Desde el mes de octubre, grandes manifestaciones han paralizado el Líbano, forzando la dimisión del primer ministro, Saad Hariri, que continúa en funciones en espera de un nuevo gobierno. La chispa que encendió la protesta fue el anuncio de un tributo para llamadas telefónicas por WhatsApp, aunque la causa real es la cólera popular ante […]
Desde el mes de octubre, grandes manifestaciones han paralizado el Líbano, forzando la dimisión del primer ministro, Saad Hariri, que continúa en funciones en espera de un nuevo gobierno. La chispa que encendió la protesta fue el anuncio de un tributo para llamadas telefónicas por WhatsApp, aunque la causa real es la cólera popular ante la corrupción y el robo sistemático de recursos públicos, la carestía de la vida y el desastroso e ineficiente suministro de agua y electricidad, así como la marginación de las mujeres y el desempleo, que alcanza a más del veinticinco por ciento de los libaneses. A ello se une el elevado endeudamiento del país, la incompetencia del gobierno de Hariri, definido como el gobierno de los bancos por el Partido Comunista Libanés, y la evidencia de un país exhausto. El Banco Mundial ha destacado la difícil situación económica del país, subrayando que «puede empeorar». Los manifestantes, que carecen de dirigentes públicos, exigen una nueva ley electoral y la convocatoria de elecciones, y han recibido el apoyo del gran muftí sunnita de Líbano, Abdul Latif Derian, y del patriarca maronita, Bechara al Rai. Tras varias semanas de bloqueo de carreteras, las manifestaciones han empezado a concentrarse ante ministerios, instituciones oficiales, la compañía de electricidad y los bancos, exigiendo la formación de un nuevo gobierno que aborde la corrupción, el despilfarro y robo de los recursos del Estado, y el fin de un sistema político basado en criterios religiosos.
La guerra civil terminó en 1990, pero la inestabilidad, el acoso israelí, los nuevos conflictos en Oriente Medio y, sobre todo, la guerra en Siria, han hecho estallar la crisis. Más de un millón de ciudadanos sirios que huyeron de la guerra impuesta por Estados Unidos y sus aliados están refugiados en Líbano, además de quinientos mil palestinos de la diáspora tras la Nakba. La inhumanidad de Hariri ha hecho derribar muchas pobres viviendas de refugiados sirios, y promueve su retorno, aunque es obvio que el pequeño país de menos de cinco millones de habitantes no puede atender a tantos refugiados sin un plan de ayuda internacional. En 1976, Siria intervino en Líbano para favorecer a los maronitas conservadores y contra los palestinos, que tenían una posición progresista, y la guerra civil libanesa tuvo un decisivo componente religioso, cruzado además por la presencia de la OLP. En el inicio de la guerra siria, en marzo de 2011, Estados Unidos aplicó sanciones contra Damasco y empezó a organizar el yihadismo, mientras el partido libanés de Hariri financió a los rebeldes sirios. Siria, que mantuvo tropas en Líbano hasta 2005 a consecuencia de su intervención en la guerra civil, siempre ha apoyado a Hezbolá, (y a Amal, como antes había apoyado al FPLN palestino y después a Hamás) procurando evitar un enfrentamiento directo con Israel.
Hariri fue, hasta junio de 2011, primer ministro en Beirut, responsabilidad que volvió a asumir en 2016. Los acuerdos sectarios obligan a que el primer ministro sea de confesión sunnita, como Hariri; el presidente, cristiano maronita, como Aoun; y el del parlamento, chiíta, como el dirigente de Amal, Nabih Berri; con cuotas para las dieciocho religiones del país. El equilibrio anterior entre la alianza del 8 de marzo (compuesta por Hezbolá, Amal, el Partido Comunista Libanés y pequeños grupos cristianos y prosirios) y la alianza del 14 de marzo (integrada por el partido de Hariri, el partido druso, y grupos cristianos maronitas), ha muerto, aunque ambas alianzas padecieron cambios de bandera, como el protagonizado por el partido druso. Hariri surgió tras ocho meses de negociaciones, en un acuerdo tácito e inestable con Hezbolá para evitar los enfrentamientos sectarios. Ante las protestas, el presidente, el general Aoun, reconoció que se intenta abordar una herencia de décadas de corrupción, y ha confirmado la apertura de investigaciones, asegurando que el próximo gobierno estará compuesto por ministros «libres de la sospecha de corrupción».
Líbano se mueve en un complicado escenario donde resiste el acoso israelí, la intervención norteamericana, y la rivalidad en Oriente Medio de Arabia (aliada de Hariri) e Irán (aliada de Hezbolá), además de la oscura actividad de empresas occidentales: el presidente del Parlamento, Nabih Berri, declaraba que la empresa francesa Total «retrasa deliberadamente» las prospecciones petrolíferas en las aguas libanesas. Desde hace meses, Arabia exige a Hariri la expulsión de Hezbolá del gobierno, y el sanguinario Mohamed bin Salmán (responsable del descuartizamiento en vida de Yamal Jashoggi en el consulado de Estambul) llegó a organizar el secuestro de Hariri en Riad, en noviembre de 2017: le retuvo durante una semana y le obligó a dimitir ante la televisión saudí, aunque Hariri se desdijo a su vuelta a Beirut. Por su parte, el líder supremo iraní, Alí Jamenei, acusa a Estados Unidos e Israel de estar tras las protestas de Líbano e Iraq: el régimen teocrático prefiere que se mantengan los actuales gobiernos de Hariri y Mahdi, porque su influencia podría disminuir con otros gabinetes.
Hezbolá mantiene su estructura militar y buena parte de su prestigio entre la población: no hay que olvidar que fue capaz de detener el ataque israelí contra el Líbano en 2006 y se ha convertido en una organización fundamental para la resistencia libanesa y para la defensa de la soberanía del país. Hezbolá, un partido de raíz religiosa chiíta, ha puesto la defensa del Líbano por encima de cualquier otra consideración, y pese a su carácter anticomunista e islamista, ha conseguido mantener buenas relaciones con el Partido Comunista Libanés, basadas en la lucha contra el imperialismo norteamericano y contra Israel, en la resistencia nacional libanesa para preservar su independencia, y el rechazo a dinámicas que vuelvan a encender los fantasmas de la guerra civil, y, curiosamente, acepta que el Líbano no caiga de nuevo en la vorágine de las identidades religiosas, pese al evidente antagonismo entre chiítas y sunnitas en Oriente Medio. A su vez, Israel ha conseguido que Estados Unidos bloquee la ayuda financiera a Líbano para forzar al gobierno de Beirut a limitar la fuerza militar de Hezbolá, y las monarquías del golfo Pérsico, enemigas de Irán, han seguido sus pasos. La tentación norteamericana para dividir Siria, Iraq y Líbano sobre bases religiosas, que estuvo sobre la mesa con Bush y Obama, continúa estando presente. Y el objetivo de Israel, que acusa a Hezbolá de haber convertido a Líbano en un «Estado terrorista», es romper el eje Teherán-Damasco-Beirut.
Hezbolá apoyó el inicio de las masivas manifestaciones aunque después ha criticado el bloqueo de carreteras y la interrupción de la actividad, y acusa al movimiento de haberse transformado en interés de potencias extranjeras; defiende además el plan de Hariri para limitar el déficit, y su plan de reformas contra la corrupción. Hezbolá rechaza las elecciones anticipadas y ha pedido a sus militantes que abandonen el movimiento de protesta: su principal dirigente, Hassan Nasralá, trenza un difícil equilibrio apoyando las exigencias populares que Hezbolá considera justas y su rechazo a las manifestaciones, para evitar, según sus palabras, un «vacío constitucional» que podría conducir a la guerra civil. Pero la población no acepta ya las divisiones religiosas y sectarias, ni la desmedida corrupción: el Líbano se mueve entre el miedo al fantasma de la guerra civil y el hartazgo y la cólera ante el saqueo del país.
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