José Saramago ha llegado a Cuba. Ha conversado con colegas y lectores, editores y amigos. Lo que más agradece, según sus propias palabras, es que «me hayan sorprendido» con la posibilidad de recorrer las instalaciones de la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI) y la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM). Porque «lo que está haciendo Cuba […]
José Saramago ha llegado a Cuba. Ha conversado con colegas y lectores, editores y amigos. Lo que más agradece, según sus propias palabras, es que «me hayan sorprendido» con la posibilidad de recorrer las instalaciones de la Universidad de Ciencias Informáticas (UCI) y la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM). Porque «lo que está haciendo Cuba con la revolución tecnológica que vi en esa Universidad, donde ingresan 2 000 estudiantes al año, y por la formación de jóvenes que en sus países nunca hubieran podido pagarse los estudios de Medicina, muchachos de casi todos los países de América Latina, es no postergar la utopía para dentro de 200 o 300 años, es para mañana mismo; y yo pienso en ese mañana que es el que me interesa porque estoy vivo».
Su experiencia en la ELAM lo llevó a contrastar ese gesto solidario, que calificó como «una extraterritorialidad positiva», con una bien negativa, según su criterio, que se halla en la construcción de la Europa comunitaria, en la que, «los servicios serán privatizados, desde la escuela hasta los cementerios, y el ciudadano estará a merced de esos designios».
Todo ello lo dijo en el encuentro que sostuvo con profesores y estudiantes de la Universidad de La Habana el último jueves 16 de junio. Curiosamente, pero de manera nada casual, esas apreciaciones suyas apenas han sido divulgadas. A las agencias de prensa y los corresponsales de órganos extranjeros acreditados en La Habana, salvo contadas y honrosas excepciones, únicamente les interesaba saber por qué Saramago estaba en Cuba, como si su sola decisión de venir a respirar estos aires no bastara.
Al principio de su intervención en el Aula Magna, el Premio Nobel de Literatura quiso poner el balde antes de que goteara el techo: «Quiero aclarar, de una vez para siempre, por qué estoy en Cuba», expresó, para dejar zanjada, de una vez, el desencuentro que se produjo entre la Isla y él en la primavera del 2003. Con palabras muy precisas declaró: «Soy amigo de Cuba en cualquier circunstancia». A continuación se refirió a su manera de diferenciar disidencias de opinión y oposiciones manipuladas: «Disentir -consideró- es un derecho que no debería negarse a nadie, tanto en Cuba como en otra parte, en los mismos Estados Unidos. A los opositores no debíamos llamarles disidentes. (…) Pero cuando los opositores están al servicio de intereses extranjeros, aquí o en cualquier parte, se vuelven casos que deben ser contemplados por las leyes».
El escritor portugués pensó que esa declaración era suficiente. Incluso dijo algo más al dialogar con los estudiantes: «Podemos estar en desacuerdo sobre algún punto, y lo decimos con franqueza y lealtad… pero siempre pensamos que el país es vuestro y tenéis el derecho de decidir».
Pero no. No era suficiente para un tipo de información que responde a fórmulas tópicas de abordar todo lo que se relaciona con la realidad cubana. Había que encuadrillarlo, acosarlo, apuntarle a la boca para que le diera atrás a la máquina del tiempo, para atrincherarlo en sus criterios en la primavera del 2003 o extraerle un improbable acto de contrición.
Las palabras que escribí en cursiva dos párrafos atrás no aparecen en ninguna reseña de la intervención de Saramago. Como tampoco ninguna alusión a sus conceptos sobre la literatura, la filosofía, el papel del hombre y la mujer en la vida y sus visiones sobre las esperanzas y frustraciones humanas.
En todo caso, Saramago ha llegado a Cuba, como otras veces, esta vez nuevamente de cuerpo presente, pues, desde que lo descubrieron los lectores de la Isla, sigue llegando con la deslumbrante densidad de su prosa, con el irreductible peso de su escritura.