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Los siete de Fustiñana

Fuentes: Nabarralde

No creo que se pueda sentir mayor sensación de desolación que ante el espectáculo de una fosa común, ante el hallazgo de unos huesos y despojos de fusilados. El pasado día 15 de octubre abrieron en los campos de Fustiñana una tumba desconocida de la guerra del 36 (aunque en Navarra no hubo frente de […]

No creo que se pueda sentir mayor sensación de desolación que ante el espectáculo de una fosa común, ante el hallazgo de unos huesos y despojos de fusilados. El pasado día 15 de octubre abrieron en los campos de Fustiñana una tumba desconocida de la guerra del 36 (aunque en Navarra no hubo frente de guerra; y los muertos fueron simple y llanamente asesinados). Desenterraron y recuperaron los restos de siete vecinos de Murchante. Siete desaparecidos, siete paisanos «paseados». Con ellos descansan de paso siete familias que han sobrevivido con la congoja metida en el cuerpo durante estos casi setenta años; con la derrota; con el silencio avergonzado.

Y digo siete familias porque no sólo se desentierran los muertos. También salen del armario de los terrores los parientes que los perdieron, sin saber cómo acabaron. Los años de miedo, de convivir con quienes se los llevaron. En este país en el que sólo son víctimas del terrorismo los de un lado (casualmente, el mismo lado de aquellos asesinos de estos sucesos), en esta fosa se descubre el horror que los franquistas sembraron en nuestros pueblos. Ahí se levanta acta de la falsedad de la supuesta reconciliación, de la Transición democrática que echó más tierra sobre estos mudos testimonios, que siguieron ocultos, silenciados, en el olvido. Es también el certificado de naturaleza de un Estado que se ha construido sobre tales despojos, como la mafia ha solido enterrar a sus desaparecidos entre los cimientos de sus negocios.

Como nota curiosa, más teatral que agorera, asistieron al desenterramiento los buitres de la comarca, que disponen de un comedero en las cercanías del lugar. Se podrían imaginar fáciles figuras del lenguaje, comparaciones ingeniosas, entre la presencia de estos carroñeros y quienes han vivido del poder y de la autoridad en Navarra. Quienes sustentaron su posición, durante muchas décadas, sobre estos hechos. Pero el tema es demasiado serio para utilizarlo en juegos o alardes de ingenio.

En la búsqueda y recuperación de los restos han colaborado las familias, algunos amigos, con la ayuda de Aranzadi. No hay constancia de apoyo oficial, de las instituciones navarras, que permanecen en sus trece, poco dispuestas a desvelar el secreto de unos episodios que todavía, por lo que parece, les comprometen.

El levantamiento de estos hallazgos es un paso necesario para la cordura de toda la sociedad. No se puede vivir en libertad, con dignidad, con un mínimo de concordia, con el cuerpo habitado por el miedo. Tampoco la ética cotidiana se puede desvincular de la memoria, so pena de convertirse en complicidad y en nuevos agravios.

El escenario descubierto contiene muchos detalles de lo ocurrido. En el cuidado de preservarlo, en la brocha que barre la tierra que cubre los huesos para que no se rompa nada, para que no se pierdan datos, trabaja la escrupulosidad del forense, el rigor del historiador o el notario. Todo lo que aparece cobra un significado concreto. El lápiz que llevaba encima uno de los fusilados, evidencia de su carácter o sus hábitos, unas notas borradas, las lentes de otro… Son elementos elocuentes de una historia singular, de cada uno, y documentos de otra compartida, colectiva, que acabó aquella noche del 36 en este cementerio escondido entre los campos.

La muerte siempre impresiona; pero pocas veces se presenta en un cuadro tan siniestro. Aún a plena luz del día, la fosa se ajusta a la frase ritual de polvo al polvo, cenizas a las cenizas, que reza en la oración de difuntos. Ni las flores rojas que ofrecieron los familiares que acudieron rompen la crudeza de la visión, la miseria descarnada, la podredumbre de la tumba, impresa en esos restos. El abandono de los cuerpos, tirados de cualquier manera en la tierra, amontonados en la fosa improvisada en aquel descampado, la frialdad abstracta del tiro de gracia, como ejercicio de cálculo, como un agujero perfecto realizado a troquel en cada cráneo… Todo resulta estremecedor, escalofriante, truculento. La imagen terrible de aquellos a quienes, literalmente, hicieron morder el polvo.