Las organizaciones no gubernamentales advierten sobre la «tragedia» que ha sufrido la agricultura libanesa, de la que depende más de un tercio de la población
El domicilio que ocupa Yusef Yawal está circundado por decenas de viviendas derruidas. En realidad, el 85% de Ait al Shaab ha quedado reducido a escombros, según la ONU. De las 1.300 casas que existían en la aldea sureña, sólo 100 son habitables.
Pero, incluso entre muros agujereados, cascotes, alambres y vehículos calcinados se advierten incontables fardos de tabaco colgando de los techos que permanecen erguidos. «Es el nuevo aire acondicionado», dice Yusef, refiriéndose al enorme boquete que presenta la vivienda, donde sus hijas se afanan para apilar en paquetes de 25 kilos los remanentes de lo que Yawal esperaba fuera una cosecha «magnífica».
«Pensaba recoger 4.000 kilos y no creo que consiga más de 300. Eso es lo que queda de los 1.500 que tenía en el garaje. Bombardearon la casa el quinto día de la guerra. El tabaco terminó aplastado bajo los pedruscos», precisa.
Por el pequeño jardín deambula la única vaca que sobrevivió -herida, eso sí- a la ofensiva israelí. «Otras tres murieron», dice.
Las casi dos hectáreas sembradas que posee el agricultor de 58 años se pueden divisar desde este poblado encaramado en una colina. Ait al Shaab está rodeado de plantaciones de tabaco. Aunque son muy pocos los que se atreven a recoger unas plantas abrasadas por el sol. «Sería un suicidio. ¡Si hasta las casas están llenas de bombas! ¡Mire, mire!», apunta, mientras muestra un obús de artillería que permanece sin explotar en una habitación cercana.
Mientras se desarrolla la conversación se escuchan sendas deflagraciones. Son los equipos de expertos que intentan eliminar la munición que permanece diseminada en el sur del país. La ONU estima que hasta 13 personas han muerto ya a causa de estos artefactos desde que el 14 de agosto se decretó el cese de hostilidades.
Como casi 16.000 familias, las 13 personas a cargo de Yawal dependen casi en exclusiva de la cosecha del tabaco. Tenían que haberla recolectado entre julio y agosto, pero en esas fechas Ait al Shaab se encontraba sometida al acoso de tanques y bombarderos israelíes.
«La cosecha de tabaco está perdida y si no limpian los campos pronto también se perderá la de aceituna. Si no fuera por el dinero que nos está dando Hizbulá tendríamos que mendigar», advierte Nasij Surur, de 43 años, que de cosechador ha pasado a vender cigarrillos, galletas y mecheros en un tenderete instalado en medio de la devastación de Ait al Shaab.
El quebranto que ha supuesto la guerra para la agricultura libanesa y en especial para el tabaco, la principal fuente de ingresos para un amplio sector de habitantes del sur del país, constituye, según la ONG Intermon Oxfam otra «tragedia menos visible» que la de la destrucción de las infraestructuras del país.
«Cerca del 85% de los 195.000 agricultores han perdido toda o parte de su cosecha y hay que recordar que un 35% de la población depende de forma directa o indirecta de este sector», ha explicado el director internacional de INtermon Oxfam, Jeremy Hobbs. Según la revista Le Comerce du Levante, las pérdidas del sector se estiman en 390 millones de euros.
«Estamos hablando de la población más pobre, los agricultores y los temporeros que trabajaban en los campos de los primeros. Eran pequeños propietarios. No se trata sólo de que hayan perdido la recolecta de este año. Es que en el área de Srifa, por ejemplo, el 35% de los terrenos han sido calcinados y tendrán que esperar seis años para poder plantar tabaco de nuevo», indica la española Elena Rivero, de Acción contra el Hambre.
Los testimonios de los pobladores de Hanine -al este de Ait al Shaab- coinciden con los de esta última localidad. Ahmed Zouidan perdió el escaso tabaco que había conseguido recoger antes del inicio del conflicto «porque se lo comieron los cerdos». «Habré perdido más de 5.500 dólares (unos 4.300 euros)», estima.
La conversación con el libanés de 38 años permite descubrir otra de las singularidades de la población fronteriza. Como en otras contiendas, los integrantes de las milicias no son sino los propios labradores de la región como admite Ahmed. «La resistencia somos nosotros», observa señalando a todos sus vecinos. «Dicen que no quieren tener a gente de Hizbulá al sur del Lítani. ¿Qué van a hacer? ¿Echarnos a todos?», añade.
Miliciano de Amal -otro grupo chií cuyas fuerzas lucharon junto a las de Hizbulá en la refriega-, Zouidan perdió a su hermano Rafic combatiendo contra los israelíes en 1984. El retrato del que denominan shahid (mártir) adorna los muros del habitáculo junto a los del ayatolá Husein Fadlala -el principal clérigo chií del Líbano- y Nabi Berri, el líder de Amal.
Al igual que en Ait al Shaab las juventudes de Hizbulá se encuentran enfrascadas en retirar basura de la calle, las huestes de Amal recorren los caminos de Hanine marcando las zonas donde descubren explosivos sin detonar. Hay docenas de pequeños artefactos procedentes de las bombas de fragmentación que lanzaron los israelíes.
La parafernalia militar que ha dejado esta conflagración es tal que en Hanine decidieron instalar un improvisado museo con latas de atún, botellas de agua y paquetes de mermelada de Israel, entremezclados con granadas, uniformes chamuscados, botas y hasta tres cascos. Uno de ellos calcinado y todavía con pelo de quien lo portaba.
Hasan Marji se ha «especializado» en los explosivos. Tiene desde bombas de mortero a proyectiles de artillería en una habitación de su morada en Blida. «Esta temporada no vamos a recolectar tabaco, pero la cosecha de bombas está siendo muy buena», manifiesta con el típico humor negro que caracteriza a los libaneses. En una calle cercana, los activistas de Hizbulá han colocado un cartel no menos irónico: «Producciones Rice presenta: El nuevo Oriente Próximo».