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Las voces perdidas de las revoluciones árabes

Fuentes: Middle East Eye

Traducido del inglés para Rebelión por Beatriz Morales Bastos.

Independientemente de la opinión que tenga cada uno acerca de la dirección que han tomado las diferentes revoluciones árabes en los últimos años, unos pocos hechos siguen siendo indiscutibles. Las revoluciones árabes empezaron en las calles de las pobres y desesperadas ciudades árabes y dada la pésima situación en la que vivían, los árabes tenían todo el derecho a rebelarse.

Hay pocas personas que no estén de acuerdo con estas dos ideas. Sin embargo, la discrepancia tiene que ver en parte con el análisis de coste y beneficio de algunas de estas revoluciones. Siria es el principal ejemplo de ello. ¿Vale la pena destruir un país, varias veces, y victimizar a millones de personas para lograr un incierto futuro democrático?

Para Egipto el coste también ha sido alto, aunque en comparación con Siria no tan alto. El dilema al que se han visto obligados a enfrentarse los egipcios es el de la «estabilidad» (basada en el mismo viejo paradigma de élites poderosas y una mayoría que lucha por unas migajas con las que sobrevivir) frente a la «inestabilidad» en un sistema relativamente democrático.

Aunque se debe insistir en que cada experiencia colectiva árabe es única, es difícil negar los paralelismos que empezaron a emerger a lo largo de los meses y años.

Parte de las similitudes entre las diferentes experiencias árabes es una herencia de las relaciones históricas, religiosas, culturales y lingüísticas comunes que siguen uniendo a millones de árabes, aunque sea en el aspecto emocional. La otra parte tiene que ver con las estrategias comparables aplicadas por los gobiernos árabes para controlar a sus pueblos: la manipulación psicológica, el alarmismo, los intensos grados de violencia y opresión, la disposición a llegar a lo que sea para garantizar el control total, etc. Los tres últimos años ofrecen más ejemplos de ello que todas las décadas anteriores. La llamada Primavera Árabe se ha transformado en un modelo de violencia de Estado sin parangón en la historia árabe moderna.

Si para periodistas y reporteros la historia es confusa y demasiado complicada de explicar manteniendo cierta integridad intelectual, es probable que en el futuro los historiadores tengan menos dificultad en descifrar estos acontecimientos en apariencia enrevesados. Algunos escribimos desde los primeros días de las revoluciones advirtiendo claramente de que era posible que los complejos discursos procedentes de Túnez y Marruecos se mezclaran con los de Yemen y Bahrein. Sostuvimos que de triunfar, la «primavera árabe» lo haría porque devolvería el factor «pueblo» a la ecuación política de Oriente Próximo, subyugado permanentemente por dos partes contrapuestas y a veces afines: las élites gobernantes locales y las potencias extranjeras regionales e internacionales.

Es cierto que el «pueblo» volvió finalmente como parte integral de la esa ecuación, pero este hecho solo no es suficiente para garantizar que la rueda de la historia sigue girando en la dirección deseada, basada en una velocidad privilegiada. Significa simplemente que la futura naturaleza de los conflictos en Oriente Próximo y en el norte de África se iba a deber a más factores que nunca.

Desde un punto de vista histórico el conflicto actual en Oriente Próximo (la devastadora guerra en Siria, el caos total y los golpes recurrentes en Libia, el tira y afloja en el que está implicado el ejército en Egipto y el estado de caos en Yemen, etc) no son en absoluto resultados imprevistos de una conversión histórica sin precedentes en una región asociada a un estancamiento sin remedio.

Pero los historiadores cuentan con la ventaja del tiempo. Pueden sentarse en sus recluidos despachos y reflexionar sobre hechos importantes, comparar y contrastar a voluntad y solo considerar que sus conclusiones son serias cuando el tiempo da fe de sus trabajos académicos.

Los periodistas que están sobre el terreno y los comentaristas de los medios de comunicación apenas cuentan con esa ventaja. Están obligados a reaccionar al instante ante hechos que se están produciendo y esbozar rápidamente conclusiones. Teniendo en cuenta la falta de profundidad y de conocimiento con la que tuvieron que contar al principio muchos de los periodistas occidentales (la intervención estadounidense y occidental en Iraq y otros lugares en general aumentaba y constreñía sus intereses en la región), la información sobre la «Primavera Árabe» era muy insuficiente, cuando no completamente vergonzosa.

Es cierto que muchos periodistas coincidían en que todo empezó cuando un vendedor callejero tunecino desesperado, Mohamed Bouazizi, se prendió fuego el 17 de diciembre de 2010. De hecho, esto podría haber sido el principio de una discusión inteligente si hubiera ido acompañado de un verdadero conocimiento de la cultura, la lengua y la historia árabes y de las dinámicas políticas específicas de cada sociedad. Por desgracia, hubo muy poco de eso.

Cuando el entonces presidente tunecino Zine El Abidine Ben Ali decidió dimitir el 14 de enero de 2011 y el presidente de Egipto Hosni Mubarak le siguió rápidamente los pasos la cobertura volvió desde las calles al mismo círculo trasnochado de las elites políticas interesadas, las ONG financiadas por Occidente, los aficionados de los medios sociales angloparlantes y compañía.

Lo que podría haber sido una igualdad de revolución en la forma que tienen los medios occidentales de entender Oriente Medio se convirtió en un intento fallido de comprender lo que verdaderamente aspiran a conseguir los y las árabes de la calle. Si una Fátima o un Mustafá medios no hablan inglés ni se pasan todo el día tweeteando porque están ocupados con sobrevivir, no van a recibir fondos de un financiero afiliado de Estados Unidos para mantener su ONG; entonces caen en el olvido y dejan de tener importancia en el relato.

Pero el problema es que una Fátima o un Mustafá medios son el meollo de la historia. La incapacidad de responder a sus peticiones, de entender su lenguaje, su valor o sus aspiraciones no es su problema sino el nuestro en los medios. Habría sido demasiado inconveniente que algunos fueran detrás de la historia de Fátima y Mustafá porque hacerlo puede ser peligroso, porque no se les puede localizar por teléfono o porque su presencia mediático-social es demasiado lúgubre.

Podría ser por pura pereza o por desconocer completamente lo que importa y lo que no. También podría ser que la historia de Fátima y de Mustafa no encaje fácilmente en el discurso ficticio que hemos tejido en nombre de las organizaciones de los medios de comunicación para los que trabajamos. Fátima podría ser chiíta o sunnní y Mustafa podría ser cristiano o contrario a la intervención, y también eso puede ser demasiado inconveniente para informar sobre ello.

Ahora que la farsa de las elecciones democráticas está devolviendo al poder a los dictadores y que las élites intelectuales autorizadas de los países árabes han demostrado no ser sino lacayos de los regímenes existentes, es el momento de volver a las calles, esta vez entendiendo verdaderamente el lenguaje, la cultura y a la gente.

A diferencia de Mohamed Bouazizi, las Fátimas y Mustafás de Oriente Próximo no tendrían que prenderse fuego para ser dignos de que la prensa informe sobre ellos. Su lucha y resistencia constantes es una historia que se debe contar. De hecho, es la única historia que debería haber importado en primer lugar.

 

– Ramzy Baroud (www.ramzybaroud.net ) es profesor de la Universidad de Exeter y editor-jefe de la página web Middle East Eye. Es asimismo fundador de PalestineChronicle.com y autor de los libros «The Second Palestinian Intifada: A Chronicle of a People’s Struggle» y «My Father Was a Freedom Fighter: Gaza’s Untold Story» (Pluto Press, London).

Fuente orignal: http://www.middleeasteye.net/columns/lost-voices-arab-revolutions