«Los niños necesitan creer. El trabajo de los adultos es posponer el momento de la verdad.» (De la serie Helsinki: unidad de menores).
Este fin de semana he visto en el cine Los domingos, la última película estrenada por la directora vasca Alauda Ruiz de Azúa, autora igualmente del guion. Se trata de un filme galardonado con varios premios que aborda un tema raro por cuanto trata de lo que en una sociedad secularizada como la nuestra se vería mayoritariamente como una anomalía. Me atrevo a decir esto porque no creo que entre en la cabeza de unos padres de hoy la posibilidad de que su hija adolescente de diecisiete años se plantee seriamente convertirse en monja de clausura. No cabe en el cuadro de lo que se considera una vida normal y deseable para una hija a la que –entendemos que si se quiere bien– se le desea una existencia plena, algo en principio bastante alejado del estereotipo de la vida en un convento de clausura. Unos progenitores de una niña pueden temer mil circunstancias poco deseables en principio para ella antes que la que se presenta en la película de Ruiz de Azúa, empezando por que se pueda quedar embarazada en contra de su voluntad, que sea víctima de malos tratos o que pueda caer en una oscura adicción. Pero que se meta a monja de clausura…
He aquí, pues, una primera virtud que hay que reconocerle a Los domingos: el ofrecer una situación extraña en nuestro contexto socio-cultural actual, pero presentarla de manera totalmente verosímil. Y lo hace con inteligencia y empatía hacia todas las partes que entran en conflicto como consecuencia de esta vocación inusitada que tiene sus repercusiones, como no podía ser de otra forma, en el seno de la familia. Aquí demuestra la directora y guionista su habilidad para representar el mapa de las emociones que permite interpretar las siempre complejas relaciones familiares. Es una virtud que quedó patente en dos obras suyas anteriores: la película Cinco Lobitos, su primer largometraje con premio Goya incluido, y la serie Querer, asimismo reconocida con varios premios. En todos los casos la familia es el sujeto protagonista, donde los individuos fraguan sus identidades en una constelación dinámica y llena de sutilezas, entre confrontaciones y fidelidades que se disponen a lo largo del eje que marca la frontera crónica entre los padres y los hijos. En Cinco lobitos es la experiencia de la maternidad sentida traumáticamente como el inicio de una nueva etapa vital que hace que cambie la perspectiva sobre los propios padres; en Querer es la revelación del sufrimiento que la mujer padece en silencio durante décadas dentro de una relación conyugal ajustada al patrón machista y patriarcal considerado normal en el entorno social. Ruiz de Azúa ha probado en todas estas historias lo justa que es capaz de ser con los sentimientos y motivaciones de todos los personajes involucrados en ellas evitando algo tan tentador, por lo que vende, como el maniqueísmo. El punto de vista que siempre adopta no es el moral, sino el humano, el de la empatía hacia lo que el otro siente, incluso cuando no se comprende.
Es lo que cualquier espectador puede apreciar en Los domingos, una fina vivisección de una familia tradicional, que tiene en su adscripción al catolicismo un ingrediente más de su identidad social. Un ingrediente que ciertamente no ha escogido de manera consciente ninguno de sus miembros, sino que le viene dado de manera inercial, diríase que genealógica. Un detalle no menor, pues define en gran medida el catolicismo de todo nuestro país, inserto como un gen cultural en el ADN de la nación española, y que ahí sigue, resistente y resistiendo al notable proceso de secularización del último medio siglo y al fenómeno del multiculturalismo que nos ha traído el crecimiento de otras religiones competidoras en el mercado de la fe. Es llamativo en este sentido el fenómeno de mercadotecnia que representa el lanzamiento del último disco de Rosalía, explotando ese gen católico a través precisamente del uso de la estética monjil. Es una muestra más de cómo los símbolos se han vaciado de contenido, incluso los que tienen un significado más trascendental, para aligerarse de la carga del sentido –que exige una comprensión consciente y más profunda por parte del sujeto– y circular de este modo libres de cargas conceptuales, livianos, más fácilmente consumibles pues, en el mercado de los memes. Nada nuevo bajo el Sol. Pero cuidado, porque cuando se prescinde del significado profundo de los símbolos, se deja circular libre e inconscientemente el virus de las creencias más contagiosas; se puede cantar canciones muy modernas vestida como una monja para petarlo, y acabar contribuyendo a la expansión del movimiento de las tradwives.
Volviendo a Los domingos, su retrato sociológico de la familia católica española es la mar de realista. El padre, viudo, que tiene a sus tres hijas en un colegio privado concertado de una orden religiosa, porque en él estudió junto con su hermana, la tía –por cierto no creyente, atea confesa– de la chica que siente la vocación. No son de misa diaria, pero sí de cumplir con los requisitos formales de la pertenencia a la Iglesia. Lo normal.
Pero, como se suele decir, el Demonio nos tienta y Dios nos pone a prueba (aunque perfectamente podría ser al revés); el caso de esta familia, a la que se le pone a prueba con la vocación de la adolescente. Cuando comunica a sus parientes adultos que se encuentra en un proceso llamado «discernimiento vocacional» (la Iglesia siempre ha sabido escoger las más efectistas palabras; en ello radica una parte decisiva de su éxito), cuando lo comunica abre la caja de Pandora que toda familia guarda en el cuarto oscuro de los reproches y los resentimientos, reactivándose la confrontación latente desde hace tiempo entre su padre y su tía. El primero, tras un primer momento de cautela, adopta una actitud de respeto ante lo que su hija se plantea; la segunda cree desde el mismo instante en que se lo hace saber su sobrina, que es un disparate que una chica de diecisiete años considere seriamente la posibilidad de encerrarse de por vida en un convento de monjas de clausura.
Aquí nos encontramos ante una manifestación más del inveterado enfrentamiento entre fe y razón, en su versión más vivencial. En nuestra cultura así llamada occidental la dialéctica intelectual entre ambas instancias tiene su fase histórica más intensa entre el último tramo del Imperio Romano y el Siglo de las Luces. Los grandes pensadores medievales de la Iglesia como Agustín de Hipona y Tomás de Aquino trataron de definir los dominios respectivos siempre subordinando la razón a los dogmas de la fe bajo el lema de que «la filosofía es la sierva de la teología» (philosophia ancilla theologiae).
En un país de incuestionable tradición católica como el nuestro contamos con una obra en la que esta cuestión de la relación entre la fe y la razón se trata de manera descarnada. Me refiero a La agonía del cristianismo del escritor vasco Miguel de Unamuno. Ensayo publicado, por cierto, hace este año un siglo (centenario que ha pasado sin pena ni gloria, que yo sepa) en francés, porque su autor buscaba el diálogo con la intelectualidad de Francia, país al que consideraba clave en el devenir histórico de la cultura moderna; la edición española esperó a 1931. Libro conectado con su anterior Del sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos publicado en 1912 a través del hilo conductor de la angustia existencial intrínseca a la condición humana que tiene su raíz en la confrontación entre la fe y la razón, la conciencia de la muerte y el anhelo de inmortalidad.
Fascinante coincidencia: con un siglo de diferencia dos vizcaínos, Unamuno y Ruiz de Azúa, reflejan la agonía de la fe en sus respectivas obras, y a partir de ella profundizan en el trasfondo existencial que supone la conciencia de la propia finitud para mostrar de dónde surge la necesidad de trascendencia. En su expresión religiosa esa trascendencia se identifica con Dios. La llamada del Señor, la vocación, que la chica protagonista de Los domingos experimenta no es otra cosa justamente que el exacerbado anhelo de trascendencia que, en su plano emocional, se identifica con el amor. Lo abstracto de la trascendencia se concreta en algo absolutamente positivo como es el amor. Dios ya no es un ente metafísico, porque es sentido en el corazón de quien atiende su llamada. De este modo se sublima esa angustia existencial tan vehentemente descrita por Unamuno en clave existencialista identificándola con el amor a alguien, el Señor. Lo absoluto se torna persona a través del sentimiento amoroso. Este es el suelo nutricio de la transfiguración mística, la cual por cierto se intuye al final de la película en un momento en el que la precoz aspirante a monja pregunta a Dios en una iglesia, arrodillada y con lágrimas en sus ojos, reclamándole una respuesta contundente que la libere de su agónica vacilación. Contemplado desde el descreimiento, una forma febril de dotarse de un propósito vital; un delirio.
Son muchos los desafíos que la fe presenta a la razón, y que se ven insuperablemente ejemplificados en Los domingos. Hasta tal punto que cuando la atea tía trata de razonar con su sobrina para sacarla de ese delirio de la llamada del Señor, argumentándole que todo lo que le han hecho creer es mentira, es ella la que parece la delirante, porque –como le viene a decir la priora en un momento dado– Dios no le ha concedido el don de la fe, que se tiene o no se tiene. Como si de una discapacidad se tratara, el no creyente queda inhabilitado para juzgar lo que alguien que experimenta la vocación quiere hacer. Esta sensación de que la razón nada puede contra la fe, igual que el agua nada puede contra un incendio que se retroalimenta tan vigorosamente que lejos de apagarlo evapora el líquido elemento con el que se le ataca, queda sobrecogedoramente patente en el momento en que la joven se despide ya de su tía para ingresar en el convento y ante su desesperado llamamiento para que no lo haga, replica serena, con gesto frío: «rezaré por ti».
Otro aspecto de la película que llama la atención, desde un punto de vista racional, es que quien busca esa comunicación íntima con el Señor lo haga en todo caso a través de los intermediarios institucionales, no de la lectura de las fuentes, del análisis meditado de las Escrituras. Los guías de la adolescente que transita por ese discernimiento vocacional son un joven cura, que es el director espiritual de la chica en su colegio (de monjas) y la priora del convento de clausura en el que pretende ingresar. Las secuencias respectivas de las conversaciones con cada uno de ellos no tienen desperdicio, y es inevitable que levanten ampollas a quien cuenta con algo de sensibilidad laicista. Se ve cómo de la propaganda descarada se puede pasar arteramente al proselitismo hurgando sutilmente en la mente del individuo para desconectarlo emocionalmente del mundo. En las secuencias mencionadas las conversaciones instalan sibilinamente en la cabeza de la adolescente sendas sospechas contra el chico que le gusta y contra la tía descreída que trata de evitar su enclaustramiento. Este detalle no es baladí cuando confrontan padre y tía sus respectivos puntos de vista sobre lo que le está pasando a la joven, viendo la segunda el peligro de un proceso de captación sobre alguien que ella entiende inerme frente a una poderosa institución que lo es en gran medida por su poder de manipulación mental; algo que se hace evidente en el exagerado interés que la Iglesia Católica muestra por mantener a toda costa su presencia en las escuelas desde la misma educación infantil, cuando las tiernas cabecitas son más influenciables quedando en ellas la impronta indeleble de cualquier adoctrinamiento. «¡No es una secta!» exclama el padre para zanjar esa discusión.
En toda esta situación, que tan bien expone la cineasta en su película, se halla en el meollo de la reflexión que suscita una cuestión central para el laicismo como es la del respeto. Se muestra ejemplarmente a través de la confrontación que se da desde el primer momento entre el padre de la chica y su tía. Se trata de una diferencia de posturas respecto de cómo proceder ante lo que se plantea que crece en intensidad hasta derivar en un abierto enfrentamiento. El padre entiende que debe respetar lo que su hija decida; la tía considera que hay que evitar a toda costa su captación por parte de la orden conventual. Este es el punto controvertido de la cuestión: ¿hay que respetar toda decisión como hay que respetar toda creencia? ¿Hay que respetar la de una menor de edad que ha recibido una educación católica doctrinaria? ¿Hay que respetar que los progenitores eduquen a su prole en el sistema de creencias que consideren, aún cuando ello ponga en serio riesgo el cumplimiento de su derecho a la libertad de conciencia? ¿Hasta dónde está éticamente justificado que intervenga el Estado mediante regulación para prevenir esos casos de abuso de la autoridad familiar que pueden conducir a una merma de los derechos del menor en su vertiente ideológica?
A este respecto la película también ofrece un apunte muy significativo, cuando ya en su tramo final se nos muestra la declaración de la tía ante un notario mediante la que establece entre sus últimas voluntades que, en el caso de que ella y su marido fallezcan, su único hijo en ningún caso pase a la tutela de su hermano, el padre de la chica aspirante a monja, ni por supuesto a la de esta, su sobrina. Es claramente la respuesta de quien teme la educación religiosa como una forma de proselitismo en verdad que puede arruinar la vida de las personas. Por eso es tan importante que en los países democráticos exista una educación pública laica que permita a los niños compensar los riesgos de recibir una educación familiar en la que prime el adoctrinamiento sobre el fomento del pensamiento autónomo y crítico. Relacionado con esta preocupación del laicismo se plantea asimismo hasta qué punto se debe intervenir en la propia educación religiosa, incluso dentro del propio seno de la familia; ¿se debe quebrantar el sacrosanto principio del respeto a la elección de las creencias propias, que forma parte constitutiva del laicismo mismo, cuando se es conocedor de que se ejerce una educación que atenta contra los derechos del niño? ¿Hasta qué punto los progenitores son soberanos a la hora de determinar el tipo de educación sin que la sociedad a través de la escuela pública pueda incidir en ello en modo alguno? ¿De qué manera sería factible en todo caso, superadas las controversias éticas, ejercer ese control?
Preguntas todas de difícil respuesta que requieren reflexión y debate.
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