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Lo que diga Netanyahu es irrelevante

Fuentes: Rebelión

Israel, en boca de su primer ministro ha renovado su juramento de fidelidad al movimiento sionista, fundado en Basilea por Theodor Herzl a partir de una lectura que dota de legitimidad política e instaura como documento y argumentario fundacional de un Estado moderno a las historias recogidas en el Antiguo Testamento. Esto significa renovar, con […]

Israel, en boca de su primer ministro ha renovado su juramento de fidelidad al movimiento sionista, fundado en Basilea por Theodor Herzl a partir de una lectura que dota de legitimidad política e instaura como documento y argumentario fundacional de un Estado moderno a las historias recogidas en el Antiguo Testamento.

Esto significa renovar, con la novedad, de convertirlas en el «único camino posible para la paz» un complejo de normas de excepción y seguridad basadas en el nacionalismo religioso y étnico que reparte derechos de nacionalidad en función de la pertenencia religiosa y de un sistema de conversión y lectura de los apellidos en manos de clérigos ortodoxos (les llamarían integristas si fueran musulmanes) que permite que un diputado emigrado a Israel hace apenas quince años, tenga más derechos que un anciano nacido allí y cuya familia cultivó olivos por generaciones. Un sistema que también permite que ese diputado emigrante proponga enviar a la cárcel a quien realiza un ejercicio de memoria histórica y trate de reivindicar la lectura palestina de la historia y que se prive de derechos de ciudadanía a quienes no se sometan a la naturaleza etno-religiosa con la que los sionistas se han dotado. Cárcel por delitos de opinión, ciudadanos de primera y de segunda. Poblaciones encerradas en muros y ghettos, privadas de alimentos y libertad de movimiento.

Pero más ofensivo aún que escuchar las palabras de Netanyahu es que la comunidad internacional acepte esta premisa como camino para la paz en Oriente Medio: La única vía para la paz es la consolidación de «Eretz Israel», el Estado fundado sobre esta premisa, la de la etno-religiosidad, que no dispone aún de fronteras definidas o Constitución, como patria del pueblo judío y, por tanto, como Estado exclusivamente judío. Con sus colonos, que continuarán aumentando como lo han hecho con o sin proceso de paz, con Jerusalén separada del territorio palestino y bajo control judío y sin posibilidad del reconocimiento del derecho al retorno.

En definitiva, sólo se puede hablar de paz dictándole a los palestinos las condiciones inasumibles que deberían aceptar para que se abriese un diálogo. Se trata, simplemente, de una inaceptable falta de respeto a la inteligencia que la comunidad internacional no debe dar por válidas. Si Netanyahu asegura que estas son sus «condiciones para la paz», se considera que el proceso de paz está abierto. Que son ahora los palestinos quienes deben recoger el guante y ser valientes, asumiendo compromisos, para que esta paz sea posible. Es inaceptable. La política de la paz, la industria de la paz, el «buenismo» absolutamente hipócrita al que estamos acostumbrados y que se patea hacia delante en el tiempo una y otra vez con el único objetivo de ganar tiempo y así consolidar el viejo plan sionista «la mayor cantidad de tierra con la menor cantidad de población». Aceptar esto no es más que puro colaboracionismo.

Poco a poco la mayoría de la población comienza a comprender que no se trata de que los Palestinos reconozcan al Estado de Israel. No radica ahí el problema. Israel no tiene la más mínima intención de reconocer un Estado Palestino, y por tanto, la insistente petición de reconocer al Estado Israel, entendido como una entidad exclusiva para los judíos, que puede ampliar continuamente sus fronteras a través de la anexión beligerante y la colonización, no resulta pertinente. Es hipócrita y pertenece al «peras quieres, manzanas traigo» que tan fácilmente puede comprenderse. Israel existe como Estado. Palestina, no. No es Palestina quien debe reconocer a Israel. Menos aún en tanto régimen de ocupación beligerante y apartheid. El guante no se encuentra en la arena palestina. Ya casi nadie cree en las condiciones israelíes, ni en su hueco discurso para la galería. Cada vez es más fácil comprender que la cualidad «Estado judío» es abiertamente racista, supremacista y segregacionista. Fuera de época y más propia del Apartheid sudafricano del siglo pasado que del año 2009. Ya nadie cree en términos como la «paz económica», que quiere legitimar en realidad la institucionalización de bantustanes aislados por muros y verjas bajo la dependencia de la comunidad internacional a través de políticas de desarrollo y ayuda humanitaria. Israel no es, en estos momentos un Estado civilizado y por eso no debe ser reconocido en su formulación actual, étnica y beligerante, construída a partir de la negación de los derechos de los Palestinos.

Y digo casi nadie cree en las condiciones israelíes porque quienes, desde la comunidad internacional, deberían pararse de una vez por todas ante la camarilla de políticos militaristas y racistas que dirigen el Estado de Israel, dejando de recibirles como iguales y condenando abiertamente sus políticas, sí se creen la neolingua de sus líderes. Resulta increíble, ridículo y hasta patético que quienes desataron la campaña militar más mortífera que Gaza recuerde hace apenas seis meses, insistan en que no desean la guerra, quienes amenazan con atacar Irán con cada vez más fuerza, aseguren que no quieren volver a ver a sufrir a sus compatriotas. Es incomprensible que Gaza, con su masacre y su bloqueo total, no hayan generado la más mínima modificación de políticas hacia Israel por parte de ninguno de nuestros gobernantes.

Pero más increíble, patético y ridículo aún es el hecho de que la mayoría de nuestros políticos compren la versión de los hechos del gobierno Netanyahu y repiquen ahora con declaraciones estúpidas que versarán sobre «la firme apuesta por la paz en Oriente Medio» o la necesidad de convertirse en interlocutores válidos de la ventana que se abre para la paz».

Ayer Netanyahu podría haber hablado flanqueado por todos nuestros Ministros de Asuntos Exteriores. Incluso por los diputados españoles que trabajan para garantizar la impunidad de los militares israelíes en sus acciones contra la población palestina. Es importante que cada vez que escuchemos una vez más la estúpida y falsa «letanía del diálogo y la paz» comencemos a comprender e interiorizar, para actuar en consecuencia, que todo esto es producto y consecuencia directa de los cordiales abrazos con los que nuestros líderes les reciben.

Modificación de las leyes españolas que persiguen crímenes israelíes, mejora de las relaciones entra la Unión Europea e Israel mueran todos los palestinos que mueran, hermanamientos entre sus ciudades y nuestras ciudades, intercambios culturales, subvenciones públicas a entidades de lobby pro-israelí como la Casa Sefarad, censura en los medios, ataques a los periodistas que se atreven a criticar el comportamiento israelí y así un sin fin de ejemplos.

Hace tiempo que el problema ya no está en Israel. El problema está en casa. En el Palacio de Santa Cruz, en el Congreso de los Diputados o en el Ayuntamiento de Barcelona que tan cómodo se siente, hermanado con Tel Aviv. En definitiva, en cada una de nuestras instituciones que legitima al Estado de Israel y sus políticas de exclusión. Lo que dijese ayer Netanyahu es irrelevante. La actitud de nuestro gobierno no lo es. Se trata de un colaboracionismo cada vez menos indisimulado con un proceso de limpieza étnica y es hora de actuar en consecuencia.