1. Dos yumas (turistas o residentes en el extranjero) adultos y dos niños chicos en la cola del cine Yara de La Habana. A nuestro alrededor, una Cuba en moneda nacional entre empujones y picaresca. Que si esto no se puede aguantar, que si tengo un sobrino en España, que si yo me iría a […]
1. Dos yumas (turistas o residentes en el extranjero) adultos y dos niños chicos en la cola del cine Yara de La Habana. A nuestro alrededor, una Cuba en moneda nacional entre empujones y picaresca. Que si esto no se puede aguantar, que si tengo un sobrino en España, que si yo me iría a EE.UU. Los yumas aprovechamos las largas horas de espera para hacer ver a este o aquel que aquello no es tan lindo como lo pintan, que entrar al cine vale, en España, entre seis y ocho dólares, que no hay cola en los cines simplemente porque es demasiado caro, un lujo inalcanzable para buena parte de la población. En las sucesivas colas también hay camisetas del Che y muchachos que exigen que no se sirvan palomitas hasta que se reorganice la selvática muchedumbre y también podamos llegar a la ventanilla las mujeres y los hombres que nunca en la vida hemos pisado un gimnasio. La policía, a petición de los marginados de la muchedumbre, acaba obligando a un nutrido grupo de jóvenes que llevan camisetas de camuflaje sin mangas, cadenas de oro, músculos chirriantes, a abandonar la ley del más bestia y consigue que se imponga un orden igualitario, menos orientado al agresivo norte, más cubano, más socialista, de modo que se generalicen las palomitas de maíz y las cervezas.
Sentados en la sala, comentamos que las dificultades de la vida cotidiana favorecen poco la construcción de una cultura socialista. En el cine, demasiada reventa de entradas, demasiados empujones, pocas tandas para tanta gente que quiere entrar a ver la película, y muchos vienen de lejos y el transporte está complicado. Abundan las reacciones individualistas, y ante la dura realidad de aquí, se idealiza el mundo de allí. Daba la impresión de que una parte considerable del público era de gustos formados «en otro lugar que no es la Cuba socialista», aunque jamás hubieran salido de la Isla. Pareciera que la última de Cruise, Spielberg o incluso Schwarzenegger habrían sido los filmes mejor saludados por un sector muy significativo de la audiencia… Confieso que comenzamos a ver Viva Cuba con el ánimo un poco bajo y un poquito más alarmados ante la batalla cultural que, a todas luces, la Revolución tiene por delante.
Entonces salieron los niños de Cremata jugando a Elpidio Valdés… y la reacción del público fue magnífica, un estallido general de una risa de absoluta simpatía. Todo el mundo en ese cine, menos dos yumas y sus hijos, parecía conocer en propia carne ese juego y esa queja de haber derrotado ya doscientas veces a los españoles. El público habanero, importaba poco ya la camiseta con la bandera de EE.UU. o con el rostro de Ernesto Guevara, se sintió identificado con la película desde el comienzo mismo y aceptó, sonriente, todas y cada una de sus lecciones. Ya más dulcificados, nos pusimos más optimistas. Desde luego, Viva Cuba alumbra, con la fuerza de una bengala, un buen camino.
2. Y es que la película explica maravillosamente que las razones para quedarse en -y con- Cuba son, precisamente, las razones de una niña. No hace falta vociferar la verdad, basta con alumbrarla un poco. Decía Brecht que es preciso decir la verdad con astucia. Cuando el receptor tiene que hacer el esfuerzo de inferir la intención de un mensaje, siente un gusto que multiplica el efecto alumbrador de las verdades. En medio de un momento de importantes transformaciones en el sistema educativo cubano, Viva Cuba obliga a los cubanos a simpatizar con él más allá de sus virtudes o defectos, fuera de cuestiones pedagógicas o incluso políticas, porque mira hacia la escuela desde el punto de vista de la infancia y las vivencias de todos. En la película rebosa la humanidad de la Cuba socialista, que es su máxima riqueza, su extraordinario privilegio en un mundo profundamente deshumanizado. Y Cremata consigue lo que, seamos francos, no consiguen otros medios de propaganda: una sonrisa unánime, la que provoca el placer de sentirse identificado con lo que sale en la pantalla. Así pues, estábamos ante una película que producía en el público cubano un patriotismo tan poco marcial como profundo y necesario para ser capaces de disfrutar en la dificultad y no dejarse llevar por el desánimo.
En este sentido, me siento reforzado en estas consideraciones por la propia película. La fina ironía de la historia junta a una madre de derechas, que quiere abandonar la Isla, con una madre que supuestamente está en las antípodas culturales y políticas, si bien brilla una crítica hacia quienes ostentan el título de revolucionario aunque luego lo sean bien poco en su comportamiento doméstico. Y es que todos acaban unidos, y bien revueltos, con momentos de pelea y de cariño, gracias a la aventura de dos niños y sus poderosas razones.
3. En el mundo moderno, los medios de comunicación -y es arrollador el poder del cine a estos efectos- sirven para naturalizar las experiencias de la vida. Y si el cine que se ve no ayuda a hacer que mi vida cotidiana sea de lo más normal, la experimento como una incómoda situación anormal de la que debo escapar. Vernos en la pantalla nos tranquiliza. Si vemos, ante todo, la felicidad falsa del cine gringo, vivimos la riqueza humana de nuestro mundo real como ausencia de lo que conforma un relato humano, nos sentimos, por tanto, fuera de todo. Sin embargo, si nuestro mundo, con sus carencias y sus grandezas, es el escenario de una película, ya nos podemos sentir parte de un relato con sentido. Es una necesidad antropológica sentirse el centro del universo, y a eso precisamente ayuda mucho en Cuba el cine del estilo de la película de Cremata -y un buen número de experiencias anteriores- cuando muestra las realidades de la Cuba actual sin ningún complejo, con inteligencia y sano humor.
4. La risa se alía con la Revolución en Viva Cuba. Por las gargantas de todo el mundo que la ve se escapan las angustias y se refuerza la idea de que Cuba vale la pena.
5. Cremata es un niño. Hace diabluras con el cine, mueve las estrellas con la imaginación de un crío. Hasta hace soñar a la televisión.