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Intervención de clausura en el Homenaje a Manuel Sacristán, celebrado en Barcelona los días 24 y 25 de Noviembre de 2005

Manuel Sacristán: el antifilisteísmo en acción

Fuentes: www.sinpermiso.info

Amigas, colegas, compañeras y compañeros:   Los organizadores de estas jornadas y el azar lexicográfico de mi apellido han querido que clausure este homenaje a Manuel Sacristán con motivo del vigésimo aniversario de su muerte. Sacristán merecía que se hiciera al menos esto. ¡ Bien hecho ! Me alegro de que veinte años después de […]

Amigas, colegas, compañeras y compañeros:

 

Los organizadores de estas jornadas y el azar lexicográfico de mi apellido han querido que clausure este homenaje a Manuel Sacristán con motivo del vigésimo aniversario de su muerte.

Sacristán merecía que se hiciera al menos esto. ¡ Bien hecho ! Me alegro de que veinte años después de su temprana muerte empiece a hacérsele justicia en el país de la envidia rencorosa, esa mala pasión tan española de la que dijera famosamente Quevedo que es flaca, porque muerde y no come.

Manolo Sacristán fue amigo, maestro, colega, camarada o profesor de muchos de los circunstantes. Supongo que es esa variedad de relaciones, y aun otras, derivadas de su polifacética personalidad intelectual, lo que han tenido principalmente en cuenta los organizadores cuando han distribuido a los ponentes en las distintas mesas temáticas.

Yo no quisiera cansaros ahora, en ésta de clausura, con un resumen sincrético de todas las virtudes -o limitaciones- del homenajeado en sus múltiples facetas, ni menos de las vivas discusiones aquí habidas estos dos últimos días al respecto.

Pero valiéndome del hecho de haber mantenido con él una relación de varios niveles, tal vez consiga decir unas pocas palabras sobre un rasgo de su personalidad que, en mi opinión, dejó una impronta singularísma en todas y cada una de las facetas de su pensar y de su hacer. No digo que ese rasgo explique todo, ni siquiera que sea fundamental -la «llave» para entender a Sacristán-, pero sí que me parece un rasgo unificador de su rica y compleja personalidad moral.

Quisiera, pues, dedicar unas palabras a su antifilisteísmo. En todo lo que hizo, también en el pensar, Manolo Sacristán actuó movido o guiado por el resorte de una previa declaración de guerra sin cuartel al filisteísmo y, por implicación, a los filisteos.

¿Y eso qué es? ¡Ah! Pues es un concepto muy marxista. Y un concepto que, a diferencia de los muy manidos de «modo de producción», «sobrestructura» o «hegemonía», tiene la ventaja añadida de que no se ha revelado propicio hasta ahora a los juegos escolásticos de palabras a que tan aficionados se han mostrado los académicos «marxistas», los profesionales de la cosa, vamos.

(Yo no sé de ningún estudio que haya procedido a un escrutinio informático de las obras completas de Marx y Engels, pero si algún día se lleva a cabo, apuesto a que, al menos en los 10 gruesos volúmenes de su correspondencia, la palabra «filisteísmo» -y otras claramente coextensivas, como spiessbürgerlich, que ha veces se traduce un tanto inocentemente como «pequeñoburgués»- será una de las que registre más entradas.)

Bueno, ¿qué es un filisteo? Filisteo es quien se niega o se resiste a valorar las cosas, cualquier cosa, por sí mismas.

Filisteo es quien no admite, por ejemplo, que se pueda desear conocer algo por el valor mismo de conocerlo, por el mero gusto de satisfacer la curiosidad, la cual como dijo Aristóteles -el padre del antifilisteísmo filosófico- es el comienzo de todo saber. El filisteo sostiene, o -las más veces- actúa como si sostuviera que sólo es deseable el conocimiento que sirve para algo (para ganar dinero, para ser famoso, para escalar en la jerarquía académica, para lograr una tecnología útil, para hacer la revolución, para ligar, etc.).

Filisteo es, en general, quien se niega a reconocer que pueda haber acciones humanas con valor por sí mismas, cualquiera que sea el resultado de ellas.

Para la triste vida del filisteo, ésta se reduce a un inmenso repertorio de instrumentos, de medios y cadenas enteras de medios puestos al servicio de algún fin, normalmente heterónomo.

Vera Sacristán ha recordado recientemente un refrán castellano que le repetía con frecuencia en la infancia su padre: «primero la obligación, luego la devoción». Bueno, los refranes a veces se quedan cortos, filosóficamente hablando. Son raros los refranes filosóficamente redondos, como aquél que a Manolo le parecía el más socrático y profundo del refranero castellano: «no hay tonto bueno». Que el dicho de la devoción y la obligación se queda harto más acá de lo que acaso pretende declarar, nos lo prueba el hecho de que, al postergar sus devociones para cumplir con sus obligaciones, el propio Manolo Sacristán procuraba -y creo que frecuentemente lograba- cumplirlas con devoción.

Ved, amigos, que no es poca la diferencia que pasa por alto ese dicho. Nada menos que la que separa al cura del epicúreo: la que media entre quien trasuda y hace alarde de sacrificio en poniendo por delante la obligación, y quien donosamente se libra a la obligación con al menos un adarme de devoción. Éste y sólo éste aspira al título de enemigo irreconciliable del filisteísmo.

Pues bien: el de Manolo Sacristán fue un antifilisteísmo extremista, que no se conformaba con declarar que hay algunas cosas que deben buscarse o hacerse por sí mismas, por su valor intrínseco, sino que se avilantaba a convertir casi cualquier medio o instrumento en fin.

Y o escuché a su amigo de juventud García Borrón, que desgraciadamente ya no está tampoco entre nosotros, narrar con verdadera delectación la reconcentrada pericia con que el alférez Manuel Sacristán montaba y desmontaba un arma de fuego. Con Gonzalo Pontón, un editor de rara sensibilidad humana e intelectual, hemos comentado alguna vez la pulcritud casi inmaculada de los originales mecanográficos de las traducciones del hombrecito cabal que, echado de la Universidad, tenía que trabajar pane lucrando a 59 pesetas (un poco más de 30 céntimos de euro) la página standard (30×70), con múltiples copias a papel carbón bien corregidas todas.

Manolo Sacristán era, como se ha recordado aquí, un internacionalista de corazón y de cabeza, pero precisamente por serlo en el sentido genuino y no tontitamente manipulado de la palabra, se interesó seriamente toda su vida por las lenguas y las culturas de las naciones y los pueblos históricamente oprimidos. Se ganó el respeto y la estima de lo mejor de la cultura catalanoparlante (Salvador Espriu, Antoni Tàpies, Joan Brossa, Raimon, Josep Fontana, Francesc Vicens o Miquel Martí i Pol, por limitarme a unos pocos nombres que ya han salido aquí, le distinguieron con su afecto y admiración), se ganó ese respeto, digo, entre muchas otras cosas porque se tomó, con devota alegría, el trabajo de aprender a hablar la lengua catalana, que dicho sea de pasó llegó, sin necesitarlo, a dominar a satisfacción. Y cuando preparaba su viaje a México, compró varios manuales de gramática náhuatl y muchos libros sobre lenguas precolombinas, a los que se entregó, al menos por unos meses, con gran afición y empeño, como ha contado alguna vez, enternecida, Ángeles Lizón.

Cualquiera que le haya tratado con un poco de asiduidad, y que no sea un corcho, habrá tenido con él experiencias de este tipo, en las que se veía al antifilisteo en acción. Una vez, y por un lance militante que ahora no viene a cuento, quedamos, él y yo, un sábado por la mañana, encargados de limpiar un polvoriento local prestado que habría de servirnos de almacén. Cuando digo «limpiar», no estoy hablando en jerga de clandestinidad. Quiero decir, literalmente, «limpiar»: con lejía, zotal, decapantes para madera, estropajos, guantes de caucho, escobas, recogedores y fregaderas. Yo, como os podréis figurar, comparecí a la cita con poco más que lo puesto, y más presto a hablar de filosofía y de política con el maestro que a otra cosa. Para mi estupefacción, él se presentó equipadísimo, y no sólo con el instrumental completo para la limpieza, sino hasta con un mono azul, que se enfundó no bien traspasada la puerta del desastrado local. Y se habló de filosofía, y se habló de política, y de muchas otras cosas (¿tendré que decir a estas alturas que era un conversador fascinante?). Desde luego que se habló. Pero también se limpió, y con alegría y eficiencia: nunca he vuelto a ver un suelo y unos estantes tan relucientes.

Cuando un ex-amigo de los que nunca faltan en la vida, Carlos Barral, trató de difamarle en sus Memorias contando un chisme de juventud, según el cual Manolo habría fingido una vez ante los contertulios estar traduciendo improvisadamente del griego un texto que, según Barral, estaba leyendo ya vertido a un impecable castellano de Indias, le pregunté: ¿Y eso? «Pues yo no lo recuerdo», repuso ataráxico. Y ¿qué piensas hacer? «Ya he hecho». ¿Y qué había hecho? ¿Poner un pleito? ¿Escribir una carta a la revista Triunfo, en donde si no me equivoco se organizó cierta chillería morbosa con el asunto? ¿Replicar con más chismes? Pues no. Lo que hizo fue limitarse a escribir una carta a un viejo editor de una vieja traducción suya del Banquete de Platón -una traducción juvenil hermosísima, por cierto- para asegurarle que la versión castellana había sido hecha no de segundas, sino directamente del griego. «Hice esa traducción porque necesitaba unas perras, esa es la verdad, pero la disfruté mucho, ¡qué prosa, la de Platón! ¡Qué superlengua, el griego!». Eso es todo lo que comentó conmigo sobre el asunto.

Huelga decir que esa actitud antifilistea tan homogénea y tenazmente mantenida en todos los planos de su vida, esa actitud, si me permitís, tan «filosófica» -en el verdadero y original sentido de la palabra- tuvo que tener consecuencias sobre su filosofar técnico-académico. A mí me resulta evidente: también como filósofo profesional, y hasta como profesor de filosofía -cuando le dejaron- fue Manolo Sacristán un antifilisteo, un enemigo de las filosofías y de los filósofos filisteos.

¿Estáis pensando en filósofos morales utilitaristas, siempre dispuestos a sacarse del bolsillo el utilitómetro y a ponderar los costes y beneficios de los resultados de la acción instrumental? ¿Estáis pensando en epistemólogos «positivistones», esos que la caricatura pinta como apologetas de la llamada «tecnociencia» instrumental? ¡Ah! Pero eso es demasiado fácil: las cosas son más complejas, y este asunto del filisteísmo tiene muchas ramificaciones y guarda no menos sorpresas.

En su famoso discurso del 27 de mayo de 1933, el rector de Friburgo, Martín Heidegger, desarrolló un ataque en toda regla contra la vieja y veneranda idea de que la ciencia tiene el fin en sí misma.

Nada nuevo en él: antes de su paso al nazismo políticamente activo -y también después de su «desnazificación» por los tribunales militares aliados- ya había dejado claro Heidegger que no le gustaba nada eso de que los científicos modernos pusieran el fin de la ciencia en la ciencia misma, colocando la búsqueda de conocimiento bajo la sola y para él frívola tutela del capricho de satisfacer la curiosidad. En una célebre ocasión, el filósofo de la Selva Negra presentó a Galileo como el prototipo de ese extravío: como el verdadero iniciador de la escisión moderna entre la ciencia especializada y el mundo de la vida o la existencia. Heidegger opuso a eso un auténtico saber, que era auténtico para él, como es de sobra conocido, en la medida en que estaba -instrumentalmente- orientado a un fin: el fin de desvelar el sentido de la existencia del hombre. Un fin en apariencia tan noble, como indeterminado.

Lo nuevo de su discurso como rector es la determinación concreta que hizo en 1933 de aquél fin un tanto misterioso, al que la aspiración al saber debía servir instrumentalmente. Esa nueva determinación traía consigo la demolición de la «muy celebrada libertad académica», en cuyo fundamento filosófico veía muy bien Heidegger que está la idea de que el conocimiento básico -no, claro es, el aplicado- se busca por sí mismo, es autotélico, por usar jerga aristotélica. En su discurso rectoral, Heidegger oponía a eso el ideal de una Universidad en la que la ciencia, lejos de tener el fin en sí misma, se convirtiera en una «íntima necesidad de la existencia», pasando así a constituirse «en el acaecer básico de nuestra existencia espiritual como pueblo». Y eso ¿qué quiere decir en román paladín?

Quiere decir que la Universidad alemana, lejos de seguir siendo una torre de marfil que goza de una autonomía protegida por la «libertad académica» en la que, idealmente al menos, es posible buscar el conocimiento por sí mismo con independencia de cuáles sean los resultados, debe tener tres vínculos finalistas o instrumentales:

1) Un vínculo con la «comunidad del pueblo». Ese vínculo significa para él que los estudiantes deben prestar un servicio laboral que les obligue a trabajar con los no-académicos.

2) Un segundo vínculo con «el honor y el destino de la Nación». Eso significa el servicio militar como parte de la existencia del estudiante, que debe ser instruido militarmente.

3) El tercer vínculo afirmado por Heidegger es «con la tarea espiritual del pueblo alemán». Es urgente -declara- formar a los estudiantes para que sean capaces de prestar un tercer servicio, el «servicio epistémico» (Wissensdienst), para el bien del pueblo.

Heidegger resumió sus propuestas diciendo que la Universidad alemana tenía que orientarse al fin de formar a «los futuros caudillos y custodios del pueblo alemán» («zukunftige Führer und Hüter des Schicksals des deutschen Volkes»). Las propuestas de Heidegger no tuvieron mucho éxito, afortunadamente, en su parte constructiva o afirmativa. Pero como todo el mundo sabe, sí en su parte destructiva: el nazismo destruyó por completo la vida académica alemana -acaso la más fértil del siglo XX-, una aniquilación de la que nunca más se ha recobrado.

Hay una divertida conferencia que dieron en cierta ocasión mano a mano Manolo Sacristán y José María Valverde, y cuya transcripción hizo, una vez más, nuestro amigo Salvador López Arnal. En esa charla -que debe de ser del mismo año en que murió (1985)-, Sacristán se mostraba entre estupefacto e indignado por los ya entonces evidentes síntomas de necia degradación finalista, instrumental, de la enseñanza superior. Comentaba con ese sarcasmo tan suyo, más demoledor aún que hilarante, varios casos ejemplares, entre los que recuerdo el de un tipo que habría escrito su doctorado en Harvard (sí, sí, ¡en Harvard!)… sobre el stress de las esposas de los entrenadores de los equipos universitarios de baloncesto.

Seguro que es mucho más fácil encontrar un sponsor, como se dice ahora (o un «patrocinador», como habría que decir), para una «investigación» así, que debe de ser de tremenda utilidad para gentes con dineros -por ejemplo, para fabricantes de ansiolíticos, o para empresas que hacen publicidad en las canchas de basket-, que para financiar una investigación básica sobre cualquier cosa simplemente interesante (como por ejemplo la teoría cosmológica de las supercuerdas).

Hay que recordar de paso que, en contra de lo que dice una tradición epistemológicamente ignara, la ciencia básica es siempre de una utilidad práctica incierta: la teoría científica más famosa del siglo XX, la teoría general de la relatividad, no sirve absolutamente para nada: ninguna tecnología operativa se funda en ella. Ese es el motivo principal de que la investigación científica básica, que, con el gran arte plástico, con la gran música o con la gran literatura comparte al menos el rasgo de su perfecta inutilidad ex ante, no se haya financiado nunca a través del mercado y de la inversión privada que persigue el beneficio: se ha financiado o a través de la universidad pública (como en la mejor tradición europea) o a través del mecenazgo privado más o menos altruista (como en las grandes universidades privadas norteamericanas).

La actual mercantilización -filisteización- en curso de la Universidad pública europea es la destrucción de eso, y descuento como seguro que el antifilisteísmo de Sacristán le habría hoy levantado enérgicamente contra ella.

Se dirá que la Universidad actual, mucho más democratizada y abierta a las clases populares que las universidades elitistas de honoratiores -desnudamente clasistas- anteriores a la II Guerra Mundial, es muy distinta de la universidad alemana que Heideger se proponía reestructurar. Y se dirá, con no menos razón, que el de ahora es un intento de instrumentalizar la vida académica también muy distinto del de los nazis.

Triste consuelo, si consuelo es, porque en el actual ataque a la libertad y a la autonomía académicas no sólo puede adivinarse un inconfundible programa contrarreformador, es decir, desdemocratizador de la enseñanza superior, sino que pueden verse también inquietantes paralelos con el programa de «servicios» finalistas propuesto por el rector Heidegger.

También a los estudiantes europeos de ahora, como a los alemanes de 1933, se les exige un «servicio laboral» en forma de contratos de trabajo precarios, cuando no puros meritoriajes ad honorem en las empresas, o la solicitud de créditos bancarios, a devolver luego con el sueldo de trabajos basura.

También a los estudiantes europeos se les exige ahora, no ciertamente un vínculo finalista con el honor y el destino o con la «tarea espiritual» de la nación -al menos, en Europa-, pero sí un vínculo finalista con la coyuntura de un mercado de trabajo desregulado. Grotescamente, en el slang de muchos gestores y burócratas académicos, ya se empieza a llamar a los estudiantes «clientes».

Y también ahora se quiere formar a «caudillos y custodios» del orden social establecido, sólo que esa tarea guardiana parece querer reservarse a las instituciones académicas privatizadas, dejando tendencialmente para las públicas, cuando mucho, la mera función de instruir a unos «clientes» destinados de por vida a la subalternidad económica e intelectual.

Cuando como Heidegger (y los nazis) se rechaza la idea normativa de que la búsqueda de conocimiento básico o fundamental debe tener el fin en sí misma -y de que la vida académica debe de gozar de amplia autonomía respecto de las fuerzas del estado o del mercado-, la inevitable consecuencia es el descrédito de la «verdad»: no siendo la «verdad» sino lo que presta el mejor servicio al fin propuesto, la «verdad» se torna relativa a ese fin.

Hay que reparar en eso: en todas las variantes concebibles del relativismo, la «verdad» es siempre servicial; no vale por ella misma, sino sólo por algún servicio que presta a otra cosa, no importa si a una voluntad de poder (como querían Calicles y su tardío discípulo Nietzsche), a la elucidación y construcción de un sentido de la existencia o a la custodia del Ser (como quería Heidegger), o a la utilidad (como han querido los pragmatistas, desde William James a Richard Rorty -éste último, por cierto, un admirador de Nietzsche y de Heidegger).

Todos los totalitarismos de la pasada centuria -el nazi-fascista y el estalinista del segundo cuarto del siglo XX y el neoliberal del último cuarto- se han apoyado de uno u otro modo en filosofías relativistas: en filisteísmos epistemológicos o éticos.

La elite neoliberal y neoteocrática que ahora gobierna los EEUU quiere que en las escuelas públicas se enseñe el creacionismo en pie de igualdad con la teoría darwinista de la evolución: «son sólo teorías, y los padres tienen derecho a que sus hijos puedan elegir»; algo así acaba de decir recientemente, para escándalo del mundo civilizado, una corte de Kansas. ¿Quién quita que el paso siguiente no sea que hay que enseñar la física moderna, hija o nieta de Galileo, en pie de igualdad con las teorías del Cardenal Bellarmino, el inteligente inquisidor que instruyó el vergonzoso proceso contra Galileo? Si Heidegger levantara la cabeza, brindaría por el Ser-así-restituido con lo primero que pillara a mano, ya fuera cava catalán.

Yo creo que uno de los motivos más importantes de lo que aquí se ha llamado «el olvido de Sacristán» tiene que ver precisamente con eso. Conviene percatarse de ello. Por causas que necesariamente han de quedar aquí fuera de nuestra atención, lo cierto es que buena parte de la izquierda académica evolucionó intelectualmente, a partir de los años 70, en un sentido relativista. Así como Manolo Sacristán habló en su día, en un textito que recordaba ayer Salvador López Arnal, de una alianza impía entre el neopositivismo y el misticismo, ha habido en las tres últimas décadas, como ha dicho recientemente Terry Eagleton, una especie de alianza impía entre el relativismo práctico de tipo neoliberal y el relativismo filosófico de la izquierda que para entendernos e ir al grano llamaremos postmoderna. La recuperación de Heidegger por ésta -un Heidegger, por cierto, pésimamente leído, como bien notó Sacristán- es un síntoma ya suficientemente conocido y elocuente, que me va a eximir aquí de mayores precisiones o explicaciones.

Manolo Sacristán reaccionó con mucho escepticismo al famoso bestseller de Kuhn sobre la estructura de las revoluciones científicas, un libro que aunque históricamente interesante, le parecía mediocre filosóficamente. Pero reaccionó con algo más que escepticismo, yo diría que con verdadero encono, al no mucho menos vendido libro de Paul K. Feyerabend Contra el método. Su célebre concepto del «oligokuhnismo» -no sé si muchos saben eso-, lo acuñó Sacristán a costa de este libro de Feyerabend. A un conocedor de primera y crítico refinado pero sin reservas de Heidegger como él, tenían que revolverle las tripas afirmaciones como ésta de Contra el método (supuestamente, una teoría anarquista de la epistemología):

 

«El juicio de los expertos eclesiásticos [condenando a Galileo] fue científicamente correcto. Esos expertos de la Iglesia tenían, además, unas intenciones sociales correctas, a saber: proteger a los hombres de las trapacerías de los especialistas. Había que proteger a los hombres de que fueran corrompidos por una ideología limitada, que tal vez funcionara en ámbitos limitados, pero que resultaba inadecuada para sostener una vida armoniosa. Con una revisión del juicio podría tal vez haber conseguido la Iglesia hacerse con algunos amigos entre los científicos, pero eso habría ido en desmedro de su función de custodia de los valores humanos y sobrehumanos importantes.» (1)

 

¡Bonita epistemología «anarquista» ésta, que aplaude el proceso inquisitorial contra los científicos y convierte a los expertos eclesiásticos en protectores de los hombres y custodios de los valores!

A la derrota del 68, Sacristán no reaccionó, como muchos académicos de izquierda, derivando hacia el relativismo acomodaticio. Me atrevo a decir que guiado por su instinto antifilisteo, Manolo hizo exactamente lo contrario: se reafirmó más que nunca en los valores -éticos, epistemológicos y estéticos- de la Ilustración. Y usó esa reafirmación, precisamente, para criticar al tercero de los totalitarismos aquí mencionados, junto con el fascismo y el neoliberalismo: el estalinismo.

En una conferencia sobre Lukács pronunciada el 30 de abril de 1985 en la Librería Leviatán de Barcelona (también transcripta por Salva López Arnal), Sacristán dio esta interesante y original interpretación de la afición del último Lukács por la ontología:

 

«¿Qué buscaba Lukács con eso? (…) Al decir que tiene que haber una ontología marxista y que el pensamiento marxista tiene que basarse en una ontología, pues como lo hizo el pensamiento de Aristóteles o como lo hizo el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, lo que Lukács está diciendo es que en el conocimiento existe un plano de objetividad radical, por debajo del plano ideológico. Lo que está haciendo es combatir el relativismo, que es tan frecuente en el marxismo vulgar, sea estalinista o no. (…) En lo que me separo de él es que a mí me parece que después de la Edad Media y terminado el poder, la tiranía, de la teología cristiana sobre la filosofía, no hay por qué considerar que la base objetiva ha de ser ontología; basta con decir que ha de ser ciencia empírica, ciencia real, sin necesidad de ir hasta una metafísica para fundamentar.»

***

Bueno, tener enfrente a una coalición filistea de tal amplitud, formada por neoliberales, reaccionarios antimodernos, postmodernos recreativos, anarquistas acomodaticios y marxistas vulgares (y, habría que añadir, la legión de ex-marxistas que siguen siendo tenazmente vulgares), no es poca cosa: también eso contribuye en mi opinión a explicar el «olvido de Sacristán» del que varios oradores se han quejado estos días.

Otra gran socialista casi olvidada, María de Lejárraga, observó en 1932 con agudeza:

 

«El altruismo intelectual es mucho más difícil de encontrar que el altruismo sentimental. Es mucho más fácil conseguir de un ser humano que salve la vida a un enemigo con riesgo de la propia, que el que discuta con serenidad y buena fe una proposición contraria a su punto de vista, con riesgo de dejarse convencer.» (2)

 

Manolo Sacristán fue un altruista intelectual de este tipo, un amante de la verdad y la serenidad, movido por un resorte antifilisteo sin par que hizo de él un ser humano de excepción. De momento, es cierto, purga eso con el olvido, y a veces, con cosas peores, porque es seguramente peor el mal recuerdo alevoso que el olvido con premeditación.

 

Amigas, colegas, compañeros y compañeras:

Auguremos el regreso de Sacristán. Y de María de Lejárraga. Y de todos los grandes olvidados o semiolvidados de su estirpe, porque si la humanidad ha de salvarse, será también a trueque de derrotar al filisteo, y por lo pronto, al filisteo agazapado que todos llevamos dentro.

Antoni Domènech , autor del reciente El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista (Crítica, Barcelona, 2004), es el Editor general de SINPERMISO

 


 

 

Notas

  1) Paul Feyerabend, Against Method, Verso, Londres, 1993, S. 133

2) Citado por Ángel Ossorio, El sedimento de la lucha, Aguilar, Madrid, 1933