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Los detractores también admiran a Fidel

Fuentes: Rebelión

Al compañero Fidel, obviamente. Cuando la admiración u otros similares motivos de vez en cuando nos empuja a ensalzar a algunas personas, normalmente lo hacemos utilizando el recurso de subrayar -a veces hasta la saciedad, aunque éste no sea el caso- los aciertos y virtudes de cada una de ellas. En cuanto al personaje que […]


Al compañero Fidel, obviamente.

Cuando la admiración u otros similares motivos de vez en cuando nos empuja a ensalzar a algunas personas, normalmente lo hacemos utilizando el recurso de subrayar -a veces hasta la saciedad, aunque éste no sea el caso- los aciertos y virtudes de cada una de ellas. En cuanto al personaje que ahora nos ocupa -a Fidel Castro me refiero-, permítanme que inicialmente utilice las palabras de Ernesto Che Guevara pronunciadas el 24 de agosto de 1964, cuyo significado considero sin duda elocuente: «Y si nosotros estamos hoy aquí y la Revolución Cubana está aquí, es sencillamente porque Fidel entró primero en el Moncada, porque bajó primero del Granma, porque estuvo primero en la Sierra, porque fue a Playa Girón en un tanque, porque cuando había una inundación fue allá y hubo pelea porque no lo dejaban entrar. Por eso nuestro pueblo tiene esa confianza tan inmensa en su Comandante en Jefe, porque tiene, como nadie en Cuba, la cualidad de tener todas las autoridades morales posibles para pedir cualquier sacrificio en nombre de la Revolución».

Suscribo la totalidad de esas líneas, a las cuales, evidentemente y después de más de cincuenta y un años, habría que añadirles muchísimas más. Pero no voy a hacerlo, porque sería un ejercicio agotador, por interminable, y, además, lo considero innecesario. A estas alturas sólo los mal informados o los que padecen de voluntaria e interesada ceguera ignoran, por diferentes motivos, la tremenda y positiva importancia que Fidel ha tenido y tiene para Cuba y para el resto del mundo -fundamentalmente para los llamados países subdesarrollados, que, dicho sea de paso, son la inmensa mayoría-. La historia relativamente reciente y no manipulada se encarga de certificar lo que digo. A los primeros, que tal vez lleguen a leer estas líneas, desearles les sirvan para reducir un poco su lamentable ceguera. A los segundos, más que recomendarles a un oftalmólogo, quizá habría que enviarles al psiquiatra y, si yo fuera creyente, añadiría que, después de las psicoterapéuticas sesiones, sería bueno visitaran también al cura de sus parroquias para que confesaran los pecados que son sus enormes y cuantiosas mentiras.

Por mi parte, voy a tratar de reflejar mi admiración hacia el Fidel visualizándolo desde un ángulo poco habitual, diferente; utilizando argumentos sencillos y quizá por eso mismo altamente significativos. De los muchos ejemplos que existen, recurriré tan sólo a tres de ellos para no explayarme demasiado. Y empiezo diciendo que no conozco país alguno, excepto Cuba, donde los hombres y las mujeres que lo habitan se refieran a su presidente de gobierno única y habitualmente por su nombre, con la complicidad y con la identificación con que los cubanos y cubanas lo hacen -Fidel ya no es el Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros de la República de Cuba, pero, indiscutiblemente, sigue siendo el líder de la Revolución-. Acá, en Cuba, desde los máximos dirigentes hasta el resto de la población -incluidos los detractores-, practican la confianzuda y no por ello irrespetuosa costumbre. Y este diario ejercicio, sin duda, es sinónimo de mutua y sana confianza.

Díganme, por ejemplo, qué norteamericano para referirse al presidente utiliza el nombre de Barack sin añadirle de inmediato el correspondiente apellido. Nadie. Seguro que ni sus más allegados. Aunque semejante comportamiento no debería extrañarnos, y menos todavía si recordamos que en las elecciones norteamericanas, de hecho, sólo concurre un partido con dos facciones: la demócrata y la republicana, ambos grupos de inversionistas y representantes del gran capital, ninguno de la clase obrera; de modo que ¿qué apego o complicidad puede tener la inmensa mayoría de la población estadounidense con un individuo que, a pesar de que fue presentado como paradigma del cambio, no deja de ser el presidente de un imperio?; ¿qué apego o complicidad puede tener la inmensa mayoría de la población estadounidense con un individuo cuyo modelo de democracia, que en todo el mundo se empeña en exhibir, alberga en su seno a cerca del 10% de la población activa desempleada, a alrededor de 3 millones de personas sin techo y a unos 50 millones de individuos -más de cuatro veces la población cubana- sumidos en la pobreza?… Resulta sobrecogedor -e ilustrativo- cómo un país que cuenta con un presupuesto castrense anual por encima de los 700.000 millones de dólares, y con un despliegue de más de 190.000 soldados en más de 46 naciones -sin contar los desplegados en Iraq y Afganistán-, no sea capaz de resolver tan gravísimos problemas. Y no voy a seguir añadiendo ejemplos a la terrorífica lista porque, también por interminable, ésta resultaría agotadora.

Igual fenómeno ocurre con Cameron, a quien nadie tiene el gusto de llamarlo David en Inglaterra, con Sarkozy en Francia, con el primer ministro Berlusconi en Italia, con la Canciller Federal Merkel en Alemania, con Zapatero en España… siempre y cuando no sea para ridiculizarlos por uno u otro motivo. Incluso, ni los gobernantes ni los dirigentes de la oposición pertenecientes a partidos supuestamente de izquierdas, de cualquier parte del mundo, gozan de tanta confianza, respeto y cariño -aprobación en definitiva- como el de Cuba. Y es que Fidel, además de ser lo que es -que, déjenme decirles, no es poco- posee una imagen y un carisma de personaje mítico, no como el resto de los mandatarios mundiales que parecen y son realmente banqueros, o mejor dicho: botones bien remunerados de los grandes banqueros.

El pueblo cubano, tan culto sobre todo a partir del triunfo revolucionario, siempre supo muy bien a quien confió y confía la dirección de su patria.

Finalizado el primero, el siguiente ejemplo que expongo lo ambiento en un momento crítico para Cuba, donde las tensiones económicas, políticas, sociales y, sobre todo, ideológicas propiciadas por el derrumbe de la extinta URSS así como del resto de los países del llamado Bloque Socialista Europeo, alcanzaron su punto culminante el 5 de agosto de 1994. Aquel día ya relativamente lejano supuso, entre otras muchas cosas, la innegable confirmación de que Fidel es máximo dirigente que en Cuba siempre han querido y admirado, incluidos -probablemente sin ellos saberlo- bastantes de los detractores que también habitan la Isla.

En una situación de carencias materiales extremas -el período especial estaba quizá en su momento más delicado-, con el incremento poco común de la emigración en precarias balsas hacia las costas de Estados Unidos, con disturbios callejeros y saqueos de comercios en la capital del país -inexistentes hasta entonces en Cuba revolucionaria-… la contrarrevolución, esta vez con más convencimiento por su parte, volvió a asegurar que había llegado «La hora final de Castro» tan repetidamente anunciada. Pero cuán lejos de la realidad estaban los perversos deseos de aquellos mercenarios del imperio norteamericano. Una vez más, la gusanera de Miami a través de sus fascistas voceros se equivocó y, para su desgracia -no para la inmensa mayoría de la población cubana-, «La hora final de Castro» dura ya muchos años.

Aquel 5 de agosto de 1994, como digo, la intespectiva aparición del propio Fidel en el lugar de los hechos, cambió radicalmente la postura de los saqueadores manifestantes. La sola presencia del carismático líder dispersó a las violentas personas que abandonaron el lugar de manera pacífica, profundamente asombradas ante la imagen captada por sus propios ojos -Fidel en persona en un lugar como aquel y en un momento como ése- y con la baba cayéndosele admirativamente a más de uno por la comisura de los labios. La compañera Arleen Rodríguez Derivet lo dijo de esta ilustrativa manera: «Fidel salió a las calles de una Habana apedreada y violenta sin más escudo que su dignidad y su fe en el pueblo. Y todos fuimos testigos de que a su paso la ciudad era otra de repente». 

Jamás presidente de cualquier país del mundo se hubiera atrevido a actuar de idéntica manera; sencillamente porque, a pesar de jactarse hasta la saciedad de haber sido «democráticamente elegido por el pueblo», le hubieran caído arriba sin ningún tipo de contemplaciones, y no precisamente para premiarle con caricias y besos.

«Exactamente un año después, el 5 de agosto de 1995, la población de La Habana, y los turistas boquiabiertos, verían correr, con la fuerza de los primeros años de la Revolución, un río humano por la avenida del Malecón, que asumía conscientemente la convocatoria de demostrar al mundo la vitalidad del socialismo cubano» -el entrecomillado es de Rubén Zardoya Loureda.

Y ahora, si ustedes me lo permiten, voy a terminar esta Fideliana apología haciendo uso del tercer y último ejemplo que ahorita les dije.

Tenía por aquel entonces un tiempito, así que quise emplearlo en visitar a mi gente de Santiago de Cuba. Llegué a la Heroica Ciudad tras un viaje bastante rápido y bueno: desde la Curva de Levisa hasta Caballería lo hice en la guagua de Holguín; en este casi siempre concurrido lugar subí bien pronto a un camión cuyo machacante fue sorprendente generoso, y sólo en Baraguá y en Mella recogió a más gente, de modo que la habitual apretazón en estos medios de transporte brilló en aquella ocasión por su ausencia -por supuesto que aún queda bastante margen de mejora, pero, con el tiempo, el transporte mejoró ostensiblemente en toda la Isla; a día de hoy, por ejemplo, el trayecto descrito se puede hacer cómodamente en guagua y de una sola tirada-. Este vehículo nos dejó a todos los viajeros en Palma Soriano, por cuyo entronque -malo como él solo para hacer botella, y caprichos del azar- acertó a pasar un conocido mío de Cueto que me llevó en su Mockbuy hasta la misma Plaza de la Revolución Antonio Maceo. Quiso acercarme, incluso, a la casa donde yo me dirigía, pero no permití que desviara el carro de su ruta -él iba a Trocha por la Avenida de las Américas y yo dirección Martí-. Andaba ligero de equipaje y además me apetecía dar un paseo para estirar las piernas antes de llegar a mi destino.

Ya felizmente instalado y pasados los primeros días, una calurosa tarde de aquella placentera estancia santiaguera -Santiago de Cuba es un horno y, junto a Guantánamo, la provincia más cálida de toda la Isla- la dediqué a escuchar música en directo en la Casa de la Trova y a resolver unos problemitas por Enramadas. Resueltas ya las boberías, y con la luz del día prácticamente desaparecida del precioso escenario que es la ciudad en todo su conjunto, decidí ir acercándome hacia la casa. Antes, sin embargo, quise pasar por Garzón para hacer una breve visita a uno de mis amigos que todavía no había saludado. Llegado a su domicilio, la oscuridad dentro del mismo era casi total. Tan sólo la pantalla del televisor iluminaba algo la sala. No encontré a la persona que buscaba, ésta había ido a La Prueba y hasta el día siguiente no regresaba. Eso al menos me dijo su primo de La Habana al que, contra todo pronóstico, encontré ensimismado con la escuchadera del discurso de Fidel que, en conmemoración del 47 aniversario del asalto al Cuartel Moncada y desde Pinar del Río -sede de aquel año- en ese momento estaban emitiendo por Cubavisión.

Este individuo, de lo más confuso y repinchado, vive en Occidente, en la capital del país, pero de vez en cuando se pasa una temporadita acá, en Oriente. En realidad yo apenas lo conozco, aunque sí lo suficiente como para saber que -sólo en apariencias, como se verá más adelante- Fidel no es precisamente santo de su devoción. Lo que yo he escuchado salir de su sucia boca contra el Comandante no es poco, os lo aseguro. Tanto que en alguna ocasión mi incomodidad, por las infamias y calumnias vertidas, ha sido tal que he llegado -sólo verbalmente, por supuesto- a fajarme con él. Por eso su ensimismamiento con el discurso me llamó tan poderosamente la atención que, aun no encontrándose mi amigo en el lugar, decidí quedarme un ratico sentado en la silla que su primo, muy cortés -todo hay que decirlo-, me brindó para observarle en, hasta entonces, insólito comportamiento.

Comenzamos a cruzarnos algunas palabras, pero no tardé en comprender que lo que más le interesaba en ese momento era escuchar el discurso y, en realidad, como a mi también me sucedía lo mismo, dejé de hacerle preguntas y comentarios que además no eran más que palabras carentes de interés y de obligado relleno.

Recuerdo muy nítidamente todavía cómo, cuando las palabras de Fidel en su discurso más se encendían, el individuo anteriormente aludido fijaba sus ojos en la pantalla con desatado fervor ¿revolucionario?, y se revolvía inquieto en su balance con el semblante de su cara más cerca de la admiración hacia el autor del bello y contundente discurso que del aborrecimiento. En un pasaje del mismo, Fidel dijo: «Nuestra Batalla de Ideas no cesará mientras exista el sistema imperialista, hegemónico y unipolar, convertido en azote para la humanidad y amenaza mortal para la supervivencia de nuestra especie». Pronunciadas estas palabras, los compañeros y compañeras que las escuchaban allá, en Pinar del Río, comenzó a exclamar encendidamente: «Fidel, aprieta, que a Cuba se respeta». Al compañero de la sala no le faltó ni un pelo para saltar del balance, donde se hallaba sentado, con el propósito de corear las exclamaciones que se escuchaban a través del televisor; pero, aunque malamente, se contuvo. En cualquier caso, no me cabe la menor duda de que estaba disfrutando. A cada rato asentía la intervención pegándose, incluso, golpecitos en las piernas con las palmas de sus manos, sobre todo cuando para hacer énfasis el orador elevaba el tono de voz al pronunciar sus palabras.

Percatado él mismo de que su comportamiento no correspondía al de un acérrimo detractor, confiaba, sin embargo, en el amparo que le proporcionaba la ausencia de luz para ocultar su inusual comportamiento. ¡Quién iba a decirme que, a través de mis propios ojos, un día recibiría la información de tan positivo espectáculo! Y me alegro, de veras que me alegro, porque éste no es el único caso. La población ¿detractora? está plagada de ejemplos semejantes.

Pronto quedó al descubierto la verdadera condición del curioso individuo. Coincidiendo con uno de esos momentos tan emotivos -estaba ya finalizando el discurso- acertó a llegar el hermano de mi amigo ausente y, al mismo tiempo que accionó el interruptor de la luz, como un seco disparo, le salió del alma:

-Pero bueno, ¿y esa oscuridad?

Aproveché la coyuntura para desenmascarar al habanero mirándole lo más descaradamente posible, con la clara intención de que él se diera cuenta. Y conseguí mi esperado propósito. Fidel ponía el punto final a su discurso con el habitual ¡Patria o muerte!, ¡Socialismo o muerte!, ¡Venceremos!, secundado y vivamente ovacionado por el inmenso público que le asistía.

La carne de gallina que se le puso en ese momento al ¿detractor? era inocultable. Perfectamente consciente de hallarse descubierto, se viró ligeramente hacia mi posición y, cuando su confusa e interrogante mirada hubo chocado contra la inmensa ironía de la mía, su cara se puso más roja que los colorados cuentos que a menudo hace su primo.

Sonreí para mis adentros y, no pude evitarlo, también para mis afueras.

-Estuvo apasionante y conmovedor el discurso de «El Caballo» ¿verdad?

-Sí, verdad que sí -balbuceó enrojeciendo su rostro más todavía al comprender que no podía negar lo evidente.

-Óyeme, compay, dile a tu primo que vine a visitarlo, que si tengo un chance a lo mejor vuelvo antes de que me vaya de Santiago -dije estrechándole la mano a modo de despedida.

-Despreocúpate. Se lo diré en cuanto llegue -balbuceó todavía.

Por supuesto que a su recién llegado primo también saludé antes de salir de la casa.

Respiré hondo. En Santiago de Cuba siempre me he sentido muy bien. Me gusta mucho esta ciudad, me gusta mucho su gente. Ya en la calle y confundido con la relativa oscuridad de la noche, viré a la altura de La Arboleda, pero el Coppelia ya estaba cerrado y no pude tomar ni una sola bola de helado que tanto me apetecía en ese momento.

Seguí caminando por la Avenida de Los Libertadores y, bajo la atenta mirada del busto de cada uno de ellos, mi mente comenzó a dispararse para trabajar sin pausa y de lo lindo en forma de largo y encendido discurso interior, que ahora no voy a transcribir porque ya me he extendido demasiado. Tan sólo decir que mi cerebro bulló de manera exagerada. Absorto en mis pensamientos, había dejado a la derecha el antiguo Cuartel Moncada -hoy Centro Escolar 26 de Julio-, llegando al Paseo de José Martí para descenderlo hasta el final y coger, virando a la derecha, la Avenida Mariana Grajales, donde, en la casa, ya me esperaban con una sabrosa y abundante comida a punto de ser servida sobre la mesa.

Un buen baño, antes del placentero y nutritivo ejercicio, completó mi dicha de aquel día que hoy, al escribir estas líneas, revive muy especialmente en mi memoria.

Blog del autor: http://baragua.wordpress.com