Una de las cosas que más lamento en la vida es haber llegado tarde al Quijote. A los 30 años, arriba o abajo. Antes, desde la adolescencia, había devorado a los rusos (Andreiev, Tolstoi, Dostoiesvski…), franceses (Paul Féval, Edmundo About, Verne…) ; autores de lengua española por supuesto. Pero el Quijote lo daba por sabido […]
Una de las cosas que más lamento en la vida es haber llegado tarde al Quijote. A los 30 años, arriba o abajo. Antes, desde la adolescencia, había devorado a los rusos (Andreiev, Tolstoi, Dostoiesvski…), franceses (Paul Féval, Edmundo About, Verne…) ; autores de lengua española por supuesto. Pero el Quijote lo daba por sabido por tanto oírlo citar, innecesario para una formación de autodidacta desordenado. Llegó un momento en que me avergonzaba seguir fingiendo, o dar la callada por sabida cada vez que el Ingenioso caballero salía a colación. Y todo fue leerlo de un tirón y adquirir un amigo para toda la vida, Alonso el bueno, que me hace sonreír de cariño cada vez que pienso en él o veo el libro que relata sus hazañas. Lo he leído en diferentes ediciones: la de Clemencín, de Cátedra, de Rodríguez Marín, de Gaos…, y ahora estoy en la del Cuarto centenario.
En el Tesoro de la lengua española, en la definición de la palabra libro, Sebastián de Cubarrubias apostilla: «Dios nos libre del hombre de un sólo libro, porque en siendo éste bueno, hácense imbatibles sus juicios.» Lo tomé al pie de la letra. Desde entonces leo el Quijote entre libro y libro que escribo, y lo que aprendo de uno a otro es indecible. Lo hago para depurarme, para purificar la lengua que se va deteriorando con el uso y más en el extranjero, pervertida por el idioma local.
Compartí la devoción por el escritor manco con Alejo Carpentier, con quien intimé poco después de iniciado el ciclo repetitivo de lecturas: «Cervantes, me decía, fue el único novelista que logró – cosa mil veces buscada, más nunca hallada- hacer coexistir lo real y lo irreal en un plano perfectamente coherentes, sin que haya oposición brutal de atmósferas, y sobre todo, sin que se vean las costuras. Don Quijote es hombre de cuatro dimensiones , movido con absoluta normalidad en un mundo real, tangible, cotidiano, de tres dimensiones, el nuestro. Y su autor lo ha logrado con tal milagroso acierto que si viésemos al buen caballero desembocar por una esquina, le invitaríamos a entrar en casa: «Pase usted, seño don Quijote, descanse un poco comparta nuestra comida y háblenos de sus andanzas…»
A mi nieto Jaime, que tiene catorce años, lo llamo todos los días por teléfono al sur de Francia, donde vive con su madre, para leerle, y que me lea, fragmentos del Quijote y así va aprendiendo español. Con los otros es más difícil, Kiá vive en Brasil y Merlín tiene dos años, pero todo se andará.
De tanto leer el Quijote llegué a elaborar una tesis que brindo a los cervantistas. En el último capítulo, cuando el Caballero recobra el juicio se muere; es decir, que le era imposible vivir en un mundo tal como la mayoría decimos que es. Hace el testamento: «Item, suplico a mis albaceas que si la buena suerte les trajere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de
la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe; porque parto de esta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos».
Comúnmente se piensa que esta condena va dirigida al falsario Avellaneda, quien ya había sido censurado por Cervantes varias veces. Yo creo que aquí don Quijote se insurge contra su propio creador, Cervantes, por haberle traído a un mundo tan injusto y revuelto. O por curarle de su locura, que le daba un destino y una grandeza.
Esta versión me parece mucho más cervantina que la tradicional, en la que se va a morir y se cura para salvarse. Me baso en que el libro de Avellaneda se titula «Segundo tomo de las aventuras….», mientras que ésta de Cervantes es la «Segunda parte de las aventuras…»