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Las bombas posadas en Washington

Fuentes: Rebelión

Washington quiere argumentos. Y se los pide a otros. Tal vez precave por aquello de que «quien da lo que tiene, a pedir se queda». Solo que en este caso debería dar, y hasta pedir, lo mismo que les está exigiendo a otros. Al rechazar el arresto de Luis Posada Carriles para que sea juzgado […]

Washington quiere argumentos. Y se los pide a otros. Tal vez precave por aquello de que «quien da lo que tiene, a pedir se queda». Solo que en este caso debería dar, y hasta pedir, lo mismo que les está exigiendo a otros.

Al rechazar el arresto de Luis Posada Carriles para que sea juzgado como terrorista en Venezuela el gobierno norteamericano vuelve a demostrar la doble moral que lo acompaña.

El «espalda mojada» de la Casa Blanca no es un simple inmigrante. Es un miembro activo de grupos extremistas que han ejecutado allí 330 acciones terroristas desde el año 1959.

Datos bien fundamentados de la Seguridad del Estado de Cuba revelan que diez estados de la Unión han sufrido el delirio criminal de los grupos anticubanos.

Entre los objetivos de los atentados con bombas y asesinatos no solo han estado intereses o personas simpatizantes con Cuba, sino también oficinas gubernamentales norteamericanas, estaciones aéreas, puertos, barcos, o la propia sede de Naciones Unidas.

La Florida, donde estuvo refugiado más de dos meses sin ser molestado Posada Carriles, ha sido testigo de 204 ataques de estos extremistas, seguida de Nueva York con 81; Washington y Nueva Jersey, ambas con 15; Los Ángeles y Cayo Hueso, con cinco cada uno; Chicago con dos, y Tampa, Atlanta e incluso la distante Alaska con uno cada uno.

Es una estadística escalofriante que rebasa con mucho las acciones perpetradas por cualquier otro grupo terrorista en suelo norteño, y que sin embargo ha contado casi siempre con la «vista gorda» de las autoridades ante esos hechos,.

La administración Bush parece no querer calibrar en su justa medida la peligrosidad de Posada y su consorte: la mafia terrorista de Miami, cuyos integrantes ahora se desgañitan en las esquinas de Miami llamando «luchador por la libertad» al terrorista. Son los mismos que al ser devuelto el niño Elián González a su padre, levantaron barricadas en la ciudad floridana, amenazaron con disparar a los agentes del FBI y quemaron en plena calle la bandera norteamericana.

Por poner bombas en su territorio, volar aviones y quemar su bandera, Estados Unidos ha invadido a Afganistán e Iraq, matando a decenas de miles de civiles. Sin embargo, en su propio territorio, a la mafia que soporta y apoya a Posada Carriles nunca le ha pasado nada.

Parece que papá Bush no le ha contado muy bien a su hijo, actualmente alquilado en la Casa Blanca, que cuando asumió como director de la CIA, en enero de 1976, tuvo que sudar mucho para intentar parar la ola de atentados de esa misma pandilla terrorista miamense.

Solo en diciembre de 1975 hicieron estallar ocho bombas, en menos de 24 horas, en oficinas gubernamentales de la ciudad. Y la cadena de actos criminales no terminó ahí; en solo 18 meses, más de cien bombas habían explotado en el área de Miami, en atentados que involucraron hasta las mismísimas dependencias del Departamento de Justicia, el Cuartel General de la Policía o la sede del FBI.

Lo delicado y contraproducente -quizá lo que tiene atados de pies y manos a Bush y a su administración para no actuar como debiera- es que teme a las confesiones de los asesinos. Ya se conoce, por ejemplo, que durante el mandato del padre en la CIA se creó el CORU de Bosch y Posada Carriles, responsable también de más de 50 bombas dentro y fuera de territorio norteamericano.

Las misma justicia estadounidense debería preguntarse cuál es la implicación de Posada Carriles en el asesinato del presidente norteamericano John F. Kennedy; o la de Orlando Bosch en la muerte de la norteamericana Ronni Moffitt, secretaria del ex canciller chileno Orlando Letelier, a quienes hicieron volar en pedazos al situarle una bomba en su vehículo.

Incluso al mismo Departamento de Seguridad Interior que ahora lo trata como a un santo en su «cárcel» de El Paso, debería inquirír cómo fue posible que Posada entrara y se paseara por Miami sin ser molestado. O aclarar, como revelan documentos desclasificados por Cuba recientemente, qué hizo Posada Carriles cuando viajó «discretamente» a Miami en agosto de 1997 y en abril de 1998, justo en el mismo momento en que en Cuba estallaban bombas como las que costaron la muerte del turista italiano Fabio Di Celmo.

Aupar, esconder a Posada Carriles, incluso indultar a su compinche Orlando Bosch después de la voladura del avión cubano en 1976, sirvió de estímulo, de ejemplo, a otros terroristas como los que utilizaron aviones en vez de misiles para atentar contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono.

Deportar a Posada Carriles a Venezuela, donde debe responder por numerosos crímenes cometidos tanto fuera como dentro de ese país, no es solo una cuestión de justicia con Cuba, Guyana y Corea, cuyos ciudadanos perecieron en el atentado de Barbados. Es, también, una forma hacer justicia a los mismos ciudadanos norteamericanos.