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40 años del motín en la cárcel de Badajoz

La última llamarada

Fuentes: Rebelión

«En este lugar maldito donde reina la tristeza, no se castiga el delito, se castiga la pobreza». Inscripción anónima en la Cárcel Modelo de Barcelona 24 de julio de 1978, son las once de la noche. 27 presos, de los 98 que componen la población reclusa de la cárcel de Badajoz, inician un motín. Los […]

«En este lugar maldito

donde reina la tristeza,

no se castiga el delito,

se castiga la pobreza».

Inscripción anónima en la Cárcel Modelo de Barcelona

24 de julio de 1978, son las once de la noche. 27 presos, de los 98 que componen la población reclusa de la cárcel de Badajoz, inician un motín. Los internos, que han sido autorizados a ver la programación de televisión hasta el final, comienzan a amontonar colchonetas y mantas a lo largo de los pasillos y le prenden fuego. El incendio salta a todas las dependencias de la cárcel y adquiere proporciones grandiosas cuando se propaga al taller, donde se apilan 24 toneladas de madera para parqué, que han sido elaboradas con el trabajo de los presos.

Arde la cárcel, Badajoz se convierte en el último reducto del gran movimiento de los presos sociales en la Transición, la última llamarada, la última esperanza. Los amotinados se han hecho con la enfermería, el economato y con todos los compartimentos de la prisión. Rápidamente llegan miembros de la policía armada, la Cruz Roja y los bomberos. Estos últimos acceden al interior pero los amotinados se niegan a que vuelvan a entrar. Los bomberos, a pesar de ello, conseguirán controlar el incendio desde fuera, a las dos de la mañana. Mientras tanto todos los presos permanecen en los patios o en los tejados de la cárcel. Y, desde allí, impiden que los policías entren en el recinto de la prisión, lanzándoles una gran cantidad de tejas.

A la 1:30 de la madrugada un grupo de jóvenes que reclama amnistía en las cercanías del penal es disuelto por la policía, que detiene a quince de ellos. «Entre estos jóvenes hay familiares directos de personas notables de la ciudad, todas de conducta intachable», señala con picardía la noticia del diario Hoy. Y en la cárcel, durante toda la noche continúa el pulso con lanzamiento de bengalas, balas de goma y botes de humo por parte de las fuerzas de seguridad. El motín resiste hasta las diez de la mañana. Parece increíble pero no se ha producido ningún herido grave. Sólo uno de los funcionarios de prisiones ha de ser atendido por quemaduras, y es entre los penados donde se ha originado un mayor número de accidentados: uno de ellos se ha autolesionado en un brazo y otros tres han sufrido heridas leves por impacto de balas de goma.

La prisión ha quedado casi totalmente destruida pero, sorprendentemente, ni el altar de la capilla ni las imágenes religiosas han sufrido el menor daño. Es cuando menos curioso que estos bárbaros desenfrenados e ignorantes, como insiste en presentarlos el poder, cuiden de no agredir los sentimientos religiosos de nadie ni tampoco la integridad física de ningún funcionario. «Los reclusos, según el secretario del centro, no han solicitado ninguna reivindicación», afirma el ABC, abundando en esa caricatura de los insurgentes, que los muestra enfermos de rencor y carentes de inteligencia.

Pero para darse cuenta de la puerilidad de esa argumentación basta reparar en que el mismo 24 de julio se alzan otros dos motines en las cárceles de Pontevedra y Teruel. Y al día siguiente una nueva rebelión de presos estalla en la cárcel provincial de Málaga. Es decir, que la revuelta de Badajoz forma parte de un proceso general de movilización de los presos sociales, un verdadero movimiento social y no una simple cadena de protestas deslavazadas. También en Pontevedra y Málaga los motines irán acompañados de incendios de la prisión y en el caso de Teruel serán 17 jóvenes reclusos los que se autolesionen, rajándose los brazos y tragándose objetos metálicos.

El director general de Instituciones Penitenciarias, Carlos García Valdés, reconoce días después que el motín más grave ha sido el de Badajoz y estima que los daños ocasionados ascienden a 43 millones de pesetas. El responsable político, un abogado de trayectoria progresista que ha sustituido en el cargo a Jesús Haddad, asesinado por los Grapo, afirma que en la protesta de los presos «aletea el indulto general, que no se va a conceder». Anuncia que habrá ley penitenciaria y reforma del código penal, pero no indulto general. Y amenaza: «Si otra vez los internos empiezan a presentar una dialéctica pueril se van a encontrar con medidas a la altura de las circunstancias». Aunque no lo mencione por su nombre, García Valdés está refiriéndose a un insólito movimiento que ha arraigado con enorme fuerza entre los presos: la COPEL.

La Copel: ¡Abajo los muros de las prisiones!

«¿Qué es una ganzúa comparada con un título de crédito? ¿Qué es atracar un banco comparado con fundarlo?» (Bertolt Brecht)

Durante los años centrales de la transición, la Coordinadora de Presos en Lucha (COPEL) sostendrá un durísimo pulso con el estado que emerge del régimen franquista. Entre 1976 y 1978, va a poner en pie un gran movimiento de apoyo mutuo y de solidaridad. La COPEL, a pesar de las extraordinarias dificultades en las que se desenvolverá, será capaz de interpretar las ansias de dignidad de los presos e interpelará a la sociedad y al poder político sobre la falta de legitimidad democrática de un aparato represivo que permanecía intacto.

Los presos comunes se reivindicarán a sí mismos como presos sociales. Con ese término, utilizado por los presos anarquistas en los años veinte y treinta, subrayan su condición de víctimas, al mismo tiempo de la miseria y de la dictadura. De la pobreza extrema, del hambre, del paro y también de los aparatos represivos del estado. El caso de Eleuterio Sánchez, El Lute, condenado a dos años de cárcel por robar tres gallinas, se convertirá en uno de los exponentes más representativos. Durante el franquismo, España es un inmenso calabozo, pero especialmente lo es para los rebeldes y para los más pobres. Entre 1960 y 1975, el 80% de los presos españoles son emigrantes del campo a la ciudad. La ley de vagos y maleantes, primero, y la ley de peligrosidad y rehabilitación social, después, a partir de 1970, se convierten en los instrumentos arbitrarios para domar pobres y doblar rebeldes. No hace falta cometer delitos para acabar en la cárcel, basta con pertenecer a un grupo social sospechoso o susceptible de conductas «amorales o reprobables» (gitanos, homosexuales, vagabundos, mendigos, bandas juveniles, consumidores de drogas…). De los 14.000 reclusos que siguen entre rejas al final del franquismo más de 8.000 han sido condenados por estas leyes clasistas, racistas y homófobas.

El movimiento de presos sociales nacía de ahí, del dolor, de la humillación y de la rabia. Pero también del aprendizaje de otros hermanos de clase, que habían cultivado la comuna en las cárceles, el estudio y la lucha colectiva: los presos políticos. «Eleuterio, te veo muy mal, muy amargado. Tú tienes una condena larga. Piensa una cosa, que Franco es más viejo que tú y se tiene que morir. Entonces saldrás y podrás ayudar a los tuyos, a los mercheros. Piénsalo«. Al parecer, esto le dijo en la cárcel el panadero y dirigente comunista Simón Sánchez Montero a Eleuterio Sánchez. «Fueron mágicas aquellas palabras, a partir de este momento me declaré estudiante a perpetuidad«.

El 30 de julio de 1976 el gobierno de Suárez dicta la primera amnistía y los presos sociales se quedan fuera. Entonces fue cuando «los presos se subieron por primera vez a los tejados de las prisiones«, recuerda el historiador César Lorenzo Rubio, autor de «Cárceles en llamas», un magnífico libro sobre el movimiento de los presos sociales en la Transición. A finales de 1976 se funda la COPEL, en Carabanchel. Y comienza una cadena de motines y una lucha que adquirirá una potencia extraordinaria, combinando reivindicaciones relacionadas con las condiciones cotidianas de vida con otras demandas más políticas, como la derogación de la ley de peligrosidad social o la depuración de jueces, policías y carceleros involucrados con la dictadura.

El 18 de julio de 1977 -la fecha fue elegida a conciencia, como manifestación de lucha antifranquista- comienza en la cárcel de Carabanchel un motín que consagrará al movimiento y se extenderá por todo el país. Daniel Pont, uno de los fundadores de la COPEL, lo cuenta de modo emocionado: «Siete compañeros se subieron al tejado, y el resto, unos 25, nos autolesionamos y, al ser trasladados a la enfermería para cosernos, unidos del brazo y chorreando abundante sangre, comenzamos a cantar el himno de la COPEL, basado en la música de Bella Ciao, creándose una energía especial que impulsó a que cientos de presos se sumasen al motín. Conseguimos subir a los tejados de Carabanchel. Y durante cuatro días se mantuvo la lucha contra los antidisturbios«.

El motín de Carabanchel se multiplica con rapidez. Barcelona, Valencia, Valladolid, Cádiz, Sevilla, Granada, Las Palmas… «Las cárceles de toda España eran una gran pira donde se quemaban colchones, puertas y cualquier otro enser disponible» (César Lorenzo). Los presos de Badajoz se suman también con entusiasmo. 55 de ellos se amotinan y se suben a los tejados al día siguiente. Justo frente al penal la policía disuelve un intento de «sentada solidaria» organizada por los estudiantes.

El 19 agosto de 1977 los presos sociales de la cárcel de Badajoz vuelven a la carga. Ahora son treinta los presos que participan en la revuelta. Otra vez en los tejados, otra vez esquivando y soportando los botes de humo. «Los reclusos, dirigiéndose a las personas congregadas en las afueras de la prisión, piden la dimisión del director y del médico de la prisión, así como una reforma del régimen de prisiones y de la ley de peligrosidad social, acompañando sus peticiones con gritos de amnistía y libertad», describe la noticia de ABC. El movimiento ha cuajado y cataliza el apoyo creciente de sectores significativos de la población.

Pero el poder se inquieta y maniobra. Aprende también de los errores, organiza la división de los presos más activos. Por un lado, comienza a incorporar el modelo de las cárceles alemanas, basadas en el aislamiento: Herrera de la Mancha es el nuevo paradigma. Por otro lado, eleva el nivel de la represión, así el 14 de marzo de 1978, es asesinado en Carabanchel Agustín Rueda, un joven de 25 años, activista de la COPEL, a consecuencia de las palizas de la policía.

El movimiento de presos tiende a fragmentarse pero parece que, a pesar de todo, se abre una expectativa de negociación. El núcleo dirigente de la COPEL, se dirige a los compañeros el 19 de abril, desde la prisión de El Dueso: «El incendio por el placer de destruir o quemar no nos lleva a la consecución de nuestros objetivos«. Hay que perseverar en las huelgas de hambre y en las autolesiones, indican. Pero cinco semanas después se produce una fuga espectacular en Barcelona, se rompen las negociaciones y la persecución a la COPEL se intensifica. El gobierno redacta una ley general penitenciaria mejorando algunas mejoras para los presos, implanta el vis a vis e incrementa los permisos de salida, aunque de forma discrecional; pero cierra el paso a cualquier medida estructural de reforma. Y, al tiempo, la heroína empieza a entrar a saco en las cárceles. La revuelta empieza a remitir y, tras los motines del verano, la COPEL comienza a disolverse.

Han pasado ya cuarenta años desde aquella explosión de empoderamiento de los presos. Y las prisiones españolas siguen estando «llenas de pobres, enfermos y drogadictos», como corroboró en 2009 nada menos que Mercedes Gallizo, por entonces secretaria general de Instituciones Penitenciarias. Le faltó completar la frase: las cárceles están llenas de pobres y los palacios llenos de delincuentes. Las luchas de la transición siguen mostrando heridas no cerradas y caminos por andar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.