La llegada de la Revolución Cubana a su primera media centuria de marcha viva, ha sido y seguirá siendo objeto de numerosas y diversas valoraciones. A ellas se suman las presentes páginas, originalmente escritas por solicitud de la revista gallega Espiral, que las publicará traducidas a esa lengua. Allí tendrá una dedicatoria que ratifico en […]
La llegada de la Revolución Cubana a su primera media centuria de marcha viva, ha sido y seguirá siendo objeto de numerosas y diversas valoraciones. A ellas se suman las presentes páginas, originalmente escritas por solicitud de la revista gallega Espiral, que las publicará traducidas a esa lengua. Allí tendrá una dedicatoria que ratifico en la edición de Cubarte, por hacer justicia a uno de los incontables buenos defensores que esta Revolución tiene en el mundo: el compañero jamaicano-canadiense Keith Ellis, quien -en un reciente mensaje que forma parte de nuestra correspondencia habitual, o -para decirlo más apropiadamente- familiar, la ha llamado «la mejor de todos los tiempos».
Huelga decir que esa valoración molestará a reaccionarios de diversa laya, pero coincidentes en su hostilidad a la obra emancipadora de los pueblos, y en el servicio a los intereses imperialistas. En 1992, cuando Cuba se adentraba en lo más severo de las circunstancias que el lenguaje político del país bautizó como período especial -rótulo capaz de recordar que el adjetivo empleado en él no era privativo de lo agradable y estimulante-, un periodista decisivamente estadounidense y bien remunerado -de cuyo nombre no es necesario acordarse- publicó un abultado libro para notificar la hora final de Fidel Castro. En realidad, no le faltaban vaticinios y señales para la categórica afirmación: el desmontaje del socialismo en Europa, redondeado con los zangoloteos y la final desintegración de la Unión Soviética, sirvió a no pocos para dictaminar como incuestionable la inviabilidad del afán socialista y, en general, de los movimientos revolucionarios.
Para Cuba, la hecatombe del socialismo significaba objetivamente un brutal desamparo económico: perdió de golpe el 85 % de sus vínculos comerciales con el exterior. Las condiciones de vida del pueblo -que desde antes experimentaban las naturales consecuencias de las búsquedas transformadoras y sufrían, en particular, el acecho terrorista y el bloqueo impuestos por los Estados Unidos- tuvieron un significativo deterioro. Los agoreros que desde 1959 le habían pronosticado a la Revolución Cubana una duración de meses, tendrían asideros no ya para decretar que ahora sí no podría ella seguir avanzando, sino que le había llegado su hora final.
Según lo estrictamente aritmético y pragmático -perspectivas más afianzadas en el empobrecimiento de los valores éticos que en el auge de la ciencia y la tecnología, incluida la informática-, el cálculo parecía incontestable: «Esta vez no quedaremos mal», pensarían los augures. Si en los primeros años no contaron con que la Revolución Cubana resistiría la hostilidad del imperialismo estadounidense, luego pretenderían que ella dependía por completo del campo socialista, «y especialmente de la Unión Soviética». Para semejante conclusión podían hasta citar malévolamente el testimonio de gratitud acuñado por el mismo lenguaje revolucionario.
Sin embargo, la Revolución Cubana continuó su curso y, después de publicarse -con promoción a tambor batiente- el libro aludido, recorrió cerca de dos décadas más para completar las cinco que recientemente ha celebrado, y que han repercutido en diferentes puntos del planeta, para rabia de sus enemigos. Aquel texto no tardó en reeditarse, pero si en su primera aparición tuvo un subtítulo que reforzaba el vaticinio titular hablando de la inminente caída del socialismo en Cuba, el de la segunda salida apenas se permitió atribuirle una especie de gradual hundimiento. Una publicación argentina -con un artículo, si no recuerdo mal, del arquitecto Rodolfo Livingston- anunció burlonamente que en otra edición el subtítulo del volumen reconocería más o menos la eternización del experimento cubano.
Cuando en 2006 se enfermó gravemente el guía fundador de la Revolución Cubana, una camarilla de alimañas -que ni con mucho representaban ni representan el conjunto y la compleja diversidad de las cubanas y los cubanos que allí residen- salió a las calles de Miami para anticipadamente festejar su muerte, que daban por segura, y celebrar también, de paso, el fallecimiento de esa Revolución. Como en otras ocasiones, apostaron a que ella dependía en absoluto de la voluntad y los actos de un líder. Pero entonces aquel periodista -fortificado incluso en sus posiciones contrarrevolucionarias porque la administración estadounidense lo colocó al frente de una comisión que observaría los sucesos cubanos- dio pruebas de una prudencia mucho mayor que la exhibida al modificar el subtítulo de su libro. No tardó en reconocer que Cuba seguía su boga aun sin Fidel en el timón de la nave, y que los derrotados habían sido las alimañas de Miami.
Pero hay motivos todavía mayores para que, en lo tocante a Cuba y más allá de ella, a los capitalistas el sueño y la euforia se les conviertan en pesadilla. Cada vez se hace añicos de modo más visible otro de los feroces dogmas vinculados a los vaticinios de hundimiento de la Revolución Cubana: aquel según el cual, sobre todo después de perder el apoyo del campo socialista europeo y de la URSS, estaba condenada en el Continente no a cien años de soledad, porque supuestamente no viviría tanto, sino a la soledad total. En realidad, hasta hace pocos años podían parecer impensables los brotes de transformación que vienen multiplicándose en nuestra América, acaso los replanteamientos políticos más interesantes en un mundo marcado por pertinaces escollos contrarios al triunfo de la justicia. Entre esos escollos figuran el conservadurismo y el reaccionarismo de las viejas metrópolis y sus áreas de mayor influencia; la devastación de África; las masacres cometidas en Afganistán, Irak y otros sitios por el imperialismo estadounidense y sus servidores en el camino de una larga y vasta violación del derecho internacional; el genocidio perpetrado en Palestina por un gobierno satélite del imperio, que lo apoya en sus crímenes; la herencia, aunque se cuele por entre empeños socializadores, de modos de producción arcaicos incongruentes con la equidad; y, todavía dominante, la persistencia del sistema capitalista, que ha fracasado raigalmente aunque sus ideólogos y voceros pretendan que lo distingue el esplendor de unos pocos centros de poder y no la media entre ese esplendor y la miseria sufrida por la mayor parte de la humanidad, contados en esa porción de la especie los sectores más desfavorecidos en dichos centros.
En ese entorno planetario no solamente se mantiene la Revolución Cubana, que alcanzó la victoria por medio de la lucha armada en la que tuvo -como en su obra posterior- el apoyo del pueblo, sino que se multiplican en nuestra América proyectos o ímpetus desatados en varios países por la vía electoral, que la falaz democracia burguesa quería presentar como patrimonio exclusivo suyo. De ahí la saña capitalista contra proyectos como el de Venezuela, que supuso el florecimiento, con ímpetu bolivariano, de las justas aspiraciones de los pobres de la tierra. Los «dueños» del mundo no se resignan a que Bolivia, Ecuador y Paraguay se hayan dado gobiernos capaces de procurar que los recursos de sus países no sigan siendo saqueados al servicio del capital internacional y de las oligarquías vernáculas. No soportan que Argentina bracee para librarse de recaer en las calamidades que sufrió por obra y desgracia del neoliberalismo y de la supeditación a intereses foráneos. No admiten que Brasil se desplace de los lazos mundiales de la banca y el comercio capitalistas a la gestión en pos de que nuestros pueblos se integren sin la injerencia del imperio y de las antiguas metrópolis. Les irrita que en el gobierno de Nicaragua se haya reinstalado una fuerza política responsabilizada con rendir tributo de realidad al legado que proclama en su nombre, y con no repetir errores que ya una vez le costaron la derrota.
En fin de cuentas, a las fuerzas imperialistas y a los servidores que ellas tienen en distintos países les da rabia que la Revolución Cubana llegue a su primer medio siglo rodeada y acompañada por esos brotes, y que lo haya celebrado en vida del guía fundador, a quien tantas veces la CIA y sus empleados intentaron asesinar.
El Comandante en Jefe no solamente ha rebasado la grave enfermedad por la que agoreras y agoreros buitrescos lo daban por muerto hace más de dos años, sino que ahora el capitalismo mundial le ha hecho un regalo involuntario pero de la mayor trascendencia: el reconocimiento de una grave crisis sistémica.
Tal crisis no es precisamente nueva, aunque se le quiera hacer pasar por tal; y contradice la euforia con que el capitalismo, además de festejar el desmantelamiento del campo socialista europeo y la debacle soviética, propaló las supuestas virtudes e irreversibilidad del modelo neoliberal. Contra este en particular ya han tenido que agitarse de hecho internamente hasta los centros de poder en su afán por salvar su solvencia bancaria, con sumas que debieron haberse usado para erradicar o al menos disminuir el hambre que millones de seres humanos sufren en el mundo.
Aunque solamente fuera con el ánimo de justificar las maniobras desplegadas para asegurar su supervivencia a expensas de los ciudadanos que lo sufren, el capitalismo se vio obligado a reconocer que despertaba de un sueño y una euforia triunfalistas durante los cuales habían procurado desprestigiar y desautorizar los afanes revolucionarios y a sus líderes, a quienes la propaganda capitalista llegó a llamar dinosaurios. Pero -valga el homenaje a Augusto Monterroso- cuando el capitalismo admitió que despertaba ante el agravamiento de su crisis, miró hacia Cuba y su Revolución, y el dinosaurio todavía estaba allí. Está. Ahora toca al pueblo cubano y a su dirección política -que ha comprendido que esta Revolución podría ser destruida únicamente por sí misma: por sus errores o desviaciones- trabajar y luchar para mantener y desarrollar logros que tanto han costado y tanto significan; para impedir que fallas, precipitaciones o demoras frustren un proyecto que sigue encarnando esperanzas de funcionamiento social, de igualdad y decoro para quienes en distintas partes del planeta aspiran a un mundo mejor, un mundo necesario incluso para la salvación de la especie.