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Los reyes desnudos

Fuentes: Rebelión

Se acerca el juicio oral por los sucesos de octubre de 2017. Lo que ha llevado a nuevas manifestaciones de solidaridad con las ex autoridades públicas (y otras personas) procesadas en relación con esos hechos, incluida la firma de declaraciones en su favor, no sólo en Cataluña, sino también fuera de ella. Sólo el autoengaño, […]

Se acerca el juicio oral por los sucesos de octubre de 2017. Lo que ha llevado a nuevas manifestaciones de solidaridad con las ex autoridades públicas (y otras personas) procesadas en relación con esos hechos, incluida la firma de declaraciones en su favor, no sólo en Cataluña, sino también fuera de ella. Sólo el autoengaño, la ignorancia, el fanatismo o la propaganda anuladora de la propia capacidad de juicio pueden explicar esas mal orientadas muestras de solidaridad. No cabe duda de que es legítimo y muy humano sentir compasión o empatía por los políticos catalanes presos y sus familiares, incluidos aquellos -la inmensa mayoría, si no me equivoco- que ocupaban posiciones de autoridad pública cuando se cometieron los hechos. La misma compasión o empatía que se puede tener respecto a cualquier otra persona que se encuentra en prisión preventiva como consecuencia de una investigación criminal, con independencia de la naturaleza del presunto delito investigado, ya se dé esta situación en España o en cualquier otra parte del mundo civilizado -si es que eso todavía existe-, pues todas esas personas sufren la pérdida de su libertad. Pero más allá de ello ha de resultar evidente para cualquier observador desapasionado que no hay en estos momentos razón alguna para mostrar ninguna clase de solidaridad o actitud comprensiva, excepto si se es un secesionista convencido adherido a la causa del nacionalismo -lo que por fuerza hace que se deje de ser un observador desapasionado-.

La afirmación anterior se funda, a su vez, en una razón muy simple cuya captación y entendimiento sólo pueden impedir el paso del tiempo, el tacticismo partidista y la publicidad política. Las instituciones públicas, a través de su derecho público, deben repeler y sancionar los ataques más graves a la convivencia social, así como los ataques a los presupuestos básicos del orden constitucional vigente. Esa es una de sus misiones fundamentales. Ambas cosas, prevenir y sancionar las conductas antisociales más graves (esto es, que causan o pueden causar un intenso perjuicio a la gente) y defender las bases del orden constitucional vigente están relacionadas, especialmente si partimos de la idea de que ese orden constitucional es el propio de un estado de derecho desde un punto de vista jurídico-institucional y España lo es en términos comparativos, si bien siempre se puede decir que ya no hay estado de derecho en ningún lugar del mundo, en cuyo caso difícilmente lo va a haber sólo en un nuevo estado catalán (desde luego, la forma de elaboración y pseudo aprobación y el contenido de las leyes secesionistas de septiembre de 2017 no iban en la línea de fundar un estado de derecho). Si las instituciones se cruzan de brazos ante las conductas antisociales más graves o ante las vulneraciones de las normas básicas del orden constitucional, no estarán impulsando los derechos humanos y la democracia, sino todo lo contrario. Por otra parte, si respecto a alguna acción con las características aludidas no se prevé una respuesta penal, habrá un vacío legal que el legislador debería solventar para que no se produzcan situaciones de impunidad en el futuro. Un buen ejemplo de conducta antisocial grave cuyo tratamiento preventivo-represivo resulta inadecuado por insuficiente es la especulación inmobiliario-financiera. Precisamente, de llevar a cabo esa clase de ataques a la convivencia social y al orden constitucional y no de otra cosa es de lo que se acusa a los procesados por los hechos de octubre de 2017, más allá del acierto o desacierto a la hora de escoger el concreto tipo penal fundamento de la acusación.

Quizás ha llegado el momento de volver a hacerse algunas preguntas elementales para refrescar la memoria individual y colectiva de nuestro inmediato pasado: ¿Habrá que recordar qué hicieron las personas encausadas en el momento de ocurrir los hechos por los que van a ser juzgados? ¿Habrá que recordar que no se limitaron a expresar una opinión o a manifestarse en público, que no se trató en modo alguno, en lo fundamental, del ejercicio de la libertad de expresión por parte de ciudadanos particulares, sino de decisiones tomadas y puestas en práctica por autoridades públicas, decisiones con transcendencia colectiva y que estaba fuera de sus atribuciones tomarlas? Es justamente por estas decisiones y sus intentos de hacerlas efectivas y no por sus opiniones por lo que esas antiguas autoridades van a ser juzgadas.

Es importante subrayar que estas decisiones fueron la materialización de una determinación inicial en virtud de la cual se prometió que se instauraría un nuevo estado, separado del español, en dieciocho meses. Esta resolución, que para sus promotores no admitía modulaciones ni negociaciones ni aplazamientos ni reversiones, implicaba un ultimátum a las autoridades del estado central, uno de esos que se diseñan a conciencia para que su receptor no pueda aceptarlos (el de Austria-Hungría a Serbia en 1914 o el de EEUU a Yugoslavia en 1999 son ejemplos históricos de esta clase de ultimátum): o el estado central aceptaba, violando su propio orden constitucional, la secesión y la creación de un nuevo estado sobre una parte de su territorio nacional en los términos fijados por las autoridades autonómicas catalanas o tendrían que afrontar una gravísima crisis político-institucional y social (para ello, se contaba con poder explotar las frustraciones causadas por las políticas de austeridad aprobadas con la colaboración activa de las autoridades juzgadas). Incluso se podría decir, aún con mayor propiedad, que las autoridades autonómicas exigieron una especie de rendición incondicional a las del estado central, a pesar de no ser las primeras más que las dirigentes de un aparato subestatal regional y no hallarse, por tanto, en una posición de fuerza (ni estar, por descontado, legitimadas para imponer unilateralmente sus decisiones al conjunto de la sociedad española). Y apuesto a que si no desplegaron una violencia física masiva para conseguir sus propósitos secesionistas no fue por ninguna convicción pacifista sino porque, cuando llegaron a la conclusión de que el estado central no se doblegaría ante los disparatados ultimátum o exigencia de rendición incondicional formulados, como, por otra parte, era lógico esperar, se dieron cuenta de que nada podían hacer ante la fuerza muy superior del estado central. Además, me imagino que pensaron que recibirían un trato benigno, creencia esta que, ciertamente, sólo se puede explicar por un injustificado exceso de autoconfianza o de arrogancia, quizás incluso de una cierta vaga idea de superioridad étnico-cultural. ¿Y, a la vista de todo esto, hemos de solidarizarnos o mostrarnos comprensivos hacia unas ex autoridades públicas que me permito presumir que no hubieran tenido escrúpulo en provocar un conflicto civil violento de haberlo podido hacer con perspectivas de éxito, como muestra el contenido de las leyes secesionistas de septiembre de 2017 y las formas que se gastaron en su pseudo aprobación parlamentaria?

En suma, como ya indiqué, no hay problema en sentir empatía o compasión en relación con el estado de privación de libertad de unos determinados presos, pero no me parece de recibo ir más allá de ahí. Olvidar que la mayoría de esos presos eran autoridades públicas i cuyas decisiones podrían haber conducido -y todo hace pensar con que jugaban con esa eventualidad a la hora de presionar a sus adversarios y al estado central- a un conflicto civil violento (y que, de hecho, han enrarecido la convivencia social en Cataluña) es, a mi juicio, un gravísimo error, un verdadero despropósito.

Nota:

i Tampoco se debe olvidar que dañar propiedades ajenas, destruir mobiliario urbano o aporrear policías, así como incitar a hacer estas cosas no es, en cualquier caso, un ejercicio de la libertad de expresión, con independencia de la calificación que estas conductas nos merezcan.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.