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Líbano y la geopolítica de la guerra

Fuentes: El Nuevo Diario

Desde hace semanas el mundo contempla, impávido e indolente, la destrucción del Líbano, que no parece despertar la compasión de nadie, salvo cuando ocurren matanzas como la de Qana, con treinta y siete niños asesinados. Ningún país ha convocado siquiera a la Asamblea General de NNUU para que, ante la anunciada parálisis del Consejo de […]

Desde hace semanas el mundo contempla, impávido e indolente, la destrucción del Líbano, que no parece despertar la compasión de nadie, salvo cuando ocurren matanzas como la de Qana, con treinta y siete niños asesinados. Ningún país ha convocado siquiera a la Asamblea General de NNUU para que, ante la anunciada parálisis del Consejo de Seguridad, condenara la agresión israelí contra el indefenso Estado. Ciudades, puentes, carreteras, centrales eléctricas, ambulancias, puestos de NNUU son destruidos sin que nadie haga nada efectivo por detener a Israel. Los gobiernos se han limitado, unos a condenar formalmente la agresión, otros a justificarla invocando una inexistente legítima defensa.

La pasividad de la etérea «comunidad internacional» ha sido interpretada por Israel como una autorización indirecta de su guerra de agresión. A quiénes critican la brutalidad de sus métodos les restriega la guerra de la OTAN contra la disminuida Yugoslavia de Serbia y Montenegro en 1999, similar en brutalidad y uso de objetivos civiles con fines militares. Razón, ciertamente, no le falta. Esto, sin embargo, no explica las causas de la pasividad internacional. Salta a la vista que la acción israelí parece satisfacer intereses diversos de los países directa o indirectamente afectados por la guerra, de forma que, cada uno de ellos por su propia causa, ajusta sus planes mientras Líbano es destruido. El país sería una pieza más de un juego más amplio y, si ya fue destruido en anteriores ocasiones y vuelto a reconstruir, puede repetirse el guión otra vez, a un costo asumible en vida y bienes.

Fuentes occidentales, en primer lugar Israel, apuntan a que la crisis fue promovida por Siria e Irán, para apuntalar a sus respectivos gobiernos y crear un nuevo foco de tensión que distraiga la atención de cuestiones delicadas para estos países. En el caso de Irán, tal argumento tendría su lógica pues Líbano, efectivamente, ha desplazado de la atención internacional su programa nuclear y, al abrir un nuevo frente de guerra en la región más violentada del mundo, obligará necesariamente a EEUU y sus aliados a limitar la presión sobre dicho tema. Habría que señalar, sea o no cierta esta tesis, que al deteriorarse todavía más las relaciones entre Occidente y el mundo musulmán, un Irán terco y mejor armado vería aumentar su influencia y poder. La agresión de Israel contra Líbano -del mismo modo que la de EEUU en Iraq- no sólo no ha debilitado a Irán, sino que lo ha fortalecido más, dada su ascendencia sobre la comunidad chiíta y su influencia sobre Hezbolá. Irán es, hoy más que nunca, el país más influyente y estratégico de Oriente Próximo. Tiene en sus manos la capacidad de ayudar a resolver, o bien de terminar de desestabilizar, los conflictos existentes en Afganistán, Iraq y, ahora, Líbano, gracias paradójicamente, a EEUU e Israel.

Siria también resultaría fortalecida. El asesinato de Aviv Hariri erosionó a tal extremo su situación en Líbano que tuvo que retirar a los miles de soldados acantonados en territorio libanés desde 1982 y forzó la creación de una comisión investigadora de NNUU, para esclarecer el crimen. La ofensiva antisiria había logrado éxitos notables, dejando a Damasco completamente a la defensiva, con la comisión de investigación (¿alguien se acuerda de ella?) apuntando a los servicios de inteligencia siria. La agresión israelí y la creación de una nueva franja de seguridad devuelven la situación, mutatis mutandis, a la existente en los años 80. Líbano necesitará de Siria para su defensa y reconstrucción económica y para evitar que el país se instale otra vez en la guerra civil, en caso de que grupos pro-occidentales (y EEUU) quieran utilizar la agresión para que el ejército libanés actúe contra Hezbolá, que sería igual a declarar la guerra a la comunidad chiíta. O para reorganizar la región, como dice Bush, en cuyo caso, visto Iraq, hay que ponerse a temblar.

Gana Hezbolá, convertida hoy por hoy en la más prestigiosa, admirada y envidiada organización antiisraelí y antiestadounidense del mundo musulmán. Un prestigio tan grande que todas las demás organizaciones de resistencia y grupos terroristas, incluyendo sus más acérrimos enemigos, como Al Qaeda, se han visto obligados a darle un apoyo irrestricto. Al establecer una zona de seguridad, Israel le restablece en su razón de ser y pone otra vez a tiro de la probada eficacia de Hezbolá a los soldados israelíes. El prestigio obtenido le asegura la afluencia de combatientes, que serán entrenados en campos fuera del alcance israelí. Necesitaban un propósito y un objetivo y ambos se los ha vuelto a regalar Israel.

¿Qué gana Israel, con su reacción criminal, seguramente no prevista por nadie? Este país lleva cincuenta años intentando destruir el movimiento palestino, sin haber alcanzado ninguno de sus objetivos estratégicos. Su política violenta, signada de asesinatos, matanzas, bombardeos brutales, represión criminal y destrucción sin límite sólo ha logrado hacer mayor la resistencia y la obstinación palestina por poseer su propio Estado. Tres veces ha agredido Líbano, donde ocupó por veinte años una amplia porción de territorio libanés, pretextando la destrucción de sus enemigos para, finalmente, abandonar dicho país ante el efectivo y mortal acoso de Hezbolá. Cualquier persona que sepa un mínimo de guerra irregular sabe que ésta no se gana con bombardeos indiscriminados y destrucción de objetivos civiles. Sabe también que una organización guerrillera que goce de apoyo popular, amplia retaguardia y respaldo económico y militar resulta casi imposible de vencer. EEUU lo aprendió en Vietnam y la URSS en Afganistán. Siria e Irán nutren el arsenal y las arcas de Hezbolá y cada misil, munición y dólar gastados serán reemplazados.

El gobierno israelí conoce estas realidades y su acción, aunque use como pretexto una inútil guerra contra Hezbolá, está guiada por otros propósitos, dentro de los cuales tampoco cabría pensar en el desarme de esta organización. Para que el desarme pueda darse es preciso, o que Hezbolá acepte voluntariamente desarmarse, lo que debe descartarse completamente, o bien que la organización sea aplastada militarmente y esa tarea ¿quién la asumirá? ¿El ejército libanés? Guerra civil. ¿Fuerzas de NNUU, cuatro de cuyos observadores fueron muertos adrede por Israel? Habría otro Iraq y ningún país enviaría tropas a hacerle el trabajo sucio a Israel. ¿Qué busca, pues, Israel? Descartada la captura de sus soldados (si hubiera ocurrido en la frontera con Egipto no habría pasado nada), una posible respuesta es que Israel habría llegado a la conclusión de que cuanto peor, mejor. Es decir, que cuanto más frágil y precaria sea la situación en la región, más necesitarán EEUU y Europa de Israel como gendarme regional y adalid del civilizado Occidente contra las hordas de bárbaros musulmanes. Que, en la nueva configuración de poder en el mundo y la región, las presiones externas terminarían por obligarle a devolver los territorios ocupados y a aceptar un Estado palestino y que, para subordinar esa situación a sus intereses, era preciso crear un escenario de crisis permanente que hiciera imposible la paz. Primero el ataque a Gaza, luego la agresión contra Líbano. Cuanto más tiempo pase, mayor fuerza cobra la política israelí de hechos consumados, el muro ilegal y el temor occidental a una marejada de fundamentalismo islámico. Respuesta: más apoyo irrestricto y ciego a Israel.

Ganan también otros actores que no aparecen en este escenario de violencia y guerra. De manera clara, los países productores de petróleo, particularmente Rusia. La prolongación o agudización de la crisis en Oriente Medio garantiza precios al alza y, con ello, ingresos multimillonarios en las arcas nacionales. Más dinero significa, entre otras cosas, mayor capacidad de adquirir armamentos y tecnología militar, imprescindibles para países como Irán, tanto por las amenazas de un ataque de EEUU e Israel, como por su voluntad de ser una potencia regional. Disuadir a sus posibles agresores y alcanzar estatus de potencia requiere de una capacidad militar suficiente, imposible de obtener sin dinero. El militarismo rampante de Washington y Tel Aviv proveen a Irán de los ingresos necesarios.

Rusia puede hacer razonamientos similares, aunque desde una perspectiva más amplia y ventajosa. Sus principales ingresos provienen del petróleo y el gas, cuanto más caros, mejor. La volatilidad de Oriente Medio afianza su papel de gran suministrador de Europa y fortalece su condición de país estabilizador. Europa depende de Oriente Medio y Rusia y, si la crisis llegara a desbordarse en esa extensa zona, Rusia sería su principal tabla de salvación. Tal poder permitiría a Moscú tomar la iniciativa en sus áreas históricas de influencia, afectadas gravemente tras la desintegración de la Unión Soviética. Europa y EEUU han tenido que replegarse en Ucrania y el Cáucaso y EEUU se ha visto obligado a retroceder en Asia Central, donde Rusia ha mejorado posiciones. En el juego de suma-cero, lo que gana EEUU lo pierde Rusia y viceversa. El desastre militar y político de Washington en Iraq y el empantanamiento en Afganistán han dado ventajas a Rusia. La agresión contra Líbano aumenta el peso de Moscú en Europa y Asia Central. Sus vínculos con Irán le otorgan un papel esencial, que refuerza con ventas millonarias de armamento.

China, en fin, gana como potencia económica y comercial y fuente abundante de las divisas que Washington necesita para gastar en sus conflictos armados, de Afganistán a Líbano. Beijing invierte en su desarrollo industrial y científico-técnico lo que otros emplean en guerras. Al tiempo que aumenta la percepción mundial de EEUU como país violento y peligroso, se expande la imagen de China como potencia tranquila, mercado inagotable y receptor y proveedor generoso de todas las inversiones que busquen oasis de paz.

El último conflicto del Líbano no es fenómeno aislado, sino un capítulo más del sordo e implacable proceso de reordenación de fuerzas en el mundo, desatado con el suicidio de la URSS. EEUU está librando en el extenso arco que va de Paquistán a Líbano lo que, posiblemente, será su última gran batalla por mantener la hegemonía mundial. Frente a él tiene un abigarrado, complejo y enmarañado conjunto de viejas potencias dispuestas a volver a serlo, potencias emergentes decididas a reclamar su espacio y países medios y pequeños, así como un multicolor abanico de organizaciones y grupos ilegales, resueltos a librar sus propias y particulares batallas. Europa es el convidado de piedra, que mira impotente un juego que la desborda, con la economía temblando con cada misil que estalla, temerosa de que una agudización de la crisis haga explotar la bomba petrolera.

Por eso Israel puede destruir tranquilamente Líbano, reducido a accidente transitorio de las luchas mundiales de poder. Lo único que asoma claro es que el mundo que alumbra reducirá el papel de Occidente. Es ya un mundo multipolar y su ombligo se traslada a Asia. Queda orar (a Alá, Jehová y Jesús) que este reacomodo no termine en guerra mundial.

* Profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid. [email protected]