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Las lenguas y la guerra político-cultural

Fuentes: Rebelión

«La comunidad tribal, espontáneamente desarrollada, o, si se prefiere, la horda (lazos comunes de sangre, lenguaje, costumbres, etc.) es la primera condición previa para la apropiación de las primeras condiciones objetivas de vida […] El lenguaje mismo es tan producto de una comunidad como, en otro sentido, lo es la existencia de la comunidad misma. Es, por así decirlo, el ser comunal que habla por sí mismo».
«La cultura es el modo como se organiza la utilización de los valores de uso […] el capitalismo es el momento de la negación del valor de uso, por lo tanto negación de la cultura, negación de la diversidad».

El permiso dado por un sector del poder español, el socioliberal antes llamado  socialdemócrata, para que representantes catalanes, gallegos y vascos puedan hablar unos pocos minutos en sus lenguas nacionales respectivas en el Parlamento español, este permiso es presentado como un «avance democrático» negado desde 1978, más en estos días anteriores al 27 de septiembre, fecha de recuerdo activo de los tres militantes de ETA  —Gudari Eguna—y de los dos del FRAP asesinados por la dictadura franquista en 1975.

Desde luego que casi nadie se acuerda del bable, del aragonés, del andalú que junto al euskera, galego y  catalá, están cada día más gravemente asfixiados tanto por las leyes político-culturales españolas y por su aplastante superioridad económico-cultural, de modo que este «avance democrático» es sólo gota de agua sobre un desierto que avanza; como por esa aleación de chauvinismo y racismo españolista contras esas culturas, como ha demostrado de forma inapelable M. Rodríguez Illana.

Mientras, Sumar presiona para que no se avance en el reconocimiento de los derechos nacionales de Catalunya. ¿Qué relación existe entre el reconocimiento del derecho a decidir  –mejor hablar del derecho de autodeterminación–  y el derecho a la lengua propia? Dejando ahora de lado la dialéctica entre necesidad, derecho y libertad, y limitándonos al derecho burgués y constitucionalista español, monárquico, los esfuerzos de algunos políticos y académicos por respetar las lenguas no españolas chocan el problema estructural del capitalismo. Es verdad que la autonomía catalana ha logrado que la población que escribe en su lengua suba del 31,5% a más del 65%; es cierto que la autonomía vascongada ha logrado que aumentar en 261.108 en número de vasco parlantes. Son buenas noticias pero una cosa es la cantidad y otra la calidad, es decir, el uso sociopolítico y económico de ese avance cuantitativo.

No vamos a perder el tiempo en analizar el desesperado oportunismo táctico del gobierno en funciones para conceder justo ahora este llamado «avance democrático», así como para prometer una amnistía parcial y limitada a las y los presos catalanes: las poltronas están en juego, y hay que aparentar una cierta tolerancia lingüístico-cultural y de las libertades política, para obtener los apoyos necesarios para mantenerse en el gobierno del Estado. La casta política española se caracteriza históricamente por incumplir sus promesas a las naciones que oprime, si no véase la traición al pueblo saharaui. Para comprender el porqué de esta constante tendríamos que hablar del papel de la opresión nacional en el capitalismo en general y en el español  –y francés–  en particular, pero desbordaríamos el corto espacio disponible.

Además y centrándonos en la opresión lingüística, la realidad contradice la euforia propagandística: en Nafarroa el PSOE sigue reprimiendo el euskara contando con la abstención de EH Bildu y la oposición de la militancia euskaltzale, pero con el apoyo del reformismo estatal. Peor aún, el aparato político-cultural español en Nafarroa y por extinción en toda Euskal Herria incluida Iparralde, en el que el PSOE y el “socialismo” del Estado francés son un puntal básico, está intensificando su «guerra cultural» contra los descubrimientos recientes sobre la muy larga historia de la lengua vasca y su extensión geográfica.

La historia crítica siempre ha sido incompatible con el poder opresor, lo que explica no sólo que el descubrimiento de Irulegiko Eskua se atragante al nacionalismo español, sino que además y por citar un único ejemplo, se retuerce la historia reciente para justificar nuevas agresiones al euskara. A raíz de una serie de convocatorias para funcionarios públicos en Vascongadas, en las que se exige un determinado nivel de conocimiento de la lengua vasca, los sindicatos CCOO y UGT acusan de «purga lingüística» contra quienes no satisfagan esos mínimos. La derecha españolista asume feliz la mentira de que existe una «purga lingüística». Sostiene que además de ser anticonstitucional también se está imponiendo con «tretas» y «argucias legales» empleando la lengua vasca como «elemento discriminatorio» de los castellanoparlantes, ataque que dañaría sus condiciones de vida al crear «verdaderos dramas familiares» generados por el deterioro socioeconómico supuestamente agravado por la «fuga de talento» ya que según se asegura muchos castellanoparlantes deben buscar trabajo en otra comunidad sin discriminación lingüística. Tesis idénticas recorren el nacionalismo español también contra Catalunya.

A este panorama hay que unirle la lucha de clases interna al pueblo vasco que también se libra en lo lingüístico-cultural, agudizada por las transformaciones del capitalismo. En este sentido es fundamental profundizar en el debate sobre las clases sociales y el futuro de nuestra lengua y cultura, debate que se ha reabierto tras años de indolencia reformista y burguesa, como se vio muy lamentablemente en su indiferencia ante la ofensiva político-cultural de 2016 cuando se declaró a Donostia «capital cultural europea», con la presencia del rey de los súbditos españoles, jefes militares y marginación/represión de la cultura crítica. La mercantilización del euskera –como de toda lengua en el capitalismo– con la consiguiente desactivación del poder emancipador que tuvo, viene exigida básicamente por dos fuerzas que forman una pero que debemos analizar por separado antes de su síntesis.

La primera y fundamental, la expresamos con las palabras de J. Rodríguez Rojo: «Desde el momento en que las personas delegan en las mercancías su vínculo con el metabolismo social, pierden su cualidad de sujetos, lugar que, no nos cansaremos de repetir, toma el capital». El vínculo social se realiza generalmente mediante la lengua, que inicialmente era el ser comunal que hablaba por sí mismo pero que luego se rompió bajo el impacto de la propiedad privada y, en el capitalismo, de la mercancía. Los pueblos comunales que eran sujetos activos y autoconscientes pasaron a ser objetos pasivos subsumidos realmente en el capital.

Uniendo a Samir Amín y a Ludovico Silva, si la alienación consiste en el paso universal del valor de uso al valor de cambio, la cultura que nace de ese paso es una cultura alienada porque está reducida a valor de cambio, una mercancía fabricada por «trabajadores de la cultura». Eurostat califica como «trabajo cultural», por ejemplo una bailarina de un ballet, el contable de una empresa editorial, un diseñador que trabaja en la industria automotriz, etcétera; esta industria de la cultura explota a 7,7 millones de personas, el 3,8% del total de la fuerza de trabajo de la Unión Europea, con un incremento del 4,5% con respecto a 2021. La dependencia vital del salario se impone más temprano que tarde al trabajador cultural. Algún escritor, músico, pintor, siguiendo la lista de M. Vilas, pueden tener una ideología progresista, pero en la inmensa mayoría de los casos se impone la férrea lógica  «de la transformación de las emociones en mercancía, en dinero. De modo que la literatura, como el cine, como la pintura, como la música, acaba regresando al engranaje del capitalismo».

En esta industria la dictadura del salario se ejerce mediante dos formas: la directamente material para evitar el empobrecimiento, y la directamente cultural, la autorepresión que impide al trabajador cultural decir la verdad, crear un arte en cuanto tal, no una mercancía con colores, formas y sensiblerías de consumo selecto o de masas. Recordemos las palabras de F. Rico sobra la Real Academia de la Lengua Española: «el diccionario da poder», que sirven para unir ambas formas dentro del proceso superior de acumulación ampliada del capital. Por ejemplo, la feliz expresión de A. Petrucceli sobre las «palabras fetiche»  –“felicidad”, “diversidad”, “tolerancia”, “progreso”, “multicultural”  y otras–  hace referencia a las finas y dúctiles  represiones cognitivas impuestas e introyectadas en las gentes, que dan forma al vacío posmoderno y reformista.

De la misma forma, mientras unas mercancías están fabricadas para el uso minoritario de alto lujo, hechas a pedido, personalizadas y numeradas  para satisfacer el obsesivo ego de la alta burguesía, otras, la inmensa mayoría están fabricadas en serie, en masa y son de poca o nula calidad. Lo mismo ocurre con la industria político-cultural: mercancías muy selectas –“artísticas”–  y en formatos exóticos para el capital y culturilla vacía para el pueblo. Entrecomillamos aquí el “arte” fabricado para la alta burguesía para enfrentarlo cualitativamente al arte presente en el hacha de piedra, en la vasija de barro y el piano, siguiendo el orden del M. Lifschitz, que sólo se vivencia y goza plenamente si se asume la rica complejidad de la dialéctica entre arte y producción.

El diccionario da poder sobre todo cuando se ampara en un Estado que lo impone por cualquier medio, y cuando es parte de una industria político-cultural que además produce también beneficio con su mercancía ideológica. La lengua española la hablan casi 600 millones de personas, algo más del 7% de la población mundial, que son la base de la «materia prima invisible» de una industria global con un peso económico que ronda el 10% del PIB mundial porque entre otras cosas, la renta per cápita de los hablantes está 31 puntos por arriba de la media mundial.

Pero las proyecciones de futuro empiezan a mostrar nubarrones por el ascenso de otras potencias económicas y político-culturales, lo que fuerza al imperialismo lingüístico español a redoblar sus esfuerzos, y una de sus bazas más efectivas es la de intensificar la producción de series televisivas que, al «viajar por el mundo», también propagan las diversas sub-ideologías españolistas en las naciones oprimidas dentro del Estado español. Sin embargo, la contradicción está en todo, y el avance de la lengua española sufre la competencia del avance de la inglesa dentro mismo del Estado y, para colmo, en la juventud burguesa que es la que debe impulsar el españolismo.

Uno de los peligros que acechan al imperialismo cultural español es que la industria anglófona, en busca de la máxima rentabilidad de sus productos culturales de nula calidad, ha impuesto un lenguaje internacional neutro, cepillado de todo acento o peculiaridad propia, de modo que esta industria anula, borra toda identidad que no cuadre con la reaccionaria y monocorde culturilla Disney, por ejemplo. Es tal el genocidio sociocultural yanqui contra Nuestramérica que debemos hablar de una auténtica «emergencia lingüística», liquidación que va camino de reproducirse en otros continentes.

Sin duda, esta es una de las razones que mueven ahora mismo a muchos pueblos del mundo a organizarse para salvaguardar sus lenguas y culturas y para desarrollar sus identidades en un contexto de solidaridad internacionalista, como se ha insistido en la reciente reunión del G77+China en La Habana, en la que han participado dos tercios de Estados miembros de la ONU en representación de alrededor el 80% de la población mundial. En el interior de este esfuerzo, que no tiene nada que ver con el cepo reaccionario  de la «multiculturalidad» industrializada como valor de cambio, sino que se enfrenta al cepo reaccionario desde una radicalidad que sabe que « La crítica del eurocentrismo y de toda forma de etnocentrismo es siempre insuficiente».

Y aquí debemos avanzar a la segunda parte, ya que sería pueril limitar la denuncia del oportunismo del gobierno en funciones al permitir el uso de las tres lenguas y al prometer la amnistía porque ese pragmatismo también oculta una compleja y multiforme dinámica de interacción de poderes que confluyen en el reforzamiento del españolismo, entre los que destaca a nivel general y no sólo en el Estado español la dialéctica violencia/cultura. Para comprender mejor esta cuestión nos viene bien algo de perspectiva histórica. Incluso en modos de producción con formas de propiedad privada precapitalista, se recurría a dialéctica violencia/cultura como medio de asegurar el poder dominante, priorizando uno u otra según los casos. 

A. González Ruibal explica cómo en pueblos antiguos, desde América hasta Europa, existían poderes que sostenían su dominación mediante la apropiación de los símbolos culturales de los pueblos explotados. Frente a la violencia de los pueblos Moche o  Wari en el Perú del +/- 800-600 a. C, relativamente pacífica dominación del pueblo Tiwanaku, que empleaba poca violencia para apropiarse de los símbolos religioso-culturales de otros pueblo, logrando así su obediencia y colaboración. Pero el modo de producción capitalista introduce una novedad cualitativa: los efectos totales que causa la mercantilización, como hemos visto arriba, sobre todo en la dialéctica que ahora nos interesa: la que existe entre violencia y cultura, determinada por la industria de la matanza humana como rama productiva altamente rentable en un período de tiempo, pero suicida e irracional a la larga.

Cuando decimos industria político-cultural y no «industria cultural» a secas, queremos decir que también tiene esenciales contenidos militares sin los cuales esa industria sería desechada por la burguesía. Sin retroceder apenas en el tiempo, ya en 1974 A. Mattelart empezó su célebre investigación sobre la cultura como empresa multinacional analizando las relaciones entre la «cultura de masas» y la economía de guerra, y más adelante cita a un diplomático yanqui que en 1972 hablaba de la «guerra psicopolítica» que libraba EEUU contra la humanidad entera.

En 1980  no se empleaban nombres como guerra de cuarta generación, guerra híbrida, guerra cognitiva, y otros, pero sí se tenía una idea muy clara sobre la naturaleza de las formas de dominación del imperialismo, especialmente en Cuba. Ese año L. Acosta escribió un artículo sobre los medios masivos de control y manipulación de masas que pese al casi medio siglo transcurrido mantiene su actualidad e incluso su clara ventaja teórica sobre las versiones burguesas al uso. El autor explica cómo  propagan la estrategia de dominación, penetrando y condicionando todos los aspectos de la política mundial contra el socialismo y los movimientos de liberación mediante una «estrategia global».

Si pudiéramos analizar ahora la doctrina contrainsurgente elaborada por el gobierno del PSOE a finales de 1982 con el nombre de Plan Zona Especial Norte (ZEN), con la ayuda de los servicios imperialistas, veríamos que disponía de una «estrategia global» alrededor de todas las expresiones posibles de la dialéctica violencia/cultura. Desde entonces, la doctrina ha sido perfeccionada y ampliada en un proceso que no podemos detallar aquí, siguiendo la estela de lo que en 2001 fue denominado como «guerra cultural de baja intensidad». Venezuela, por ejemplo, es un objetivo prioritario para el imperialismo, lo que explica la sistematicidad del ataque «del terrorismo mediático y guerra económica internacional» en la que los ejércitos convencionales, paramilitares y de grandes empresas han intervenido contra Venezuela y contra muchos otros pueblos. 

No debe sorprendernos, por tanto, que en marzo de 2022 Nadina Dorries, secretaria de Estado de Cultura del gobierno británico, afirmara que «La cultura es el tercer frente de la guerra de Ucrania». Si la dialéctica violencia/cultura es clave, ahora se ha endurecido hasta ser guerra/cultura según el imperialismo. La declaración de Nadina Dorries se apoyaba en la larga «guerra psicopolítica» contra la URSS sostenida por EEUU y por Hollywood desde finales de la IIGM y manifiesta para nuestro tema desde 1985. R. Pérez Batancourt nos recordó en abril de 2022 que fue en ese 1985 cuando Rocky se envolvió con la bandera yanqui para festejar su victoria sobre el boxeador soviético Iván Drago. Es de sobra conocido el «racismo cultural» antirruso y antichino desatado desde 2022 en adelante.

Además de esto, y reforzándolo, la industria político-cultural tiene una alta responsabilidad en la propagación de la epidemia psicosocial que azota a sectores crecientes de las clases explotadas, sobre todo cuando una expresión de esa crisis es tan dura como los tiroteos en centros civiles, grandes mercados, universidades y hasta escuelas: «Los medios de comunicación estadounidenses están tratando de dejar atrás rápidamente los tiroteos de California mientras aclaman la decisión, anunciada el martes, de enviar tanques de combate a Ucrania e inundar el país con municiones y proyectiles de artillería». La industria político-cultural yanqui, la más poderosa y militarizada del mundo, produce millares de escenas de violencia extrema por segundo, escenas que refuerzan abierta o subliminalmente una «cultura de la crueldad» y de la muerte que normaliza su práctica cotidiana. 

Esta plaga de cruel mortandad se está extendiendo por Europa desde hace tiempo, y uno de los ejemplos más recientes lo tenemos en la ferocidad ucronazi. También en el Estado español. ¿Hasta dónde llegará? Ahora no podemos adentrarnos en la respuesta, porque una de sus variables depende de cómo el capital presione más y más hacia la individualización absoluta, egoísta y cobarde ante problemas insufribles. Esa trampa de la «autoayuda» con sus muy rentables ventas –«pocas librerías esquivan la epidemia de la autoayuda» como muy bien dice J. Rodríguez Rojo –,  refuerza esa huida individual hacia un «espacio íntimo», «propio», cuyo aislamiento no impida el ejercicio de los puntuales «deberes cívicos» como el de votar cuando nos lo exigen. Aumenta la producción de libros sobre autoayuda aunque el mundo estalle, o precisamente por eso.

Existe una «subcultura de la autoayuda», que explota un área del mercado de las relaciones interpersonales, familiares y afectivas dentro del cerrado espacio individual, utilizando como anzuelo la indefensión e inseguridad, la incertidumbre y el miedo consustanciales al capitalismo, como ha analizado N. Santos Galarza desde y para las tensas violencias reaccionarias que azotan Ecuador. B. Gopegui sostiene que nos proponen  –¿por qué no decir que “nos exigen”?–  ser «felices», más concretamente «la felicidad individual» alcanzable con la autoayuda tal cual la define e imponer el poder para así no protestar colectivamente contra la injusticia.

La felicidad individualizada se regodea cundo cree que el permiso dado al galego, catalá y euskara en el parlamento le salva a ella de toda responsabilidad por no hacer nada: un «avance democrático» se consuela a sí misma para no ver la dramática realidad que está imponiendo el capitalismo. El  27 de septiembre se cumplirán 48 años de los asesinatos franquistas pero no hay que rememorarlo activamente, adaptando su memoria al hoy, porque «estamos en democracia» y, según prometen, apoyando una vez más al PSOE nos dejarán acercarnos a la libertad, o algo así…

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.