Traducción de Clara Valverde
La periodista estadounidense de origen palestino, Laila Al-Arian, acaba de publicar este artículo en la revista The Nation
El domingo por la mañana, a través de un mensaje que una amiga me colgó en Facebook, me enteré de que las Fuerzas Armadas de Israel estaban atacando el barrio de mi abuelo en Gaza. Mi amiga Safa, que vive cerca de mi abuelo en el barrio muy poblado de «Asqoola» en Gaza City, me contó de las horas horribles que estaba pasando, aterrorizada por «el constante, impresionante, siniestro y ensordecedor ruido» de los helicópteros Apaches volando por encima. «Justo fuera de mi casa, que está cerca de las dos grandes universidades de Gaza, un misil cayó encima de un grupo de estudiantes universitarios», me escribió Safa durante el fin de semana. «Se les ha avisado de que no se queden parados en grupos – porque son una diana fácil – pero estaban ahí esperando el autobús para irse a casa. Murieron siete».
Mi familia llevan desde el sábado intentando hablar con mi abuelo desde que Israel comenzó su ataque sobre Gaza. Pero no le hemos podido contactar. No es sorprendente ya que tantas líneas telefónicas han sido derribadas. «Espere un momento», es todo lo que oímos. Una voz grabada de la compañía telefónica que parece más estridente, cuanto más la oímos. Mi madre cuelga frustrada, sin poder aliviar su ansiedad o borrar de su mente lo que peor que se imagina.
Mi abuelo volvió a Gaza hace cinco años después de vivir por todo el Oriente Medio durante casi cincuenta años. Según él, era sólo una cuestión de tiempo antes de que volviera al sitio de su nacimiento. Nació en Gaza City en 1933. Sus padres murieron de cáncer antes de que él cumpliera los cinco años, con lo cual fue criado por sus hermanas mayores. La Gaza que él conoció en su infancia se transformó por el establecimiento de Israel en 1948. Después de su expulsión forzada de pueblos y ciudades por todo el país, cientos de miles de Palestinos se fueron a vivir a ese trozo de tierra al lado del mar. Casi todos los refugiados dependían de ayuda de la nueva Agencia de las Naciones Unidas para sobrevivir y era muy difícil encontrar trabajo. Mi abuelo se vio forzado a emigrar a otros países árabes para poder mantener a su joven familia. En 1958 se había casado con mi abuela, otra refugiada de Jaffa, cuyo padre, un policía, lo mataron los paramilitares sionistas diez años antes. Mi abuelo se fue con su mujer y su hijo de un año a Arabia Saudí donde enseñaba árabe en un colegio.
Irse de Gaza fue muy doloroso para mi abuelo, pero no tenía otra opción. Ya que no le dejaron se ciudadano de ninguno de los cuatro países árabes en los que vivió y trabajó, mi abuelo nunca se sintió en casa. Para él, era estar en tránsito, sitios temporarios para descansar antes de la Vuelta. Ahorraba todo lo que podía de su pequeño sueldo para poder tener suficiente para llevar a su familia a Gaza en verano. Después de años de vivir con muy poco, se pudo comprar un cuarto de acre de tierra en la costa de Gaza cerca del Mediterráneo.
Mi abuelo estaba sentado en un café con un grupo de amigos en Jeddah, ciudad de la costa de Arabia Saudi cuando oyó que Israel había ocupado Gaza en la guerra junio de 1967. Mi abuelo se puso pálido y se desmayó. La ocupación del ejército israelí quería decir que Gaza estaba perdida. Pero, en términos prácticos, la noticia tuvo otro efecto catastrófico: las autoridades militares israelís decretaron que cualquier palestino que no estaba en Gaza antes de la guerra no sería reconocido como residente de Gaza.
Mi abuelo obtuvo la ciudadanía estadounidense en 1999. Para cuando hizo su examen de ciudadanía, su conocimiento de la historia de los Estados Unidos era tan bueno como el mío. Tres de sus hijos vinieron a vivir a los Estados Unidos años antes, formados sus propias familias. Aunque mi madre le rogaba que fuera a vivir con ella, el sueño de mi abuelo de volver a Gaza nunca le abandonó – y fue su ciudadanía estadounidense la que le ayudó a volver.
Para cuando mi abuelo volvió a Gaza, él ya había cambiado. Había dejado su hábito de fumar de toda la vida y le encantaba estar fuera ocupándose de su huerto. Bebía té de menta en las viñas de sus sobrinos y comía higos de higueros que durante su exilio sólo podía soñar. Pero también estaba desanimado por los cambios que veía en Gaza. Su pueblo estaba tan abarrotado que tuvieron que cortar los árboles para hacer más casas. Con más de 10.000 personas por milla cuadrada, Gaza tiene la densidad más alta del mundo. (Considerando esto es difícil que alguien se pueda creer lo que dice Israel, que el bombardeo es «sólo sobre Hamas»).
Mi abuelo, durante toda su vida, no estuvo en ningún grupo político, pero como mucha gente en Gaza, tenía la esperanza que la elección de Hamas traería algo de paz y tranquilidad. Los líderes de la Autoridad Palestina habían estado acusados de corrupción desde que administraban Gaza y Cisjordania desde los acuerdos de Oslo de 1993. Para muchos residentes de Gaza, la Autoridad Palestina eran como unos gángsters.
Con el bloqueo israelí draconiano de Gaza impuesto como castigo por elegir a Hamas, bloqueo que está apoyado por los EEUU y por Europa, la vida de mi abuelo se transformó una vez más. La medicación para tratar su diabetes ha escaseado y porque hay muy poco gas o electricidad, cocinan con camping gas. Las panaderías se han visto forzadas a hacer pan con el grano de dar de comer al ganado y las plantas de tratamiento de residuos han dejado de funcionar por la falta de gasolina, con lo cual los residuos se tienen que echar al Mediterráneo. Hay poca electricidad: la mayoría de las casas no tienen más que seis horas al día. El paro es de 67%. Debido a que la frontera está cerrada, los sobrinos de mi abuelo que trabajaban en la construcción en Israel, se quedaron sin trabajo. El bloqueo llevado a cabo por Israel ha causado una hambruna crónica y 75% de la población (de 1,5 millones) vive con malnutrición. En situaciones así, los niños son los que más sufren de hambre y de enfermedades.
Mientras los misiles llueven sobre Gaza, sólo me puedo imaginar lo que mi abuelo estará pensando. Mucha de la infraestructura civil ha sido destruida, incluyendo puestos de la policía, universidades, mezquitas y casas. En el campamento de refugiados de Jabalya, cinco hermanas, la mayor de 17 años y la pequeña de sólo 4, han muerto el lunes pasado mientras dormían en sus camas, cuando un misil cayó sobre la mezquita que había al lado de su casa. Sus padres dijeron a la prensa que pensaban que estarían seguros al lado de la mezquita ya que las mezquitas no son blancos militares. El cementerio en el que las niñas han sido enterradas estaba tan lleno que las han tenido que enterrar en tres tumbas. Un portavoz de las Naciones Unidas ha dicho que estas muertes son «un ejemplo de que estos bombardeos están pasando una alta factura a los ciudadanos inocentes». El padre de las niñas reflejó los sentimientos de tantos en Gaza cuando dijo, en una entrevista con el Washington Post: «Yo no tengo nada que ver con ninguna facción palestina. Yo no tengo nada que ver con Hamas ni con nadie. Soy una persona corriente». Unos días después del bombardeo, me enteré de que las niñas eran parientes de unos amigos de mi familia en Florida, EEUU.
Le pregunté a mi madre por qué mi abuelo no se fue de Gaza mientras la frontera estaba abierta. ¿Por qué no se fue antes del bloqueo, antes de que la vida se hiciera insoportable y antes de los últimos bombardeos? «Porque ese es su sitio», me respondió mi madre. «Siempre estaba con morriña. Gaza es donde sus padres están enterrados. Es donde él quiere morir».