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Mitos y estereotipos que nos alejan de la equidad

Fuentes: my.opera.com/mujerypalabra/blog

Uno de los pilares de la desigualdad entre hombres y mujeres con mayor arraigo en todas las sociedades del mundo es la división sexual del trabajo. Los partidarios de la desigualdad de género, es decir, la construcción social de la diferencia genital como elemento que otorga mayor o menor jerarquía a determinado sexo, suelen elegir […]

Uno de los pilares de la desigualdad entre hombres y mujeres con mayor arraigo en todas las sociedades del mundo es la división sexual del trabajo. Los partidarios de la desigualdad de género, es decir, la construcción social de la diferencia genital como elemento que otorga mayor o menor jerarquía a determinado sexo, suelen elegir uno de dos caminos fáciles para explicar y legitimar el trato diferenciado que se prodiga a hombres y mujeres.

El primero consiste en pretender naturalizar la desigualdad valiéndose de supuestos argumentos biológicos, como si los genitales definieran el temperamento y el carácter, las habilidades y torpezas, las predilecciones y los desapegos, e incluso la afinidad por determinados oficios y pasatiempos, además de la orientación sexual de las personas que, conforme a tal esquema, son consideradas «normales». Aunque persistan los debates bizantinos en torno al uso de la palabra género en español para referirse a la atribución arbitraria de características a uno u otro sexo a partir de convencionalismos socioculturales, hace decenios que disciplinas como la antropología y la sociología alrededor del mundo han integrado este componente en sus estudios y reflexiones para concluir que no hay universalidad alguna en los roles asignados a mujeres y a hombres, incluida la división del trabajo. Sin embargo, en nombre de supuestos que son poco más que invenciones socioculturales hemos perdido de vista el mosaico de la pluralidad humana para caer en generalizaciones: basta pasar un par de horas en un bar o cafetería de cualquier latitud para escuchar de ellos y ellas frases como las siguientes: «Los hombres son así por naturaleza» (sustituya así por su prejuicio favorito o el primero que le venga a la cabeza), «¿Y qué esperabas? Mujer al fin» (mentirosa, boba, astuta, dependiente emocional…), «Está en sus días, ya se le pasará» o «¿Es gay? Mira, y yo pensaba que era muy hombre» (como si la homosexualidad invalidara la genitalidad que atribuye el sexo). Olvidamos con sorprendente facilidad que la humanidad es un abanico infinito, que cada persona es única y que somos mucho más que el contenido de nuestra ropa interior y el flujo de nuestras hormonas por el torrente sanguíneo.

El segundo camino para argumentar la desigualdad como algo irreversible consiste en echar mano de la historia. Y es que si el mundo ha funcionado desde tiempos inmemoriales con una organización social en la que hombres y mujeres realizan determinadas tareas, ¿por qué de algunas décadas para acá enloquecimos, nosotras, que quede claro, y queremos un cambio? ¿No será eso ir en contra, no solo ya de la naturaleza, sino de nuestro propio pasado como grupos sociales? Pasamos por alto que la historia la escriben los vencedores y no los vencidos, y la documentación del papel de las mujeres a lo largo de siglos de patriarcado no tendría por qué constituir una excepción. Por eso resulta refrescante leer que el Museo Arqueológico Provincial de Badajoz, en España, presenta una exposición titulada Mujer en la prehistoria, catalogada por el propio museo como arqueología de género, a saber, la recopilación de recientes investigaciones que echan por tierra lo que nos contaron en las clases de historia en la primaria y lo que vemos en todos los museos a los que llegamos, casi siempre a rastras, en algún momento de la infancia: imágenes de hombres prehistóricos, peludos y con un inexplicable sentido del pudor, cubriendo sus genitales con pieles de animales, organizados en grupos de cazadores, asestando flechas a un mamut; mujeres prehistóricas con faldellín de yerbas o pieles, con un niño colgado del pecho y la mano libre dedicada con diligencia a recoger frutos. Nuestra memoria primigenia insiste desde algún recóndito lugar de la mente: los hombres salen a trabajar y son proveedores, las mujeres se quedan en casa, crían a la prole y preparan los alimentos. El pensamiento colectivo está marcado por la noción incuestionable, gracias al presunto peso de la historia y la supuesta evidencia de la naturaleza, de que el espacio público es del dominio masculino y el espacio privado pertenece a las mujeres. Por más que nos congratulemos genuina o hipócritamente por los «avances» que representa la decidida inserción femenina en el mundo laboral remunerado y las tímidas incursiones de los hombres en las labores domésticas, llevamos dentro una vocecilla que insiste en que algo de esto no es normal. Y he aquí que una exposición, cuyo carácter itinerante esperamos tenga el suficiente aliento para hacerla llegar a tantos sitios como sea posible porque en todos es necesario, viene a hablarnos de que no es como lo estudiamos: según algunas investigaciones, hubo grupos en donde las mujeres participaban de la caza y los hombres de la casa. Esto que se dice pronto y puede parecer menor obliga a una reflexión todavía relevante e incluso urgente: ni el determinismo biológico ni el determinismo histórico pueden erigirse más como tesis para sustentar la discriminación, pues toda sociedad se construye con la participación común y ninguna labor tendría por qué ser más protagónica que otra, no hay razón para que hombres o mujeres se vean sometidos a la camisa de fuerza que implica la obligación de cumplir con expectativas sociales infundadas.

Por cierto, una de esas expectativas atañe de manera directa a los hombres y a lo que últimamente se denomina como su «desempeño sexual». Hace unos días circuló en un medio español un artículo sobre las investigaciones para crear la pastilla rosa, a saber, el viagra femenino. Empeñados en hacernos creer que con las mujeres todo es complicado, los especialistas, con un mohín no se sabe si de fastidio o ironía, comentan que el deseo femenino es de una complejidad abrumadora y no parece haber forma de resolver el problema de la inapetencia sexual con un fármaco… como si en el caso de los hombres efectivamente todo se solucionara con una tableta y medio vaso de agua. Algún experto se anima a decir que la sexualidad masculina es como un interruptor y la femenina como el tablero de mando de un avión. En una cultura machista que es cruel con hombres y mujeres por igual pocos varones se atreverán a indignarse ante semejante afirmación y mucho menos a señalar que su sexualidad también es compleja, al igual que su mundo interior, y que no se trata sencillamente de tener una erección, mantenerla y eyacular, que sus penes no son interruptores de luz y que la satisfacción mide más que unos centímetros de piel turgente. Pocos hombres reconocerán esta verdad: los fármacos pueden provocarles una erección (y un infarto), pero no son capaces de sacar mágicamente el deseo de una chistera invisible. O que en estos tiempos de crisis no hay viagra que valga contra la depresión por no llevar bien el papel de proveedores que les asignó la sociedad al nacer.

Una se pregunta a quién benefician, además de la industria farmacéutica, las engañosas campañas publicitarias disfrazadas de preocupación de salud pública según las cuales «uno de cada cinco varones mayores de 40 años sufre de disfunción eréctil». Una se pregunta a quién beneficia, además de la industria farmacéutica, la perpetuación de la equivocada idea de que el sexo heterosexual, es decir, el considerado socialmente «normal», solo es concebible penetración y duración maratónica de por medio, como si de una carrera de resistencia se tratara. ¿No sería más liberador para ellos y ellas reconocer que hay muchas maneras de tener intimidad y compartir el gozo? ¿Cuántas amarguras nos ahorraríamos si en casa y en el colegio se hablara abiertamente de emociones y autocuidado, además de la mecánica del sexo? ¿Y si los esquemas de anatomía que estudiamos como loros en educación secundaria incluyeran al clítoris? ¿Si aprendiéramos a ver la piel como un territorio infinito? No cabe duda que seríamos mejores personas si desarrolláramos la capacidad de vincularnos desde el terreno del respeto y la complicidad, sea para sexo ocasional o con la pareja de toda la vida, y todas las modalidades en ese abanico de posibilidades. Nos merecemos relaciones humanas más placenteras, auténticas y equitativas, dentro y fuera de la cama. Por desgracia, la meta aún se vislumbra lejana.

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