A la memoria de aquellos que no vuelven El lunes don Bardomiano despertó más temprano que de costumbre, calentó agua a leña y tomó un baño tibio a las cinco treinta. Había pasado la noche en vela escuchando el rumor de la llovizna rebotando en las tejas mezclado con los rezos apretados de su mujer, […]
A la memoria de aquellos que no vuelven
El lunes don Bardomiano despertó más temprano que de costumbre, calentó agua a leña y tomó un baño tibio a las cinco treinta. Había pasado la noche en vela escuchando el rumor de la llovizna rebotando en las tejas mezclado con los rezos apretados de su mujer, doña Aquilea. Ella, acostumbrada a madrugar desde hacía más de cincuenta años, se levantó y preparó su ropa en silencio. Tendió la cama de tablas, encendió otra veladora a la Guadalupana y continuó con el rezo. Cuando cantaron los gallos don Bardomiano ya estaba afeitándose a navaja la barba encanecida frente al trozo de espejo que tenía colgado en un puntal del tejabán del patio, a un lado de la pila de agua. La mañana estaba igual de triste que ellos, el cielo era una misma cosa plomiza que lloraba tercamente.
Don Bardomiano fue al cuarto y se vistió sin ánimo, sintiendo que en cualquier momento se le iba a salir la pena por los ojos. Cuando entró al cuartito de la cocina, iluminado apenas por un par de velas y humedecido por las goteras que escurrían del techo, encontró a su esposa más envejecida que nunca. Llevaba puestos los guaraches de hule y el rebozo sobre la cabeza de pelo largo y ceniciento, tenía los labios partidos y los ojos desgastados por la ausencia de sueño y el llanto.
―¿No quedamos en que nomás iba yo? -preguntó él sin ánimo, con la mirada apolillada y gris.
―No me dejates ir a despedirlo, aunque sea déjame ir a recogerlo -dijo doña Aquilea y su voz era una gotera más.
Don Bardomiano se acercó a ella e intentó una caricia manumisora pero el remordimiento y la culpa detuvieron su mano dejándola absurdamente en el aire. Fue doña Aquilea quien rescató la caricia metiéndose tímidamente en sus brazos. Don Bardomiano la recibió en silencio y no tuvo corazón para oponerse.
Al salir los recibió la llovizna impertinente de Pahuatlán en noviembre. Bajaron por el Camino Real durante hora y cuarto sin decir palabra, acomodando los pasos entre el lodo y los charcos. Don Bardomiano seguía escuchando debajo del ruido de sus botines resbalando en las piedras, el rezo apretado de doña Aquilea y le pareció el mismo rezo que hacía ya casi veinte años había escuchado. También había sido de madrugada y también en ese camino, la diferencia estaba en que entonces ella rezaba por él.
En aquellos tiempos don Bardomiano había decidido ir a buscar suerte a otras tierras y la única alternativa que encontró fue el Norte. «Nomás para hacer un dinerito, Aquilea, y así tener con qué hacerle frente a la vida», le decía. Doña Aquilea se opuso dócilmente a la determinación que había tomado, pero don Bardomiano arrojó una pregunta contundente: «Si no me voy ¿qué chingados vamos a comer?». Y doña Aquilea tuvo que comerse su tristeza. Unas semanas después vendieron las dos vacas y al mes don Bardomiano ya estaba subido en la camioneta de redilas sujetándose el sombrero para evitar que se lo llevara el viento y rumbo al Norte.
Desafortunadamente el viaje de don Bardomiano había durado poco, porque nada más entrar en territorio Yanqui la policía migratoria ya estaba esperando al grupo de mojados con quienes viajaba, y a los pocos días regresó a su pueblo, vencido, con el amargo sabor de la derrota metido en todo el cuerpo y con una sensación culpígena pudriéndole las entrañas que lo obligó a esconder el suceso como quien esconde la deshonra. A partir de entonces le vino una perniciosa resignación que lo ató a su maizal durante años, obligándolo a hacer verdaderos milagros para ganarse las tortillas.
Cuando entraron a Pahuatlán lo encontraron aún dormido, aplastado por aquel cielo grisáceo y por aquella llovizna que no terminaba nunca. Al llegar a los portales se detuvieron un momento a resguardarse y a recuperar el aliento. Desde ahí se contemplaban los perros husmeando en la basura amontonada en la plaza; el jardín medio oscurecido por las araucarias y los framboyanes donde las urracas se acurrucaban en sus nidos; más allá la calle vacía, la iglesia con el portón de madera aún cerrado y con el farol de la calle encendido; luego, la presidencia municipal donde llegaría su hijo. Después de sacudirse la llovizna se volvieron a meter en ella, cruzaron la plaza apretándose uno al otro y al pasar frente a la iglesia doña Aquilea quiso entrar a encender otra veladora, pero se cansaron de tocar el portón sin que les abriera nadie.
―Vámonos, vieja, ha de estar durmiendo el señor cura -dijo don Bardomiano-. Con este tiempo no dan ganas de despertarse nunca.
Entraron a la presidencia municipal rozando las ocho. Los recibió el juez oloroso a tabaco porque había pasado la noche fumando inagotablemente, y al verlos tan así, tan enterrados en el desamparo, le pasó por la cabeza decirles algo que sirviera de consuelo, pero la fragilidad de sus miradas le hizo pensar que si decía algo, cualquier cosa, ambos se quebrarían ahí mismo, delante de sus ojos, como si fuesen de cristal.
Buscó entonces dentro de su cabeza algunas palabras que no le resultaran tan inútiles pero no encontró ninguna y terminó diciendo:
―Quedaron de llegar a las nueve, pero con esta agua de seguro se retrasan.
―¿Podemos esperarlo aquí?
―Sí ―contestó el juez―. Ahorita les traigo un trago de café.
Doña Aquilea tomó asiento en la banca de madera mirando por la ventana la bruma que se extendía sobre los montes y continuó con sus plegarias. Don Bardomiano fue a la puerta y miró calle arriba hacia la entrada del pueblo; allá, donde se distinguía entre la llovizna la primera curva de la carretera hacia Tulancingo, la primera curva de la carretera hacia el Norte.
Meses atrás Francisco les había dado la noticia. Don Bardomiano y su mujer estaban sentados en el patio desgranando mazorcas, sumidos en el silencio y en el frescor del viento vespertino, cuando su hijo llegó con un brillo diferente en la mirada, se les paró delante y disparó a bocajarro:
―Me voy para el Norte.
Don Bardomiano sintió las palabras como perdigones incrustándosele en la carne, levantó la cabeza y asomó los ojos debajo del sombrero; doña Aquilea parpadeó despacio y aprovechó para encomendarse a Dios, pero ninguno dijo palabra.
―Me voy para el Norte -repitió Francisco.
Don Bardomiano se puso de pie con el ceño fruncido, encaró a su hijo y preguntó conociendo de antemano las respuestas:
―¿Cómo que te vas? ¿Para qué? ¿Por qué?
―Para ganar dinero, padre. Ya lo estuve pensando y si no le hacemos de este modo, no vamos a salir de este agujero nunca.
―No es tan fácil, mijo -rezongó su padre rascándose la nuca y manteniendo en secreto su travesía-. Toma ejemplo de doña Leoba, la tlayulera, se le fue el marido para el Norte y a los pocos días ahí estaba de vuelta.
Doña Aquilea continuó con su tarea, con los ojos humedecidos echó un vistazo furtivo a su hijo y se estremeció porque por un momento lo confundió con su marido. Y poco se equivocaba, ya que las palabras de Francisco sonaban igual de irrefutables que las de don Bardomiano de veinte años atrás.
―Ya lo sé, padre. Pero si no me voy nos vamos a morir de hambre.
―¿Y cómo piensas irte? -musitó doña Aquilea con la garganta anudada.
―De mojado -aseveró Francisco-. Por ahí anda el pollero y dice que cuesta quince mil pesos pasarme al otro lado; y luego allá están los Vargas, ellos pueden echarme una mano mientras me acomodo en alguna chamba.
Don Bardomiano quedó pensativo, tragó saliva tratando de tragarse su historia frustrada.
―¿No crees que sería mejor cambiar la siembra de maíz por cacahuate? Dicen que para el año que entra se le va a sacar más ganancia.
―No, padre. Aunque sembráramos oro, esta tierra no nos va a sacar del hoyo. Ya le estuve dando vueltas al asunto y no hay modo. Además, me dice el pollero que llegando allá tendré chamba en la pizca de jitomate; así luego podré mandarles unos pesos.
Doña Aquilea dejó a un lado la mazorca, se puso de pie y abrazó a Francisco.
―No te vayas, Francisco, tengo un mal presentimiento -suplicó-. Ayer cuando estaba desjehuitando el patio me piqué el dedo con malamujer. Dicen que eso trae malagüero. Mejor quédate, mijo, ya verás como poco a poco la vamos pasando.
―No, madre, lo que no quiero es verla más rato sobándose el lomo. Ya verá usted cómo en un tiempito hasta le podemos cambiar la teja a su cocina.
―¿De dónde vas a sacar el dinero? -fue don Bardomiano el que preguntó.
―Eso mismo se lo quería preguntar a usted, padre. A ver si usted podría ayudarme con alguito.
Don Bardomiano se quitó el sombrero, dio unos pasos haciendo cuentas mentalmente.
―¿Cuánto te hace falta, mijo? -preguntó, decantando su fe hacia este nuevo viaje.
―Nomás tengo cinco mil -contestó Francisco.
―Pues va estar difícil, pero le vamos hacer la lucha -dijo él evitando la mirada de su mujer y poniendo la vista en el resplandor del sol que se estaba escondiendo ya detrás de los cerros.
Aunque vendieron la chiva que engordaban y dos guajolotes, no completaron los diez mil pesos restantes. Por lo que don Bardomiano tuvo que pedir un préstamo a don Rogelio, el farmacéutico, con la promesa de que en cuanto llegara el primer giro de Francisco, se lo devolvería inmediatamente. Don Rogelio, viejo avezado en asuntos de dinero, aceptó siempre y cuando firmaran un pagaré donde se estipulaba el quince por ciento de interés.
―¿No se le hace usted que es mucho, don Rogelio? -preguntó don Bardomiano intentando ablandar los intereses.
Pero el farmacéutico no movió su postura ni un centavo.
―Ésa es la única forma que tengo de ayudarlo, don Bardo. Usted dirá.
Don Bardomiano lo pensó un momento, pensó en su viaje frustrado hacía veinte años, pensó en la nueva oportunidad que tenía su hijo, pensó en el techo de la cocina de su esposa, pensó en los siete pesos que le pagaban por cada cuartillo de maíz.
―Está bueno -dijo aplastado por la esperanza, y firmó el pagaré.
El día en que Francisco se fue también era de madrugada. Don Bardomiano no permitió que doña Aquilea fuese a despedirlo, alegando que Francisco se debería ir contento, y que sus lágrimas sólo lo entristecerían haciéndole más pesada la despedida. Así que su madre lo besó en el umbral, le colgó un escapulario de la Guadalupana y le dijo mordiéndose los labios: «Que el manto sagrado de la Virgencita te cuide y te guarde, mijo. Mientras tanto, aquí estaremos pendientes de tu regreso». Don Bardomiano lo acompañó en silencio escuchando a lo lejos algún ladrido de perros. Al llegar a la salida del pueblo ya los esperaba una camioneta de redilas con otros hombres que cuchicheaban y fumaban impacientes. Se abrazaron con fuerza, apretando los ojos, y por un momento don Bardomiano sintió que era él mismo el que otra vez partía, el que otra vez lo intentaba. Dio una palmada en la espalda de Francisco y lo miró caminar hacia la camioneta justo cuando la mañana ya estaba levantando sus párpados y ya dejaba distinguir las caras;
lo miró subir en la batea;
lo miró voltear la cabeza buscándolo;
lo miró levantar la mano mientras se alejaba;
lo miró sonreír tristemente;
lo miró empequeñecerse en la distancia y perderse en la primera curva de la salida al Norte, y justo entonces entendió, profundamente, que su hijo se iba.
Quince días después recibieron con alegría el primer telegrama de Francisco. Decía que aún estaba en México, en Reynosa, y que cruzar la frontera resultaba muy complicado, pero que lo estaba intentando y que sobre todo, sí era posible. A partir de entonces cada mañana después de dejar preparada la ropa de su marido, doña Aquilea iba a la iglesia a pedirle a la Guadalupana que iluminara el camino de su muchacho.
Tres semanas más tarde recibieron otro telegrama. Esta vez Francisco les contaba que había cruzado la línea, que lo había hecho nadando y que por fin estaba ya viviendo en la casa de los Vargas, en Houston, Texas. Decía también que ahí no había trabajo pero que la siguiente semana otro pollero lo llevaría más al norte, al estado de Tennessee.
Unos días después de haber hecho el primer pago doloroso de los intereses al farmacéutico, recibieron el siguiente telegrama. Éste ya no lo escribía su hijo, sino el gobierno de México. Explicaba en tres líneas las causas de la repatriación de Francisco y el día y la hora en que llegaría al pueblo para que fueran a recogerlo.
Frente a la presidencia municipal, don Bardomiano seguía mirando fijamente la salida del pueblo, esa misma que hacía veinte años lo había llevado a su derrota, esa misma donde dos meses antes había despedido a su hijo. Eran ya las nueve treinta y el cielo todavía no abría, la llovizna seguía obstinadamente calando los huesos. Entonces, entre la bruma vislumbró a lo lejos una camioneta del Gobierno Federal y supo que se trataba de su hijo:
―Ya viene, vieja -siseó abatido, sin ganas de decirlo, y nada más escucharlo doña Aquilea rompió a llorar inconsolable.
Don Bardomiano fue a media calle y clavó los ojos en la camioneta, la sintió acercarse lentamente mientras la lluvia le escurría por el ala del sombrero. Doña Aquilea instintivamente fue a su marido y le tomó el brazo, temblando, hundiéndole los dedos en la carne. La camioneta se acercó a ellos lentamente sorteando los baches del camino de tierra y se estacionó frente a la presidencia. El juez ya estaba en el umbral, el conductor bajó protegiéndose de la llovizna.
―¿Quién va a firmar? -dijo burocráticamente.
―Yo -musitó don Bardomiano.
El conductor extendió unos documentos y ordenó:
―Aquí, por favor.
Don Bardomiano cruzó el documento con un garabato sin sentido mirando cómo las gotas que escurrían de su sombrero iban borrando las letras. Después, fueron a la parte trasera de la camioneta, abrieron las puertas de par en par y apareció el ataúd de Francisco.
Doña Aquilea se echó sobre el féretro ahogada en llanto, sacudida por el dolor; don Bardomiano dio unos pasos tambaleantes hacia atrás, la lluvia seguía chorreándole por el ala del sombrero y ya había borroneado todo el documento de defunción que apretaba en la mano. Quedó mudo, tieso, ensordecido, derrotado para siempre, luído por dentro. El cielo seguía triste, llorando empecinadamente, como si la llovizna no se fuera a acabar nunca.