Ante una catástrofe, la tibieza de las administraciones no debería ser correspondida con la docilidad de los administrados. La mayoría de los afectados por las catástrofes climáticas de los últimos años en Tenerife siguen hoy insatisfechos y se arrepienten de no haberse organizado para arrancar la eficacia en la reparación de los daños. Las administraciones […]
Ante una catástrofe, la tibieza de las administraciones no debería ser correspondida con la docilidad de los administrados. La mayoría de los afectados por las catástrofes climáticas de los últimos años en Tenerife siguen hoy insatisfechos y se arrepienten de no haberse organizado para arrancar la eficacia en la reparación de los daños. Las administraciones se resisten a admitir oficialmente que la ola de calor de julio pasado fue una catástrofe climática. Se habla por separado de los fallecimientos e ingresos hospitalarios por los efectos del calor intenso, de las pérdidas del 70% y superiores en la agricultura, de las pérdidas en animales de granja evaluadas en más de 70.000 ejemplares en ambas provincias, de un 25% de la superficie arbórea del archipiélago quemada con más de 13.000 personas evacuadas y cientos de propiedades y viviendas afectadas.
Las tormentas de 1999, 2002 y 2005 motivaron que se estudiara la declaración de zona catastrófica a instancias de organizaciones agrarias y de todas las administraciones, pero ante la ola de calor de 2007 se rehuye valorar los daños oficialmente como una catástrofe sin precedentes. Se minimizan las hectáreas quemadas y se renuncia a sumar las hectáreas de cultivos dañados por las altas temperaturas. Sumando esa extensión agraria y forestal con las perdidas familiares y empresariales no se explica que en aquellos casos se pidiera la declaración de zona catastrófica y ahora no.
Cuando al finalizar los incendios se habló de «éxito» en la extinción, en realidad era un fracaso: se había fracasado frente a los conatos iniciales y, a partir de ese instante, el incendio liberado por las condiciones climáticas no fue controlado en ningún momento. Acompañar un incendio sin víctimas mortales no debería considerarse un éxito, sino una suerte. Tampoco es un éxito descargar esa responsabilidad sobre el pirómano porque provocar un gran incendio parece mayor negocio que impedirlo en un mercado laboral precario y con creciente transferencia de fondos públicos a empresas privadas. Se suma la escasa rentabilidad económica directa del bosque, con la precariedad y conflictividad laboral que afecta a los servicios públicos de emergencia en Tenerife (bomberos, ambulancias y también, personal forestal), y con la subcontratación privada de esos servicios, que maximiza sus beneficios con presupuestos públicos crecientes y condiciones laborales «incendiarias».
El 7 de marzo de 2007 se publicó el nombramiento de los seis funcionarios ingenieros de montes encargados del servicio de extinción en las distintas zonas de Tenerife, entre ellos el director del Comité Insular de Emergencia por Incendio Forestal, Humberto Gutiérrez. El Cabildo adjudicó el 16 de abril el contrato de servicio para el refuerzo del operativo de extinción de incendios a la unión temporal de empresas (UTE) formada por Einfor, Europa Agroforestal y Consultoría Natutecnia, por un importe de 1,4 millones de euros. El 27 de julio, tres días antes del incendio, adjudicó por otros 750.000 euros un proyecto de selvicultura en la red principal de fajas auxiliares en la Corona Forestal para prevenir los incendios, y aprobó un proyecto de ordenación de combustible en las áreas cortafuegos por otros 183.000 euros, para desbroce de matorral, fayal-brezal y tratamiento de Monteverde. Una vez extinguido el incendio, el Cabildo anunció a los afectados la contratación masiva de «restauradores» forestales, y Humberto Gutiérrez afirmó que tendría que invertir otro millón de euros en la contratación de empresas especializadas en limpieza de cauces de barrancos y en labores contra inundaciones. Las actuaciones forestales contratadas por el Cabildo a empresas privadas podrían sumar en 2007 casi tres millones y medio de euros (más de 500 millones de pesetas). Con esos antecedentes, la intervención frente al conato inicial parece haber sido tan negligente que los afectados quizá deberían investigar las relaciones y posibles conflictos de intereses entre el servicio público de extinción de incendios y los servicios privados subcontratados, por si hubiera lugar a una reclamación por daños y perjuicios. No es el pirómano, sino el clima. Pero el clima en condiciones neoliberales es todavía más incendiario, como asumió la reforma de la Ley de Montes al prohibir la especulación con los terrenos y la madera de las zonas incendiadas, por ser motivo de fuegos intencionados. Hay que asumir también que la prevención y extinción es otro uso económico del monte, cuya actividad depende del fuego, y empezar a pensar en cómo «vigilar al vigilante».
«El que lo hizo, eligió el peor momento y el peor sitio», concluía Jesús Agüera, jefe del Grupo de Predicción de Canarias del Instituto Nacional de Meteorología (INM). Si dentro de los tres últimos años se han dado los dos años más cálidos de los últimos 30, en adelante debemos prepararnos para índices de peligro de incendio recurrentes, aunque el combustible de nuestros bosques ya se haya consumido en las áreas quemadas (que es una ventaja, pero también un riesgo de degradación y avenidas). Grandes lluvias y grandes olas de calor tienen una causalidad común, con cantidades de energía acrecentadas puntualmente por el calentamiento global. Según el INM, en 2003 se vivió en la Península una ola de calor con máximos muy por encima de los conocidos desde 1961. En 2004 la media de máximas fue el máximo valor desde 1920 en Santa Cruz de Tenerife y en Izaña, y en las cuatro islas occidentales se llegaron a alcanzar valores medios de carácter extremadamente cálido, es decir, con temperaturas medias invernales superiores a cualquier invierno del Periodo de Referencia (1971-2000). Lo mismo ocurrió en 2005 en las islas orientales. Al mismo tiempo, hubo lluvias que alcanzaron valores de muy húmedo, e incluso de extremadamente húmedo en algunas de las islas más occidentales. Durante la ola de calor de julio pasado se superaron los registros de temperatura máxima absoluta para julio en el aeropuerto de Reina Sofía en Tenerife, que llegó a 42,9ºC el día 29 y en el aeropuerto de La Palma con 38,4ºC el día 30. En contraste, la precipitación registrada (7 mm) en Los Rodeos superó el valor medio del mes y en El Hierro se registraron temperaturas muy húmedas.
En Tenerife, con 50.000 hectáreas de base forestal, la media de superficie quemada del último decenio se situaba en 536 hectáreas para el período anual de riesgo que va del 15 de junio al 15 de octubre, pero en 2007 un único incendio ha afectado en sólo cuatro días a cerca de 15.000 hectáreas. En 2006 hubo 36 incendios forestales, entre los que se incluye el gran incendio de la isla del Hierro, y la superficie forestal afectada ascendió a 53 hectáreas. En 2005 fueron 38 y 25,6 hectáreas, y en 2004 las cifras son de 36 y 61,4 hectáreas. Si bien los datos indican una disminución de la superficie quemada hasta 2006, el número de incendios está aumentando, ya que la media anual del decenio es de 25. El aumento o descenso de la actividad y presencia humana en la interfaz urbano-forestal, la creación de bosques artificiales a través de las grandes repoblaciones y, por último, la acción de los pirómanos, hacen que el 96% de los incendios tengan causa antrópica y el 62% son intencionados.
Cuantos más medios y más presión se aplica a evitar el fuego, los incendios se controlan mejor, pero más combustible se acumula y permanece, especialmente de copas. El atento cuidado del paisaje acaba enfrentándose al medio ambiente porque multiplica el combustible vegetal y donde la masa forestal no es gestionada ni aprovechada el fuego se convierte en el principal gestor. La mayor parte de los conatos queman a baja intensidad y se apagan rápidamente dañando superficies muy pequeñas, pero si debido a negligencia o a las condiciones de calor, viento y deshidratación el fuego supera la fase de conato, el combustible acumulado arde con intensidades tan altas que escapa del control de los sistemas de extinción. Por eso el 85% de la superficie quemada es debida a solo el 1,6% de los incendios declarados. Los megaincendios dejan obsoleta la «lucha contraincendios» de estacionalidad estival basada en contratar brigadas de extinción en condiciones laborales precarias, porque la intensidad del fuego no está al alcance de las herramientas de los cuerpos de extinción. El fuego es más rápido que las líneas de contención, los medios acompañan al incendio en lugar de apagarlo. Su propagación supera la velocidad de las órdenes de la cadena de mando. Por eso la misión del sistema de extinción contra los megaincendios es apagar el conato, porque será desbordado si el fuego supera esa fase inicial. La formación del personal debe estar menos orientada a contener el fuego y más dirigida a apagarlo inmediatamente y la prevención debe ocupar todo el año con investigación, formación y empleo público estable. Actualmente el fuego de alta intensidad es el principal gestor del paisaje y los sistemas para abordarlo ya no son «contraincendios», puesto que en la prevención se gestiona también «quemas selectivas» e «incendios de diseño». Evitar el fuego no es el objetivo, sino comprender su ecología y aprender a convivir con él en una sociedad tan contradictoria como la nuestra.