Viendo las imágenes de hombres y mujeres judías llorando su salida de la colonia de Netzarin, en Gaza, en estado de desesperación y enfundados en camisetas que anuncian la llegada inminente del Mesías al que invocan para argumentar sus derechos sobre tierras palestinas, me he sentido más pesimista que nunca. He visto en ellas la […]
Viendo las imágenes de hombres y mujeres judías llorando su salida de la colonia de Netzarin, en Gaza, en estado de desesperación y enfundados en camisetas que anuncian la llegada inminente del Mesías al que invocan para argumentar sus derechos sobre tierras palestinas, me he sentido más pesimista que nunca. He visto en ellas la fotografía del absurdo llevado al borde del precipicio. ¿Hasta dónde podemos llegar los seres humanos, empujados por creencias irracionales e injustas, impropias del siglo XXI, que alimentan el fanatismo hasta el punto de hacer que quienes en realidad son verdugos se perciban y se manifiesten como víctimas? De los 8.000 colonos sacados de Gaza, una buena parte son judíos franceses que nunca antes de su viaje bíblico habían pisado la Franja hasta que tras el triunfo israelí en la guerra de los Seis Días de 1967, se sintieron llamados por la misma voz divina que prometió a Moisés la conquista de la tierra, y portando los rollos de la Torá y el candelabro judío (Menorá) se apropiaron de tierras que tenían otros dueños. Allí han vivido durante años, defendiendo a tiro limpio su tierra prometida. Al salir de Netzarin empujados amablemente por los soldados, entre gritos y frustraciones los colonos no han dejado de repetir que lo ordenado por Ariel Sharon es inmoral, injusto, y que juran volver. Y, probablemente, así lo piensan y lo sienten. Al oírlos me pregunto ¿quién ha alimentado este monstruo que ha hecho de lo religioso una herramienta de conquista, una promesa permanente de guerra y odio, hasta el punto de considerar inmoral e injusto la devolución de la tierra a sus legítimos dueños? ¿Es cada vez más, el mundo, un manicomio?
¿Cómo la comunidad internacional y en particular las grandes potencias permanecen mudas, cómplices, de la política de Israel, que ha construido por toda Cisjordania decenas de Netzarin? ¿Cómo es que se consiente que la explotación del sufrimiento judío durante el holocausto nazi se convierta en un arma ideológica para justificar la ocupación y colonización de tierras palestinas? ¿Qué ha pasado para que la memoria del holocausto nazi se haya convertido en una industria del Holocausto -con mayúscula- al servicio del oportunismo político del Estado de Israel, de sus gobiernos y de los sionistas? No podemos olvidar que las 21 colonias de Gaza fueron el fruto del afán sionista fusionado con la promesa del Antiguo Testamento de construir el Gran Eretz bíblico, contando con todo el apoyo del ejército y del Estado. Si ahora se abandonan no es para nada por razones morales y de justicia, por rectificación de un error. Es simplemente porque la demografía de un millón y medio de palestinos frente ocho mil colonos en un espacio minúsculo hace imposible la continuidad por razones económicas y de seguridad. Sharon abandona Gaza para ahondar aún más la presencia israelí en Cisjordania: concentrar las fuerzas en el territorio que verdaderamente importa. De modo que el fin de la colonización de Gaza lejos de tener que ver con un proceso de paz, está vinculado a la convicción de Sharon de que la paz es imposible. Y puesto que es imposible, trata de preparar las condiciones para otros cincuenta años de conflicto en los que Israel seguirá anexionando tierras y clavando estacas sobre el corazón de Palestina. Esta es la realidad, a pesar de que el movimiento de colonos lo tache de traidor.
Me interesa volver a la pregunta ¿cómo es posible que ya en el siglo XXI los organismos internacionales y las grandes potencias consientan que un Estado siga practicando la colonización conjugada con el racismo? Un Estado que se ha declarado en rebelión contra el derecho internacional, contra la Convención de Ginebra, contra Naciones Unidas y que goza, a pesar de ello, de la protección de las grandes potencias que dicen velar por la libertad y la democracia en el mundo. ¿Será que las relaciones internacionales están bajo el predominio del cinismo y de la hipocresía? Será.
Israel es una sociedad enferma pero se la trata como si fuera un sano faro democrático en oriente. Es verdad que la mayor parte de su ciudadanía quiere paz o al menos normalizar las relaciones con los países vecinos e incluso con los palestinos. Pero no está en disposición de hacer una paz justa que contemple la retirada de las colonias de Cisjordania y la proclamación de un estado palestino plenamente soberano. Quiere la paz, pero perpetuando una posición de dominio, tal es su soberbia emanada de la promesa divina. Quiere la paz pero negando la dimensión humana del adversario que es visto colectivamente como un pueblo terrorista. Quiere la paz pero encerrando a los palestinos tras un muro, tal es su paranoia. Quiere la paz pero a la vez consiente que los colonos y su discurso brutal, deshumanizado, contamine sus propios comportamientos de ciudadanos. Quiere la paz pero ama a sus soldados, que son en una buena parte vociferantes y degenerados. Esos soldados que también han llorado en Gaza son los mismos que arrasaron el campo de refugiados palestinos de Jenin en la primavera de 2002. Tal vez uno de los que más han llorado sea Moshé Nissin, el mismo que declaró en el semanal Yediot Aharonot: «Durante tres días destruí y destruí el campo de Jenin. Se les advertía por el altavoz que salieran de la casa antes de que yo llegara, pero no le di a nadie la oportunidad de salir. No esperaba. Mucha gente estaba dentro de las casas cuando comenzamos a demolerlas. No vi caer casas sobre gente viva, pero si ocurrió no me importa. Sentía placer al ver derrumbarse sus casas. Si algo lamento es no haber destruido todo el campo. Experimenté un gran placer en Jenin. Mis compañeros soldados vinieron a verme y me dieron efusivamente las gracias». En este campo de refugiados fueron asesinadas 60 personas. Como dice el intelectual judío, hijo de rabino, Michel Warschawski, Moshé Nissin no es un caso aparte sino el resultado de la descomposición moral de un ejército de conquista. Pero la sociedad israelí adora a sus soldados.
Para hacer la paz Israel, su mayoría social, necesita vencer su enfermedad que habita en el corazón y la cabeza. El recurrente regreso perverso al Holocausto no es sino un modo chantajista de practicar la permanente tentación a la inocencia; la manera de justificar las mayores brutalidades contra los palestinos en nombre de la supervivencia. En Netzarin, los colonos expulsados han vuelto a comparar su desdicha con los campos de exterminio nazis, proyectando el llamado «destino judío» como una guerra eterna por la sobrevivencia en un mundo antisemita, hostil. Semejante exageración difícilmente puede colar en las conciencias europeas, pero tiene eco en la mentalidad judía merced al abusivo uso del Holocausto. Si toda critica, incluso la más moderada, es percibida a través del prisma deformante del antisemitismo, ¿cómo puede ser vista la decisión de Sharon de arrancar de tierra bíblica a los pobladores ungidos por Dios? La idea de que Sharon juega un papel de tonto útil a favor del nuevo nazismo palestino es propio de un pensamiento imbécil pero pone de relieve la imposibilidad de que el movimiento de colonos se implique en un compromiso por la paz. En todo caso es el propio Sharon con su política guerrera quien a lo largo de los años ayudó decisivamente a crear el monstruo que ahora lo mataría si pudiera.
Norman G.Finkelstein, judío, hijo de padre y madre supervivientes del gueto de Varsovia, denuncia lo que él llama la industria del Holocausto, creada para desviar las críticas a Israel y a su propia política, moralmente indefendible. En su calidad de hito de la opresión y de la atrocidad es utilizado para restar importancia a otros crímenes, incluidos los que Israel comete. El escritor Saramago ha calificado a los sionistas como rentistas del holocausto. Tiene toda la razón, mal que pese. Los sionistas disparan, ocupan, colonizan, y después se quejan de su infortunio: nadie les comprende y además dicen temer otro holocausto. La impunidad de la que gozan los hace más y más cautivos de su propia enfermedad: una gran paranoia armada de bombas nucleares, convencidos de que fuera de su mundo todo es irremediablemente antisemita. El sionismo, como el hijo maltratado que reproduce las locuras de su padre y se vuelve él también maltratador vive su Holocausto no como la tragedia que jamás puede volver a repetirse a ninguna escala, sino como el aviso de que su lucha es contra todos y contra el mundo. Sólo así se explica algo tan terrible como la que cuenta B.Michael, él mismo hijo de supervivientes en su artículo «De marcado a marcador», después que los medios de comunicación publicaran que a los palestinos detenidos se les marcan los brazos: «No hay duda de que el trayecto histórico del pueblo judío en los últimos sesenta años que separan de 1942 de 2002 podrían servir de material a apasionantes estudios históricos y sociológicos. En sesenta cortos años pasó de marcado y numerado a marcador y numerador, de encerrado en guetos a encerrador, de marchar en fila con las manos en el aire a hacer marchar en fila con las manos en el aire (…) Sesenta años y no hemos aprendido nada, interiorizado nada». Y que decir de ese oficial superior israelí -en valiente denuncia de Michel Warschawski- que, en la víspera de la invasión de los campos refugiados palestinos, explica a sus soldados que hay que aprender de la experiencia ajena, incluida la forma en que los alemanes tomaron el control del gueto de Varsovia. No debe extrañar que en la estación de autobuses de Jerusalén luzca un graffiti que dice: ¡Holocausto para los árabes!
* Es autor de «El perfume de Palestina» (2003)