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Los ataques machistas coordinados en Colonia y los errores eurocéntricos de una izquierda europea postlaica

Fuentes: Sin Permiso

La reacción negacionista de buena parte de las izquierdas europeas a los ataques machistas perpetrados simultáneamente en al menos 10 ciudades europeas por varones «musulmanes» fundamentalistas, señaladamente en Colonia, no sólo ha sido lamentable, sino reveladora tal vez de algo más profundo. Precisamente, ciertas izquierdas europeas sedicentemente radicales («multiconfesionales», «multiculturales»: postlaicas, en suma) que han […]

La reacción negacionista de buena parte de las izquierdas europeas a los ataques machistas perpetrados simultáneamente en al menos 10 ciudades europeas por varones «musulmanes» fundamentalistas, señaladamente en Colonia, no sólo ha sido lamentable, sino reveladora tal vez de algo más profundo. Precisamente, ciertas izquierdas europeas sedicentemente radicales («multiconfesionales», «multiculturales»: postlaicas, en suma) que han ido abandonando en las últimas décadas el primer valor fundacional de la izquierda -el laicismo republicano- son objeto aquí de una crítica tan oportuna e inclemente como esclarecedora por parte de la conocida feminista y luchadora laicista argelina Marieme Hélie-Lucas: «Que la izquierda y demasiadas feministas se atengan a la teoría de las prioridades (la exclusiva defensa de las gentes de origen migratorio -recategorizadas como `musulmanes´- frente a la derecha capitalista occidental), es un error mortal que la historia juzgará implacablemente: es abandonar a su suerte a las fuerzas progresistas de nuestros países. Deserción cuya absurda inhumanidad pone una tacha indeleble en la bandera del internacionalismo.»

Los hechos

En la Nochevieja de 2015 se produjeron ataques sexuales coordinados contra mujeres en espacios públicos de cerca de 10 ciudades europeas, la mayoría en Alemania, pero también en Austria, Suiza, Suecia y Finlandia. Varios centenares de mujeres han denunciado hasta la fecha asaltos, robos y violaciones. Esos ataques fueron perpetrados por hombres jóvenes de origen migratorio (inmigrantes, peticionarios de asilo, refugiados, etc.) procedentes del Norte de África y de Oriente Próximo.

No resultan sorprendentes las reacciones: ocultación de los hechos hasta donde les fue posible -de su coordinación internacional, de su magnitud- por parte de los gobiernos, de su policía y de los medios de comunicación: sacrificaron, como es habitual, los derechos de las mujeres a la paz social. Levantamiento preventivo de escudos vociferantes por parte de buena parte de la izquierda europea y de no pocas feministas, a fin de defender a los extranjeros, presuntos «musulmanes», como potenciales víctimas del racismo. (Repárese en el giro semántico: no «árabes» o «norteafricanos», según los describieron en términos geográficos las propias mujeres atacadas y la policía, sino «musulmanes».) Exigencia de mayores medidas de seguridad por parte de la extrema derecha, y paso a la acción de la misma en Alemania, en donde se dio un primer pogrom indiscriminado contra población no blanca. Negacionismo y racismo: las respuestas habituales, desde los años ochenta, al auge del fundamentalismo musulmán de extrema derecha en Europa.

La memoria

En el corazón de Túnez. Una protesta de las feministas laicas contra Ben Alí. Grupos de jóvenes varones fundamentalistas -hay pruebas de su afiliación- rodearon a las manifestantes (eran mayoritariamente mujeres), las aislaron y las atacaron sexualmente manoseando sus pechos y sus genitales y golpeándolas con gran violencia, todo ello a pesar de los intentos de rescate de los varones que habían acudido a la manifestación para apoyarlas solidariamente. La policía se limitó a observar los acontecimientos.

Plaza de Tahrir, El Cairo. La plaza en la que se reunía la oposición antigubernamental. Por vez primera, las mujeres aprovechaban la oportunidad para ejercer sus derechos de ciudadanía. Grupos de varones jóvenes (¿miembros de los Hermanos Musulmanes, o manipulados por ellos?) empezaron a molestar sexualmente a centenares de mujeres manifestantes (y a periodistas extranjeros), las fotos publicadas por la prensa las mostraban parcialmente desnudas, y hubo denuncias de violación. También la policía se acercó, pero para golpear a las mujeres manifestantes y forzarlas luego a someterse a tests de «virginidad»… La política de terror sexual durará meses en El Cairo, al punto de que las organizaciones de mujeres desarrollaron un mapa electrónico de emergencia de El Cairo para poder registrar los ataques en tiempo real y dar oportunidad de actuar a los grupos de varones rescatadores.

Memoria mucho más vieja. Argel. Verano de 1969. Primer Festival Cultural Panafricano: centenares de mujeres sentadas en el suelo en la gran plaza de Correos, que ha sido cerrada al tráfico rodado. Asisten a uno de los muchos conciertos públicos que tienen lugar cada día entre las cinco de la tarde y las cuatro de la madrugada, eventos culturales a los que las mujeres acuden en masa. Muchas de ellas visten el tradicional haïk blanco típico de la región, y han venido con niños. De anochecida, hacia las 20 h 30′, un grito atronador: «en- nsa, l-ed-dar» (¡las mujeres, a su casa!) coreado por cientos de hombres que también habían acudido al concierto. Grupito tras grupito, y con harto desconsuelo, las mujeres y los niños abandonan la plaza. Los hombres, triunfantes, despectivos, se mofan de ellas. Los nazis definían así el lugar de las mujeres: KKK (iglesia, cocina, niños, por sus siglas en alemán). Siete años después de la independencia, el lugar asignado en el ámbito público a las celebradas heroínas revolucionarias de la gloriosa lucha de liberación argelina quedaba ahora claramente definido. Patriarcado y fundamentalismo, cultura y religión volaban alto y de la mano.

¡Qué extraño que no se hagan esas asociaciones a la vista del actual ataque en ciudades europeas, ni siquiera por parte de feministas que dieron su apoyo a las mujeres asaltadas en la Plaza Tahrir!

Una izquierda postlaica entre el negacionismo y el racismo

Diríase que Europa no puede aprender nada de nosotros. Que nada de lo que ocurra o haya ocurrido en nuestros países puede llegar a tener relevancia alguna para lo que que ocurre en Europa. Por definición. Un racismo subyacente, y jamás expuesto a la luz entre la izquierda radical, admite implícitamente una diferencia insalvable entre los pueblos civilizados y los subdesarrollados: entre sus respectivas conductas, culturas, situaciones políticas. Bajo esa alteridad esencializada hay una jerarquía demasiado vergonzosa como para que merezca siquiera mención: la ciega defensa que la izquierda radical hace de los reaccionarios «musulmanes» abraza implícitamente la creencia de que, para no europeos, una respuesta de extrema derecha es una respuesta normal a una situación de opresión. Es claro: no se nos ve a nosotros como capaces de respuesta revolucionaria. (No hay espacio aquí para explicar el modo en que esa creencia se exporta incluso a las élites de la izquierda en Asia, África [y América Latina].)

Casandras a las que nadie presta oídos, no hemos dejado, sin embargo, de desgañitarnos en estas últimas tres décadas alertando de similitudes políticamente ilustrativas. Las mujeres argelinas especialmente, que sufrimos el terror fundamentalista en los 90, hemos apuntado sin desmayo a pasos dados en Argelia entre los 70 y los 90 similares a los ahora registrados en Europa y Norteamérica: ataques a los derechos legalmente exigibles de las mujeres (reivindicación de leyes específicamente «musulmanas» en materia de familia, de segregación por sexo en los hospitales, piscinas y otros espacios públicos), junto con reivindicaciones comunitarias en educación (carreras académicas distintas, no laicas); luego, ataques lanzados contra individuos que no se allanan a esas exigencias (muchachas apedreadas y quemadas hasta la muerte) y, enseguida, contra cualquier laico estigmatizado como kofr (periodistas, actrices, Charlie); finalmente, ataques indiscriminados contra cualquiera cuya conducta no se ajuste a la observancia de normas fundamentalistas (Bataclan, terrazas de cafeterías, partidos de fútbol, etc.). Todo eso se fue desarrollando acorde a esa progresión en la Argelia de los 70 a los 90, empezando igualmente con ataques a los derechos de las mujeres y aún a la existencia misma de las mujeres en el ámbito público: nosotros sabemos y ellos saben que los gobiernos no vacilan a la hora de entregar los derechos de las mujeres a cambio de una forma de tregua social con los fundamentalistas.

Sin embargo, la izquierda europea parece incapaz de substraerse a su propia situación, en la que gentes de diversos ascendientes migratorios, entre ellos pretendidos «musulmanes», arrostran la discriminación. Esa izquierda extrapola y exporta su comprensión del auge fundamentalista a nuestros propios países, en los que los «musulmanes» ni son una minoría ni están discriminados (salvo por sus propios hermanos). Pero aún peor que eso es que la izquierda entregue a las fuerzas de la extrema derecha tradicional la exclusiva del discurso sobre la otra extrema derecha, la del fundamentalismo musulmán, ofreciéndole así en bandeja el monopolio de la legítima denuncia de la llamada derecha religiosa originaria de nuestros países.

Yo me temo, muchos de nosotros nos tememos, que esa negación pueda conducir a acciones punitivas populares indiscriminadas: las que, en efecto, satisfacen el deseo de venganza de la extrema derecha xenófoba tradicional y, a la vez, las ansias de la extrema derecha fundamentalista de ampliar sus bases de reclutamiento en Europa. Ya empezamos a ver iniciativas de varios alcaldes de extrema derecha tendentes a legitimar la formación de milicias populares armadas a fin de «proteger» a los ciudadanos franceses. Es verdad: la izquierda, lo mismo que la socialdemocracia, se oponen a esas iniciativas. Pero: en la medida en que se niegan a afrontar el problema del fundamentalismo musulmán y se entestan en la negación, abandonando de facto el terreno ideológico a la extrema derecha racista.

¿Cómo ignorar los pasos dados hasta ahora por los fundamentalistas en Europa? El reciente y brutal desafío lanzado a la presencia de mujeres en el espacio público el pasado 31 de diciembre no es sino una ilustración más del asunto… La distorsión propiciada por la mirada eurocéntrica obnubila al punto de no querer ver las similitudes con lo que ocurrió en, por ejemplo, el Norte de África y en Oriente Próximo. En Europa, los «musulmanes» se ven como víctimas, como minoría oprimida, lo que aparentemente justificaría cualquier comportamiento agresivo y reaccionario de su parte. Pero basta cruzar unas pocas fronteras para apreciar, cuando son mayoría o llegan al poder, la naturaleza de su programa en relación con la democracia, el laicismo, los fieles de otras religiones y las mujeres. La total carencia de análisis político es lo que permite su crecimiento en Europa. Gracias a la opresión capitalista y xenófoba en Europa, la extrema derecha fundamentalista resulta blanqueada en sus políticas archi-reaccionarias. Y no sólo en Europa, sino también en sus propios países de origen. ¡Bonito enfoque eurocéntrico!

Que la izquierda y demasiadas feministas se atengan a la teoría de las prioridades (la exclusiva defensa de las gentes de origen migratorio -recategorizadas como «musulmanes»- frente a la derecha capitalista occidental), es un error mortal que la historia juzgará implacablemente: es abandonar a su suerte a las fuerzas progresistas de nuestros países, una deserción cuya absurda inhumanidad pone una tacha indeleble en la bandera del internacionalismo. Y a esa pesada losa conceptual con que carga la izquierda (enemigo principal y enemigo secundario) viene a añadirse otra, esta vez procedente de las organizaciones de derechos humanos: una implícita jerarquía de derechos fundamentales, en la que los derechos de las mujeres quedan muy por debajo de los derechos de las minorías, de los derechos religiosos o de los derechos culturales, por limitarnos a los más comúnmente contrapuestos a los derechos de las mujeres. Y eso incluye a la ONU.

Desde el 11S de 2001 en los EEUU y las medidas de seguridad que le siguieron, se observa un verdadero juego de prestidigitación malabar ejecutado por las organizaciones de derechos humanos y por la izquierda radical: ocultar las causas en beneficio de las consecuencias. El tema principal de análisis y de debate es «la guerra contra el terror», los innegables y notorios abusos engendrados por ella, la limitación de las libertades civiles, el temor por las perspectivas de futuro de la democracia. (No entro aquí en el fondo de esas acusaciones; me limito a observar la metodología empleada.) Todos esos asuntos dominan ahora el escenario en Francia para combatir el estado de emergencia adoptado luego de los ataques de noviembre en París y el consiguiente miedo a que llegara a prosperar en Francia un equivalente de la Patriot Act estadounidense.

Al propio tiempo, el «terror» mismo desaparece del discurso público, pierde realidad, y se convierte en una mera ilusión, en un hombre de paja utilizado por los gobiernos para emprender acciones liquidadoras de las libertades. A juzgar por el discurso, habría -¡desde luego!- una «guerra contra el terror». ¡Pero no habría «terror»! Se trataría meramente de una fantasía de la extrema derecha xenófoba. Habría, claro es, bombas que explotan en París, pero no guerra en Francia… Hay un sinfín de cábalas sobre lo que no debería hacer el gobierno, sus propósitos son denunciados como perversos, manipulatorios, dañinos para las libertades. Se dice que ninguno es necesario para asegurar la seguridad de la sociedad. Se dice que son provocaciones a los «musulmanes».

Prestigiditación, megalomanía y degeneración eurocéntrica de la izquierda postlaica

Un sistema de causas y consecuencias reaparece ahora. Pero con imagen invertida. Un ilusionista tradicional sacaría el conejo de la chistera en la que lo hizo desaparecer; pero aquí lo que hacemos es sacar la chistera del conejo…

Un fenómeno de alcance mundial -el auge de una nueva cepa de la extrema derecha: por ejemplo, el fundamentalismo musulmán- no sólo queda justificado, sino que desaparece casi literalmente tras la cortina de la crítica de las reacciones que engendra. Cualquiera que sea nuestra posición respecto de la naturaleza y la deriva actualmente observada en esas reacciones, no deberíamos permitir que el fenómeno mismo se evaporara: en el mundo real, a diferencia de lo que ocurre en los discursos de la izquierda radical y de las organizaciones de derechos humanos, la negación de las cosas no las hace desaparecer.

Creer, ya sea por un instante, que un fenómeno político de alcance mundial podría estar determinado por el capitalismo occidental y sólo por él (cualesquiera que sean los regímenes y las formas de gobierno en que ese fenómeno aparece, los estadios de desarrollo económico y cultural de esos países, las clases y las fuerzas políticas en presencia, etc.) es una forma de megalomanía.

A lo largo de estos últimos treinta años, enterrar la cabeza en la arena no ha servido para frenar las crecientes exigencias avanzadas por los fundamentalistas de extrema derecha. Ni en Europa, ni en parte ninguna. Lejos de eso, el fundamentalismo ha surfeado a su buen placer sobre la ola de ocultación de su naturaleza política a través de su cínica explotación de las libertades democráticas y los derechos humanos.

Lo que anda aquí en juego va mucho más allá de los derechos de las mujeres: es un proyecto de establecer una sociedad teocrática en la que, entre muchos otros derechos, los de las mujeres se vean gravemente cercenados. La acción concertada que se desarrolló a escala europea el pasado 31 de diciembre y su abierto desafío al lugar de las mujeres en el espacio público juega exactamente el mismo papel que la inopinada invención del llamado «velo islámico»: es una exhibición de fuerza y de visibilidad.

Esa exhibición de fuerza puede verse coronada por el éxito, como en buena medida ocurrió con la imposición del «velo islámico» a las mujeres. El consejo ofrecido ahora por algunas autoridades alemanas [por ejemplo, la alcaldesa democristiana de Colonia] a las mujeres atacadas es buen indicio: adaptaos a la nueva situación, alejaos de los hombres («a un brazo de distancia»), no salgáis solas, etc. En suma: someteos o pagad el precio de la insumisión. Si algo te ocurre, será por tu culpa,y advertida quedas…

Un consejo que trae a la memoria lo que solía decirse en los tribunales de justicia a las mujeres violadas no hace tanto tiempo: ¿qué hacía usted allí? ¿A esas horas? ¿Y vestida así? Un consejo que los predicadores musulmanes fundamentalistas harán definitivamente suyo…

Que la preocupación principal haya sido la de proteger a los victimarios, y no la de defender a las víctimas, es una variante de la habitual defensa de la violencia masculina contra las mujeres. ¿Hasta qué punto es una defensa del patriarcado o una defensa de la población migrante, de las minorías étnicas o religiosas? Cuando los intereses del patriarcado -que la izquierda no osa defender ya- pueden confundirse con la noble defensa de los «oprimidos» (cuyo prestigio, incluso para la izquierda, quedó algo tocado luego de los ataques de noviembre en París), no poca gente se siente cómoda.

Que a estas alturas se pueda todavía dudar del carácter concertado de los ataques simultáneos perpetrados a la misma hora contra mujeres en al menos 5 países diferentes y una decena de ciudades en Europa, le deja a una estupefacta. ¡Menuda muestra de mala fe y ceguera -o perversión- política!


Marieme Hélie-Lucas es una reconocida activista feminista argelina. Socióloga de prestigio internacional, ha sido la fundadora de la Red de Mujeres bajo la Ley Musulmana, así como coordinadora internacional de Secularism Is A Women’s Issue (El laicismo es cosa de mujeres).

Traducción: María Julia Bertomeu