A pesar de la voluntad del escritor, la literatura dice cosas, inevitablemente, sobre las relaciones sociales de producción, es decir, no sobre la vida (esa amalgama), sino sobre lo que determina la vida; es decir la vida como historia.
¿Es posible «otra» literatura? Se pregunta con espíritu fundacional el teórico y profesor en excedencia preventiva (o paro) David Becerra. Tras el ciclo extenuado del realismo social; después de la pirotecnia fracasada de «todo el poder al mercado» y a los best sellers, que es el grito que se deriva de la posmodernidad y su etapa de bodeguillas y de la estomagante delincuencia moral de los premios literarios; y habida cuenta del fracaso de la socialdemocracia a la hora de elaborar y ofrecer una alternativa al capitalismo, ha llegado la hora de preguntarnos si es posible una novela de la emancipación, como dice Isaac Rosa, o si corresponde una literatura en cuanto intervención política en la realidad, como a veces ha escrito Marta Sanz o ha «producido» en sus relatos Belén Gopegui.
La estructura literaria se caracteriza por una ruptura interna, o una doble cara. Por simplificar: no lee lo mismo una novela un obrero con conciencia de clase que un trabajador cohesionado por la ideología dominante. Y a la inversa: a pesar de la voluntad del escritor, la literatura dice cosas, inevitablemente, sobre las relaciones sociales de producción, es decir, no sobre la vida (esa amalgama), sino sobre lo que determina la vida; es decir, la vida como historia. Esto es: la literatura es una gran mentira que puede decir la verdad. Algo de esto le ocurrió a Marx, tal como hay que entender su aseveración de que aprendió más economía en las novelas de Balzac que en todos los economistas de la época. Los personajes, lo quiera o no el autor, son piezas de las relaciones sociales de producción, incluidos los sentimientos y el sentido común que los cohesiona a esa «realidad».
A partir de aquí habría que intentar, pienso, una literatura que superara esa doble lectura, o doble cara, esa ruptura interna. Y que la superara no como ficción sino, sobre todo, como propuesta constituyente. Y volvemos inevitablemente al mejor Brecht, cuando les decía a los espectadores que la obra no terminaba en el texto, sino en la calle; que realmente la obra empezaba (como acción) en la calle. Brecht superaba así la identificación clásica del sujeto con la realidad a través del efecto de distanciamiento entre lo espontáneo y la dominación oculta de clase, para cerrar el círculo con la actuación constituyente del sujeto en el seno de la realidad «oficial», que era tratada con mirada y activismo «destituyente».
Y en eso andamos, pues. Escribir así constituiría, paso a paso, una nueva realidad. Una vez superada la ideología fatalista basada en el dogmatismo de la resignación, el texto no dejaría de latir con ritmo de «sí se puede» en la perspectiva de un tiempo diferente.