a la Constitución española, al sistema de libertades, a la Audiencia Nacional, al juez Garzón,… con frases como `nos pasamos por los cojones la puta Constitución, los jueces, las libertades, la democracia,…’ Estando de pie me colocaron, tocando la sien izquierda, un objeto metálico que hizo un sonido semejante al que hace una pistola en las películas. Inmediatamente después me hicieron tocar una pistola con la mano. (…) Fui objeto de humillaciones y vejaciones homofóbicas, me amenazaron con difundir por internet fotografías relacionadas con mi vida privada. (…) Me colocaron un plástico en la cabeza por dos veces, lo aprietan al cuello pero sin ahogar. Entre las dos sesiones de la práctica del plástico, solicité a mis interrogadores que dieran fin a aquella situación dándome un tiro». Declaraciones de Martxelo Otamendi. 

Gerardo Pisarello y Daniel Raventós son miembros del Comité de Redacción de SinPermiso

Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=3261