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Entervista a Francisco Veiga, Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona

«Modificar fronteras no soluciona los conflictos, en todo caso crea otros nuevos»

Fuentes: Jot Down

Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona. Francisco Veiga (Madrid, 1958) estudia regiones tan complejas y difíciles de entender como el sudeste europeo y el espacio exotomano; zonas sin embargo tan dadas a ser despachadas en los medios a través de tópicos y frases hechas. Además, está especializado en los últimos treinta […]

Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona. Francisco Veiga (Madrid, 1958) estudia regiones tan complejas y difíciles de entender como el sudeste europeo y el espacio exotomano; zonas sin embargo tan dadas a ser despachadas en los medios a través de tópicos y frases hechas. Además, está especializado en los últimos treinta años de historia, momentos de cambios cruciales, sujetos a manipulaciones e intereses vigentes. Siente, entre risas, que sus libros e investigaciones no arrojen las conclusiones definitivas, el relato perfecto de los hechos donde todo encaje. Quizá por eso sean tan estimulantes para el lector inconformista. Una de sus obras más importantes fue La trampa balcánica. Queremos recorrer la historia desde ahí, desde la I Guerra Mundial y la formación del nuevo centro y sur de Europa y Oriente Medio hasta el nuevo orden mundial, en una conversación no exenta de anécdotas, digresiones, dudas y a veces certezas .

¿Vuelve la guerra fría?

No tiene sentido afirmar tal cosa. La guerra fría terminó. Ahora ha venido otra cosa. Incluso la posguerra fría ha terminado, hay muchos indicadores que así lo demuestran. Son fenómenos diferentes. Tal vez me equivoque y todavía le queden años a la posguerra fría; pero en todo caso ya no es la guerra fría. La historia no se repite. Cuando escucho esas cosas pienso que no habla un historiador, un profesional. Y esto que decía Mark Twain de que no se repite, pero rima, suena bien y tal, pero no. Lo que si podemos hacer es comparar fenómenos que tienen lugar, por ejemplo, en la I Guerra Mundial y en la guerra fría porque en ambas confrontaciones hay un empate militar. Eso es la historia comparativa.

En su último libro se propuso explicar la I Guerra Mundial desde un punto de vista no anglosajón.

Hoy en día la historiografía está muy colonizada por el mundo anglosajón en general, tanto el americano como el británico. Ellos vencieron en las dos guerras mundiales y los que ganan las guerras son los que las cuentan. Por eso entendí que faltan aún muchas explicaciones sobre este conflicto. La I Guerra Mundial, de hecho, fue durante muchos años una guerra ganada por los franceses, pero tras la derrota de estos en la II Guerra Mundial, dejan de tener importancia sus historiadores. Hoy en día cuentan los anglosajones; o un chino que haya estudiado, por ejemplo, en Yale; o un indio de una universidad inglesa. Siempre hay que haber pasado por el mundo cultural anglosajón para tener a favor el eco internacional necesario.

Un ejemplo de este fenómeno es que la gente conoce de la I Guerra Mundial operaciones especiales como la de Lawrence de Arabia levantando a los árabes contra los turcos, pero desconoce lo que se denomina la «yihad alemana», los esfuerzos de Max von Oppenheim, un arqueólogo alemán que organizó la oficina de operaciones del este, desde donde se intentó, aunando a nacionalistas indios e irlandeses, que se levantasen las tropas nativas de la India contra Gran Bretaña, que organizó una expedición en Afganistán para que estos invadiesen la India. De todo esto se sabe más bien poco, o se minusvalora.

Y a esos historiadores anglosajones, además, se les puede considerar buenos escritores.

Lo que hacen muy bien es vender sus productos. Todos, desde los comerciales a los culturales. Rematan bien los relatos, algo que no sabemos hacer nosotros. En Imitation Game, la última película sobre la máquina Enigma que empleaban los nazis en sus comunicaciones, es evidente que no se cuenta la historia exactamente como sucedió, hay ahí mucha licencia narrativa, pero el relato sale redondo. Igual que en American Sniper, la de Clint Eastwood. Nosotros en cambio dejamos finales abiertos, no llegamos a conclusiones claras. Lo que escribe Robert Kaplan, por ejemplo, tiene una carga ideológica importante y un mensaje concreto, pero está bien hecho. Otra cosa es que refleje cómo es realmente aquello de lo que habla. Pero como producto tú lo lees y todo te encaja. Clinton tras leer su Fantasmas balcánicos dijo que por fin había entendido la región. [Risas] ¡Ni de coña! [Risas]

Creo que los historiadores tenemos que acostumbrarnos a pensar desde puntos de vista alternativos. Le insisto mucho a mis estudiantes en que hagan ensayo, porque ese tipo de trabajo universitario que se hace en España con largas y prolijas notas a pie de página puede ser artificioso. Las notas pueden ser forzadas; que un artículo esté lleno de ellas no te garantiza credibilidad absoluta. Luego te llega un historiador inglés como Eric Hobsbawm, que casi no las añade, y la gente cae de rodillas. Y lo adora. Como con Kaplan: si escriben bien, te lo lees bien, te lo terminas creyendo y lo asumes. De hecho, el actual sistema, a escala global, conduce a generar una narrativa única, a la que cada uno puede añadir las notas a pie de página que quiera (los lectores se las saltan: son demasiadas y contradictorias).

En Las guerras de la Gran Guerra sostiene que lo que empieza es la globalización.

Creo que cuando comienza realmente, más que en 1914, es en la Belle Époque. Eran los tiempos del cancán, ya sabes, y quizá la prensa y la historia canónica han creado una imagen de esta época, como un bloque de cemento, que es muy difícil de mover. Pero luego cuando tú buscas documentos, correlaciones, detalles que no se conocen, ves que es también la época donde lo significativo es que se inicia la primera globalización. Gran Bretaña era el gran poder financiero del mundo, podía hacer negocios en cualquier rincón del globo, aparte de ser también el banquero de todo el planeta. Había comunicaciones fluidas, quedaba poco por descubrir y el nivel de negocios, expectativas y progreso era como muy de globalización, tal y como luego fueron los conflictos.

A partir de 1871 nace una Europa bismarckiana con unas reglas diplomáticas que quedan desbordadas cuando el tablero se extiende hacia el resto del mundo. Alemania controla Europa, pero no el resto del orbe. Y cuando intenta salir para fijar el marco de las reglas internacionales ahí se encuentra con Francia e Inglaterra unidas. No tiene un imperio como el de ellas, y de ahí nace una gran frustración alemana. Niall Ferguson dice que los alemanes siempre han querido ser amigos de los ingleses, por eso crearon una gran flota, no para competir con ellos, sino para que los respetaran; pero en Londres eso lo vieron como una gran amenaza.

Así que el mundo occidental, a la altura de 1914 posee un cierto parecido al actual. Incluyendo guerras exóticas aquí y allá, causas revolucionarias no muy claras y nacionalismos a la deriva. Las fuerzas no están muy bien definidas, como ahora. Inglaterra es la triunfadora, pero no está claro. Como le pasa ahora a Estados Unidos. A la vez, hay un nacionalismo ruso que se siente fuerte y está asentado porque se alía con los franceses e ingleses. El matiz hoy sería que ese nacionalismo ruso lo que quiere es volver a ocupar la posición que tenía. Mientras que la Alemania de Guillermo II es un poco como la de Merkel hoy, que intenta controlar la situación en Europa pero el marco internacional la desborda.

Se llega al conflicto y se abre un paréntesis con las guerras mundiales que llega hasta nuestros días.

Lo de la guerra del 14 fue un cortocircuito brutal. El año pasado en el centenario de la I Guerra Mundial salieron muchos libros, casi todos anglosajones. Tengo que decirte que cuando yo escribí La trampa balcánica sugerí de broma ponerme un nombre anglosajón para que tuviera más repercusión y en la editorial se lo tomaron en serio. Incluso anduve dándole vueltas a algunos alias posibles. [Risas] El caso es que esos libros, unos nuevos, otros meras reediciones, no aportan nada nuevo desde un punto de vista historiográfico. A cien años vista, aún no está claro por qué estalla la Gran Guerra; increíble pero cierto. Hay quien carga toda la responsabilidad en Rusia, como el historiador Sean McMeekin, con una obra muy bien documentada. El asesinato de Francisco Fernando no tenía por qué llevar necesariamente a la guerra generalizada, pasó un mes entre el atentado y el inicio de la contienda, se intentó arreglar pero se fracasó. ¿Por qué? Según esta teoría porque los rusos fueron a saco, a piñón, a aprovecharse de que por primera vez eran aliados de los franceses e ingleses y quieren cuestionar el control alemán de Europa Central, y hacerse con los Estrechos para salir, por fin, al Mediterráneo. Fueron a por todas. Pero esa gran guerra rápidamente terminó en el empate en las trincheras.

Estalla así una guerra nacionalista, una lucha entre democracias, excepto en el caso ruso. Había socialdemócratas en los parlamentos alemán y francés. Y esa guerra absurda se quedó hundida en las trincheras, con el agua y el barro hasta las rodillas. Hasta el 17 no llegaron las soluciones, americanas y rusas. Lenin por un lado propuso una solución revolucionaria: autodeterminación de los pueblos y revolución, salida de la guerra y de esa forma nunca más volverán a producirse. Y Wilson contestó con sus catorce puntos. Autodeterminación, sí, pero de algunos pueblos [risas] y fin del imperialismo. Esto era una respuesta a Lenin. Hasta se habla de que la guerra fría empieza ahí, en el primer choque entre Lenin y Wilson, es la aportación de Powaski o Arno Mayer. Pero lo importante es que se empieza a desarrollar la URSS que es un fenómeno que ocupa todo el siglo XX, del 19 al 91.

En el 14 el nacionalismo pudo mantener a los soldados en aquellas infames trincheras y la izquierda no logró sacarlos. Se subestima el poder del nacionalismo, mucho más poderoso que la izquierda.

Las trincheras eran tremendamente perversas. Mi teoría es que fueron un sistema que surgió del propio fracaso militar, de la guerra de movimientos se pasó al empate en las trincheras y los generales lo aceptaron en cierta manera, pero no como un fracaso. Era la guerra como una forma de control social extremo. Estaban ahí todos hacinados, como en un matadero, no había momento para pensar, todo el mundo sabía lo que tenía que hacer en cada momento. A mí las trincheras me recuerdan mucho a los campos de exterminio nazis. Porque no habían margen para pensar que aquello podía ser una monstruosidad que no llevaba a ninguna parte; poseía una lógica inabarcable, no podía ser un error o algo perverso en sí mismo: solo cabía salir de la trinchera cuando llegaba la orden, ir a tomar la de enfrente y morir. Las trincheras estaban aisladas, no cerca de la población civil, no pasaban por el medio de las ciudades. El civil en la ciudad, el soldado en la trinchera. Era un mundo cerrado, con sus reglas, que tenía enormes cantidades de detractores, pero también de muy importantes defensores. Ahí está Jünger hablando del «nuevo hombre de las trincheras», o el fascismo, que tuvo todo un discurso sobre el hombre de las trincheras, el valiente, todo eso tan ardito (audaz) de ensalzar a los que toman la trinchera enemiga con el cuchillo entre los dientes y las bombas de mano. La camisa negra, de hecho, formaba parte del uniforme de las tropas de choque italianas de la I Guerra Mundial.

Mi tesis incluso es que estas trincheras previenen la revolución, más que impulsarla. La Revolución rusa, al contrario de lo que a veces se pueda creer, no empezó en las trincheras, sino en la retaguardia, en San Petersburgo; una ciudad enorme donde hay un montón de soldados de guarnición. Los que no hacen una mili normal, los que tienen algún problema o son mayores; soldados al fin y al cabo ociosos, pero que sufren la falta de alimentos, los problemas del frío. Porque la economía rusa se había centrado en el frente, en intentar parar a los alemanes, contenerlos en las trincheras, y todo se va hacia allí: el trigo, los alimentos, la gasolina. La retaguardia quedó desabastecida. En ese contexto, cuatro campesinos en un pueblo no tenían nada que hacer, pero sí miles de ciudadanos en la capital de Rusia en aquel momento, decenas de miles llegados del campo para trabajar en el esfuerzo de guerra en las fábricas, con una guarnición de ciento ochenta mil tíos más ciento cincuenta mil en los alrededores, que no hacían nada en todo el día, que en cierta manera son emboscados porque no están en el frente. En cambio, en las trincheras francesas a partir del año 17 hubo intentos de sublevación, pero fueron reprimidos sin que contagiaran al resto del ejército o de la sociedad.

En su libro menciona que el general Nivelle a punto estuvo ocasionar una revolución en Francia al insistir en la estrategia de trincheras.

Nivelle fue el que dio aquel famoso y contundente discurso a los oficiales en vísperas de la batalla de Verdún: «Caballeros, mañana atacaremos. La primera oleada morirá, la segunda también, así como la tercera; algunos de la cuarta alcanzarán el objetivo y la quinta oleada capturará la posición». Y concluyó: «Muchas gracias, caballeros». Ahí es nada. Con el desarrollo de la guerra algunos militares franceses, como Pétain, habían buscado alternativas, pero este era un tío muy ambicioso, centrado en su promoción personal, y todo lo que se había alcanzado positivo lo desmontó. Volvió a los ataques frontales masivos y continuó con ellos, inasequible al desaliento, incluso cuando ya se había desencadenado la revolución en Rusia. La guerra llevaba mucho tiempo sin salida, siempre era lo mismo, intentar tomar por asalto las trincheras del adversario, ocupar algunos kilómetros y luego vuelta a lo mismo otra vez. No había ninguna solución. Los americanos cuando ya iban a entrar en guerra, que se lo tomaron con calma, dijeron que lo iban a hacer a su manera. No se identificaban con los aliados, como parte de la Entente. Iban a su juego y la suma de todos estos factores en Francia creó una enorme impaciencia.

Dice que la guerra no fue inevitable, que se desdeña el papel del azar.

En 2008 se publicó un libro de Nicholas Taleb, Cisne negro, que tuvo mucho éxito en el mundo de las finanzas y en la sociología. Es interesante, aunque le sobran muchas páginas, pero la idea que contiene es muy buena. Dice que muchos acontecimientos históricos no son tan previsibles. Yo suscribo eso. No es que la guerra fuese evitable, es que fue bastante imprevisible. Se dice que era algo que todo el mundo esperaba, pero eso no está ni mucho menos claro. Ferguson cuenta que la bolsa, por ejemplo, no se hundió hasta el último momento. A principios del siglo XX había muchos pequeños inversores, gente que si hubiese visto algún problema hubiese sacado el dinero rápidamente. El asesinato del archiduque no se percibió como algo que fuese a llevar a una guerra generalizada. Se pensó que se podía arreglar, porque al fin y al cabo las familias reales estaban emparentadas entre sí, el zar y el káiser eran primos, Nicky y Willy. Parecía imposible que todo fuese a descarriar de esa manera.

Se pensaba además que de llegar la guerra sería muy distinta.

Lo que estaba previsto era que si se producía alguna guerra importante a principios del siglo XX, se lidiaría fuera del territorio europeo. En el mar. La carrera de armamento era marítima. Los barcos ciertamente eran las armas más avanzadas, los acorazados, los submarinos… En el año 39 las armas de última generación del año 18 eran antiguallas, esos biplanos y triplanos, pero la única arma que casi no cambia entre la I Guerra Mundial y la segunda era el submarino. A comienzos del siglo XX el desarrollo tecnológico militar se había centrado en la marina. Se pensaba realmente que la guerra se podía lidiar en el mar y que cuando se hundieran varios acorazados o cruceros de los alemanes o los británicos, enseguida se negociaría la paz.

Los ejércitos tenían tantos soldados, hasta un millón o más, porque eran herramientas de control social. El chico que estaba haciendo la mili no estaba en el sindicato, ni en la cafetería anarquista; estaba haciendo la mili y le estaban poniendo la cabeza como un bombo de ideas patrióticas; e inculcándole una disciplina despersonalizadora.

Hay mucha diferencia entre haber hecho la mili o no. Aquí se llegó a decir que Narcís Serra fue el primer ministro de Defensa procedente del ámbito civil porque precisamente no la había hecho. Si la hubiera cumplido, quizá le habría quedado un resquicio de temor ante los militares. Pasar un año en filas marca mucho. Y este era el sentido de los ejércitos de tierra. El problema es que en el mar esa guerra tecnológica también quedó empatada. Los barcos eran tan perfectos, las tripulaciones estaban tan bien adiestradas, que los primeros combates navales terminaron en tablas. Además, los navíos de superficie eran carísimos, tecnología punta, no se podían perder así como así.

También ha dicho a propósito del genocidio armenio que con la I Guerra Mundial empiezan las primeras guerras de datos.

El periodista al final siempre termina escribiendo lo que supone que la gente quiere leer. Por eso la prensa habitualmente suele orquestar unas explicaciones con unos datos más o menos sesgados y unos puntos de vista que finalmente no son un trasunto de lo que realmente pasa. Por ello está extendido eso de que la Gran Guerra se veía venir, porque así lo explicaban los periodistas, vendían ese producto. Sin embargo, en los años sesenta y setenta también decían lo mismo sobre una hipotética III Guerra Mundial y nunca llegó. Había montones de películas, novelas, artículos, declaraciones de políticos, presidentes con refugios antiatómicos y, a pesar de ese tremendismo que auguraba la llegada de otra guerra, no sucedió nunca. Esa comparación vale también para otras épocas. Las cifras, los mapas, los gráficos y datos de la prensa más o menos sesgados, más o menos manipulados, se convierten en verdades incontestables que al público en un momento determinado le pueden influir mucho. Con el genocidio armenio ocurre algo similar. Podemos abordar el asunto de otra manera.

Por ejemplo, desde el año 94, con el genocidio ruandés, que bate todas las marcas, ochocientos mil muertos en tres meses, una ratio de asesinatos/día mayor que el conseguido por los nazis en los años cuarenta. Y se llevó a cabo con machetes, palos, piedras y cuchillos de cocina. Desmonta la teoría de que para organizar un genocidio hace falta tecnología, que los alemanes pudieron hacerlo porque tenían cámaras de gas. No. Es mucho más terrorífico aún. Solo se trata de concienciar a la población. Y en Ruanda el 56% de la población son católicos; nada de yihadistas fanáticos. Hay matanzas en iglesias, sacerdotes que liquidaron a sus feligreses. Ahí está el horror de la iglesia de Kibuye. Fue algo extraordinario. ¿Y ha dicho algo el papa sobre esto? Diría que tenemos más cerca en el tiempo el genocidio ruandés sobre el cual en su momento no se dijo nada. Incluso hubo periodistas que fueron retirados de Ruanda antes de la matanza, quedaron pocos de agencias importantes. Casi no hay imágenes. La televisión entonces estaba superdesarrollada, ya existía el envío de datos por satélite y sin embargo no hay imágenes del genocidio ruandés. Hay muchísimas más de lo que pasó en Bosnia. Srebrenica se convirtió en un mito porque murieron siete mil personas y Ruanda, un año antes, con casi un millón es olímpicamente olvidado.

En este sentido, el genocidio armenio ¿lo es?, ¿no lo es? Hay una guerra de terminología. Es evidente que muere mucha gente, civiles; el argumento turco insiste en la desorganización y no en la planificación genocida. Bueno, en parte se puede aceptar, en parte no, pero da lo mismo. Porque realmente muere mucha gente víctima de una operación de contrainsurgencia. A comienzos de la Gran Guerra los rusos habían apoyado un levantamiento guerrillero armenio en la retaguardia otomana. La respuesta consistió en deportar a la población civil armenia para que no apoyara a los insurgentes. Algo así hizo el general Weyler en Cuba «reconcentrando» a unos cuatrocientos mil civiles en 1896; o los británicos con la población civil bóer, en África del Sur, a comienzos del siglo XX. Esas muertes por inanición y por hambre, el traslado forzoso de poblaciones, la guerra de exterminio en definitiva, es la típica estrategia de guerra colonial. Así se hacía en el Magreb, en el África negra, en Asia.

Ocurre lo mismo con los armenios. Hay una insurrección armenia, deciden llevárselos a otra parte, que es Siria. Hace mucho calor, hay muchos ancianos, no hay camiones, van a pie, van a morir y ya sabes cómo es la mentalidad militar en tiempos de guerra: les da exactamente igual. También se les deja en manos de paramilitares y los kurdos tienen un papel muy importante en el exterminio, tienen a sus espaldas un porcentaje altísimo de muertos armenios. Entonces ordenas datos, ¿y qué hay detrás? Para empezar, dos comunidades armenias. Una, en el exterior, la diáspora, en Estados Unidos o Francia, que tienen un concepto más negativo de su república y es la que mantiene más viva la llama del genocidio. Quieren que el Gobierno turco pida perdón, pero entonces se pondrían en marcha una serie de reclamaciones legales a gran escala, por vía de Estado, sobre las propiedades, qué ha pasado con la finca o el negocio del bisabuelo; y eso lo complicaría mucho todo porque no solo está el Gobierno turco, sino también los kurdos, que son los que viven hoy en día en buena parte de la región donde estaban antes los armenios. Por el contrario, a los armenios de la república les pesa el recuerdo del genocidio, claro, pero también quieren sobrevivir hoy. Ir a buscar trabajo a Turquía. No llevan bien que en la diáspora insistan tanto porque ellos lo que quieren es normalizar relaciones con Turquía, que es lo que les conviene. Mientras tanto, creo que tampoco se ha levantado este año demasiada polémica en el centenario del genocidio armenio. Supongo que tendrá que ver con que los kurdos están conteniendo a los yihadistas del Estado Islámico en Irak, defendiendo a los cristianos asirios, y Oriente Medio está todo él con las tripas abiertas: Yemen, Siria, Irak, Egipto… Una situación desgarradora.

Precisamente la I Guerra Mundial es crucial para entender los problemas actuales de Oriente Medio.

Sí, creo que actualmente más que hijos de la II Guerra Mundial somos nietos de la primera. Ahí se marcan muchas circunstancias que llegan hasta nuestros días. Europa del Este se queda más o menos como está ahora, porque luego los soviéticos no liquidaron en 1945 Albania o Hungría; pero los inventos occidentales en Oriente Medio, Jordania, Siria, Irak, ideas del año 18 o 19, continúan ahí como referentes; seguimos en el Oriente Medio heredado de la I Guerra Mundial, el que surge tras la caída del Imperio otomano. O al menos era así hasta el verano de 2014.

Usted orientó su carrera hacia el sudeste europeo, viajó muy pronto allí, en los años setenta. ¿Qué es lo que se encontró?

Empecé a ir por allí en el año 76, justo después de la muerte de Franco. Fui de la generación del InterRail. En Europa del Este era más fácil acceder a unos países que a otros. Yugoslavia estaba chupada, Rumanía era fácil, pero la RDA, por ejemplo, era muy complicada. Tenías que explicar dónde ibas, reservar el hotel con antelación. Yo opté por Yugoslavia y Rumanía. Esos fueron mis primeros encuentros con el «socialismo real», como se decía por entonces. La gente no hablaba con un extranjero sobre las cosas malas de sus países. Te decían que Tito era un gran hombre, que Ceaușescu era maravilloso, así como su madre, su abuela y su mujer. Al cabo de un rato te podían mencionar algún «quizá…», pero poco y muy cauteloso. En todo caso eran épocas en las que se hablaba mucho en los trenes. Recuerdo un viaje de la capital de Macedonia, Skopje, a Pec o Pejë, en el actual Kosovo, ciento cincuenta kilómetros, ¡que duró horas! Los viajeros eran tíos con turbante, kosovares, que hablaban italiano. Tenías tiempo de hablar de todo tipo de cosas y en la cuarta fase de la conversación, después de agotar el fútbol y las mujeres, cuando pasabas a beber rakija, las lenguas se soltaban más.

Un dato relevante de la mentalidad que imperaba entonces lo ejemplifica un encuentro que tuve con una familia húngara de Transilvania en un tren de Rumanía. Iban todos muy formales, jugando al ajedrez, imagínate el cuadro; y me recibieron muy bien por ser de Barcelona. Entonces apareció el revisor rumano y me interrogó, empezó a decir que no conocía mi billete, me montó una escenita felliniana, lo típico, quería una pequeña mordida, el bacsis de toda la vida. Cuando se fue el revisor, me dijo el señor húngaro con aire condescendiente: «Esto no es civilización, nosotros sí somos civilización». Al final volvió el revisor y me invitó a una cerveza. Eso era lo habitual, la autopercepción de qué era civilización y qué no. Visiones nacionalistas al fin y al cabo, mal vistas en el bloque comunista. Luego te decían por lo bajini, pesarosos: hemos perdido tal o cual rincón de la patria pero, ya sabe…

En Yugoslavia, en cambio, recuerdo quitarme a un pesado de encima, que nos estaba molestando porque íbamos con unas chicas, hablando mal de Tito. Le empecé a preguntar: «¿Qué, está enfermo, es verdad que se va a morir?». Y salió escopeteado gritando «¡Calla, calla!». [Risas] Las diferencias entre Rumanía y Yugoslavia en todo caso eran abismales. En Yugoslavia podías ver automóviles Mercedes, en los kioscos revistas con tías en tetas; en Rumanía la prensa tenía dos páginas, la televisión era muy cutre… era otro mundo. En ese país estuve a punto de ser detenido y me salvaron unos comunistas chilenos que estaban refugiados allí por el golpe de Pinochet. Nos hicimos muy amigos y durante algunos años tuve casa en Bucarest.

Sin embargo, en el sudeste europeo es donde más porcentaje de la población tenía la percepción de que el comunismo había mejorado sus vidas.

En Macedonia occidental o Kosovo había zonas en las que parecía que volvías al siglo XIX. Sin embargo, una vez estando por allí tuve un brote de eczema en la cara. Me mandaron a la farmacia y me encontré con una licenciada que hablaba inglés, me dio una crema muy baratita y me curó perfectamente. Es decir, el régimen había llevado servicios a todos los rincones del país, por precarios que pudieran ser, que antes no existían ni remotamente. Cuando hablabas con la población, tenían envidia por el nivel de vida español u occidental en general. Pero les explicabas lo que pagabas de alquiler, cuando ellos tenían la casa gratis, los colegios también y la universidad muy barata, y la comparación ya no era tan desigual. Veías ventajas sociales que te hacían sospechar que el día en que se acabase todo eso y llegara la competitividad occidental se iban a acabar esos pequeños «paraísos». En el este comunista podías llevar vida de clase media, pero no ostentar un estilo de clase media. Ahora apenas puedes llevar esa vida, solo intentar aparentarlo.

Yo acuñé un término para todo esto, la paradoja estalinista, que iría ligada a la aparición de unas clases medias nacionales. Ese fue el gran quid de la cuestión a la hora de aceptar la revolución, las diferencias sociales entre los Balcanes y Europa Central. En Checoslovaquia había una burguesía desde el siglo XIX. En Rumanía había una clase media-alta que manejaba mucho dinero, pero entre ella, junto con la aristocracia, había un boquete social gigantesco con el campesinado, numeroso, pobre, analfabeto y explotado. En Bulgaria también había un campesinado que hizo dinero con el tabaco y los pétalos de rosa para perfumes, o con la horticultura, mucho más cooperativistas, pero en todo caso en el sur faltaban clases medias.

Entonces, cuando llegaron los regímenes comunistas, los caudillos hicieron réplicas exactas del régimen estalinista. La URSS se había industrializado, construyó locomotoras, vías férreas, tractores, cemento, cañones y gracias a este desarrollo cuando atacaron los nazis pudo contraatacar y ganar. El modelo a seguir estaba muy claro: industria pesada a cascoporro. Además, al crear industria creabas proletariado, que no lo había ni en Bulgaria, ni en Albania, ni en la mayoría de estos países. Pensaron: con una industria pesada defenderemos la revolución y encima tendremos un proletariado que será el dueño de las fábricas. Lo que pasa es que las fábricas no se montaban solo con trabajadores, hacían falta técnicos, ingenieros, arquitectos, y de eso no había.

Por ello se programó la creación de una clase técnica profesional. Las universidades empezaron a generar ingenieros y técnicos de toda clase como churros. Por cierto: ¿sabías que la primera universidad en la historia de Albania data de 1954? Así que eran tíos que directamente venían del campo. Yo eso lo vi con mis propios ojos. En Rumanía, en los setenta, los trenes bajaban de los Cárpatos, de las provincias, de los distritos más pobres y primitivos; se hacinaban en los vagones cientos de estudiantes, algunos bajo el calor del verano con sus gorros de lana, que iban a hacer la selectividad a Bucarest, Cluj, a Craiova… La gente que estaba conmigo me decía que algunos de esos chavales no habían visto un teléfono en toda su vida. Pero lo que ocurría es que el maestro local, si descubría que el hijo de un campesino era bueno en matemáticas, decidía que ese chico tenía que estar en la universidad y lo mandaba directo. El Estado le pagaba la carrera y se convertía en matemático, ingeniero, químico o lo que fuese. Se creó una clase técnica donde no la había. Los padres eran picapedreros, cabreros, campesinos y sus hijos técnicos de alto nivel. Surgieron de la nada. Y aunque las diferencias luego no es que fuesen muy acentuadas, no es que ganasen mucho más, pero sí que tenían un prestigio social. Un ingeniero en Rumanía recibía el trato de «Señor ingeniero». Todo lo contrario que aquí. A mí, que soy profesor de universidad, me llegaban los alumnos (ahora ya soy más mayorcito) y me decían: «Hola, Paco, a ver si me apruebas, ¿no? Tronco, qué mal te lo montas, colega». Porque aquí en realidad tienden a verte como un tronco-funcionario; sobre todo, y paradójicamente, si eres de letras. Pero allí… en Turquía, no te digo nada, los profesores de universidad tienen hasta dos secretarias, que luego no hacen nada, se liman las uñas en la antesala, pero es solo como demostración de poderío [risas]. En fin, el caso es que sobre esta especie de nueva clase media que antes no existía, se asentaron los regímenes socialistas en los Balcanes.

Es curioso que en la Europa tras el telón de acero, los problemas que se produjeron al tratar de integrar las economías con el COMECON fueran análogos a los que vivimos ahora en la UE. Es decir, el norte, Alemania, industrializado, se intenta imponer económicamente al sur. En aquella época, fue la RDA frente países como Rumanía.

Hubo una base nacionalista en todo aquello. El sentimiento nacionalista funciona de esa manera: lo que es mío es mío y lo que es de los demás, pues quizá también [risas]. Si tú quieres a tu país tiendes a considerar que es mejor que el resto. En este periodo, los soviéticos hicieron inicialmente una interpretación racionalista de la economía de la Europa que controlaban, pero el nacionalismo ruso, al no tener en consideración que los demás también tenían su corazoncito, también estuvo presente. De modo que decidieron que los rumanos, por ejemplo, se tenían que dedicar a lo que mejor sabían hacer, que era la agricultura. Y los búlgaros, igual. En cambio, para los alemanes del este, la industria. Lo que ya funciona para qué lo vamos a cambiar, pensaron. Y claro, esto provocó una rebelión en toda regla en los países del sur, sobre todo porque el orden económico del COMECON, el mercado común del este, creado en 1949, amenazaba a las nuevas clases de técnicos profesionales que he mencionado. ¿Qué iba a ser del señor ingeniero si de repente se desmonta la fábrica y hay que ponerse a recolectar cebollas? ¿Vuelve al campo ese hombre? El COMECON amenazó toda esa nueva estructura social que a su vez sustentaba a los regímenes socialistas del sur.

También ha dicho que existía una diferencia generacional entre los líderes comunistas de Moscú y los de las democracias populares.

Tito, por ejemplo, era de la cantera de líderes comunistas de segunda generación. La primera era la de Lenin y Trotski, y la segunda fue la de Tito, Ho Chi Min, Mao, líderes que ellos mismos estuvieron con la guerrilla en la montaña, en el combate, trazando la estrategia, en el papel de líderes antiimperialistas. Aunque Trotski fue en parte un líder militar, no lo fue de este tipo. Y luego apareció una tercera generación, la de Castro o los líderes del África negra, que estaban más alejados del eurocentrismo de la Revolución bolchevique. Tienes a Gadafi que se saca de la manga un socialismo islámico o a Siad Barre en Somalia. Estudié el Yemen del Sur, el único experimento soviético en el mundo árabe, y los rusos no sabían qué hacer realmente, no entendían cómo manejar el sentimiento islámico.

A Yemen, también a Somalia, los utilizaron en la medida en que les fueron útiles como aliados estratégicos, para poner bases. La URSS no tenía las cosas claras. Hubo una guerra entre etíopes y somalíes, los dos prosoviéticos, y en lugar de mediar tomaron partido por los etíopes porque les venía mejor, ya que era una zona la suya estratégicamente más favorable. Los soviéticos tenían planteamientos en los setenta y ochenta de Realpolitik, más pragmático o más cínico, pero Fidel Castro, por ejemplo, llevó un montón de gente a Yemen del Sur a ocuparse de los hospitales, de la enseñanza. Estuve allí y me encontré con muchos técnicos que hablan español por este motivo. Y los rusos, con estas nuevas generaciones de comunistas, chocaron. Y eso fue el final de la URSS.

La primera, la herejía titoísta.

El titoísmo nace de la lectura que hacían los yugoslavos de que no habían dependido de los soviéticos para liberar el país. Por eso Tito se iba a negociar todo farruco con Stalin, allá por el 1944. Y Stalin, como georgiano, conocía el nacionalismo y todo lo que le oliera a vías nacionales hacia el socialismo no le gustaba nada. Al acabar la II Guerra Mundial, le dijo a Molotov que eso de las vías nacionales se tenía que acabar, que el PCUS de la URSS iba a dictar cómo tenía que ser. Pero Tito hacía sus planes, quería una federación balcánica en todo el sudeste europeo. Milovan Djilas me lo contó personalmente, en Belgrado, un par de años antes de morir. Me explicó toda la idea que rápidamente fracasó porque se enfrentaron con los búlgaros porque, ¿dónde ibas a poner la capital de la federación, en Belgrado o en Sofía? Y claro, lío.

Luego a Stalin no le interesaba tampoco que Tito tuviese intereses en Grecia y que ayudase a los comunistas en la guerra civil que se desencadenó en este país. Stalin era un tipo bastante realista en cierto sentido. Entrar en una guerra con los occidentales por Grecia… Todo eso ya lo tenía hablado con Churchill. Circula por ahí esa nota que le pasó Churchill y Stalin aprobó, en octubre de 1944, por la cual el 90% sería de influencia anglo y el 10% soviética. Acordaron que Grecia se quedase así y de repente hay un levantamiento comunista, una guerra civil, los búlgaros y los yugoslavos ayudando… Todo esto comprometía a Stalin.

Después llegó Hungría.

En 1956, sí. Eso ya fue más difícil de entender. En la memoria histórica actual, sí, todo cuadra, existía una conciencia nacional y entonces entraron los soviéticos con los tanques y mataron a muchos que ansiaban la libertad; pero en realidad eso no está tan claro. También hay que tener en cuenta que estamos hablando del año 56, que solo habían pasado once años desde el final de la II Guerra Mundial. Había mucha gente en Hungría que todavía sabía manejar fusiles, organizarse militarmente. El background de la resistencia es que haya dos mil personas que sepan organizarse y disparar, con eso puedes montar un gran follón. A mí me dicen que monte y desmonte un Kalashnikov y organice un batallón y no sé por dónde empezar, pero la gente que hacía solo diez años que había estado en la guerra sí que sabía cómo hacerlo. Además, hubo episodios de gran crueldad, como por ejemplo ese policía que sacaron del hospital, lo lincharon, lo colgaron de un árbol y lo abrieron en canal. Hay fotos sobre esas cosas, y son accesibles, generan incomodidad, porque se puede identificar quién hizo esto o aquello.

Un detalle gracioso es que cuando se hacen documentales sobre el 56 húngaro, ves a unos tíos disparando desde unas ventanas que no dan la sensación de ser Budapest, si conoces la ciudad. ¿Sabes cuáles son? Las ventanas de la Generalitat de Cataluña. Como aquí, en tiempos de Franco, se interpretó que era una sublevación de católicos contra el comunismo, se hizo una película que se rodó en Barcelona, lo más parecido a Budapest que teníamos. Con los años, se ha debido mezclar y confundir de tal modo que los que montan los documentales involuntariamente meten algunos segundos de escenas ahí en medio procedentes de la peli española.

Pero el 56 es algo políticamente difícil de explicar. De una manera muy rápida se pasa a ese escenario bélico. Hay que tener en todo caso en cuenta que los húngaros estaban muy resentidos por el reparto de Europa. Austria, con la que hacía cuatro días formaban un imperio, se quedó en la parte occidental, aunque con rango de neutralidad, y los húngaros no. Se preguntaban si es que acaso ellos no eran lo suficientemente europeos.

Es una polémica recurrente en el sudeste europeo, qué es Europa y qué no, cuando lo somos todos, ¿no?

Ellos se consideraban más europeos que Occidente. Sale muy rápidamente este tema siempre que estás por allí. ¿Y si los griegos no hubiéramos parado a los turcos? ¿Y si los polacos no hubiéramos derrotado a las hordas ruso-asiáticas? ¿Y si los serbios no hubiéramos clavado a los musulmanes? ¡Todos sabemos que Napoleón tenía sangre búlgara! ¡Es sabido que Cristo era magiar! [Risas]

Apropiarse de personajes históricos ocurre en todo el planeta.

Más o menos. Ahora, aquí en Cataluña, no ha faltado quien afirmara con rotundidad que Santa Teresa, Cervantes o San Ignacio de Loyola eran catalanes, en esta especie de brote tardobalcánico del nacionalismo local que experimentamos. Pero en los Balcanes le ponen un gracejo especial, muy barroco. Lo pulen más. En su día, en Albania explicaban que algunos personajes de Cervantes eran albaneses. Sí, el propio director de la Biblioteca Nacional albanesa, que era un hispanista, contaba que, según esta teoría, a Cervantes no le capturaron los berberiscos, sino piratas albaneses, que se lo llevaron a Ulcinj, en Albania, donde se enamora de Dulcinea, que por supuesto significa «de Ulcinj» ¿O es que acaso en España es un nombre muy común, el de Dulcinea? Recuerdo que esto lo publicó también una revista cultural montenegrina, MobilArt, con ínfulas de cosmopolitismo, allá por el 2000.

También es muy gracioso lo que le sucedió a un profesor de historia búlgaro, Dragomir Draganov. Me contó que allá por el 86 o el 87 le llamaron del Ministerio de Cultura y le preguntaron: «¿Crees que se puede investigar hasta qué punto el navegante y conquistador español Alonso de Ojeda, quien dio nombre a Venezuela, era búlgaro?». Parecía «inequívoco»: Ojeda por Ohrid, natural del lago de Ohrid, que ahora está en Macedonia. Pues el hombre se puso a investigar y, claro, no encontró nada. Alonso era de Cuenca y punto pelota. Pero cuando alegó que la investigación no había llegado a ninguna conclusión, que no se podía demostrar la hipótesis, le cayó una denuncia por estafa, traición y no sé cuántas cosas terribles más. Cuando se hundió el régimen comunista, en 1989, pensó que se había librado de una buena; pero como tres años después volvió la denuncia y ya le exigían el pago de una multa ¡en marcos alemanes!

¿Son pertinentes las analogías entre el sureste de Europa y el suroeste, nosotros?

Hay dos cosas que unen mucho a España y los Balcanes, y es que estamos en los límites del islam. Dos penínsulas montañosas en los extremos de Europa. Y hay complejos similares en ambos lados. Todos nos ponemos morados de cerdo en sus diversas variantes culinarias, cosa que nunca haría un musulmán. Como en Serbia y Rumanía, donde al invitado siempre se le infla de cerdo porque somos muy cristianos a pesar de nuestro tono moreno [risas]. Es la postura de los judeoconversos, o los musulmanes conversos, que sobreactúan en su conversión precisamente porque están en los límites. Por eso ocurre que aquí, al igual que en los Balcanes, molestaba mucho cuando llegaba un extranjero y no nos veía como tan europeos. España, qué país tan exótico. Respuesta mosqueada: ¿cómo que exótico? Y ellos: torero, bandolero, sombrero, fiesta, siesta… Pereza levantina, navaja y celos. ¡Pero si aquí hay más cosas! Yo qué sé, mira la SEAT, nuestros plásticos y cementos, el Chupa-Chups, y tal. Pero a ellos les daba igual. Luego te ibas a Novi Pazar, una ciudad musulmana en los confines de Serbia, y te encontrabas un cartel enorme al entrar en la ciudad que ponía: «La capital mundial del blue jean» ¡Aquí fabricamos los mejores pantalones tejanos! Y veías al lado el río lleno de restos de algodón hecho una mierda… [risas]. Nos molesta que no se asuma nuestra modernidad y se nos relacione con el exotismo, el misterio oriental, con elementos culturales propios del islam, y durante años nos esforzamos en demostrar que no nos ha quedado ni gota de eso. A ellos les sucede lo mismo.

Hice una vez un viaje por Kazajistán y me preguntaban cómo se vivía en España la pérdida del imperio. Como si hubiera pasado ayer, nadie se acuerda ya de eso. Pero ellos sí y preguntaban «¿Cómo? Si España era un imperio descomunal, ¿y ya no queda nada y os estáis peleando ahí entre vascos y catalanes? No se entiende. ¿Cómo se ha olvidado semejante imperio?». Tuve que explicar que no juega ningún papel, pero luego lo piensas y hay detalles relevantes de afinidad cultural. Por ejemplo, tú te encuentras a un argentino en Moscú y es como si fuese de tu pueblo de toda la vida. Ves a un cubano en Yemen y te entra una especie de orgullo absurdo. Porque en España hay ese rechazo «al panchito», pero la realidad es que hemos hecho nuestra la música latinoamericana, venga rumbas y habaneras, su literatura no puede ser más influyente, tenemos su comida, sus bailes. Y lo gracioso es que las cosas que nos molestan del latinoamericano, no nos engañemos, ¡son nuestras! La tendencia española al caudillismo. Los populistas salvadores de la patria que se pasan veintitantos años en el poder, las cacicadas, los patronsitos, el enchufe, los clanes, los negocios megamillonarios de grandes compañías y estraperlistas, la manía a los yanquis pero la admiración real por lo yanqui. Es que esto a veces recuerda mucho a Latinoamérica. Más que a los Balcanes.

¿Y en clave política, de nacionalismos, qué tenemos de balcánicos?

Aquí hay una frustración de base que aparece cuando se reconfiguran las fronteras europeas. En ese proceso Cataluña y País Vasco no consiguieron nada. Ni en Versalles, tras la I Guerra Mundial ni cuando cae el telón de acero en los noventa. Yugoslavia se desintegra, Checoslovaquia se separa, surgen las repúblicas bálticas, la OTAN va en apoyo de Kosovo. «¡Cómo es que van en apoyo de Kosovo cuando eso es un agujero negro lleno de impresentables y a nosotros ni caso, que somos tan europeos!», piensan muchos. Porque hay un error y es no ver que Washington entiende que hay crisis del Este y crisis de Occidente, y no son lo mismo.

Un acontecimiento como el asesinato del archiduque en Sarajevo, una ciudad perdida en la geografía balcánica, que terminó contagiando al resto de Europa fue algo muy raro. Las crisis orientales siempre se quedaban acotadas allí. Una masacre en Grecia y una crisis en Bulgaria, pues vale. Iban allí a pelear los filohelenos o los garibaldinos o cualquier puñado de románticos, pero nadie traspasaba ese fenómeno a Occidente. La I Guerra Mundial es un caso único, de hecho, en 1918 termina al guerra en el frente occidental, pero no en Rusia, ni en Turquía, no en Oriente, donde dura hasta 1923. Las guerras yugoslavas tampoco contagiaron a Occidente, pero aquí seguimos pensando que todo es lo mismo. A veces creo que es por el complejo de que en realidad no nos acabamos de creer que somos europeos. Yo mismo pasé el 23F en Francia y sufrí una vergüenza espantosa. Veía en la tele a Tejero con el bigote, el tricornio y la pistola e intentaba que no se notara que yo también era español.

Ahora, cuando los países balcánicos están entrando en la UE, cuando se están acortando las distancias que nos separan, se esgrimen analogías de andar por casa, cada vez más recurrentes. Hace años, en los noventa, en una fiesta de la comunidad yugoslava en Barcelona una croata nacionalista me dijo que ya había llegado la hora de la independencia de Cataluña. Le contesté que lo veía difícil; ella inquirió: ¿Acaso no hay un nacionalismo local capaz de soportar ese peso? Por supuesto que sí, de sobras, pero la diferencia con Croacia era que nosotros ya estábamos en la UE. No tiene sentido crear fronteras para disolverlas otra vez. En Yugoslavia tú preguntabas: «¿Queréis entrar en la UE?». Y todos: Sí, sí, sí. Pues la frontera entre Croacia y Serbia desparecerá. Y ellos: Bueno… pero la conversación se extinguía. En realidad, si hubieran continuado unidos seguramente estarían ya en la UE todos, desde 2004 o 2007.

Una gran diferencia del Este con respecto a nosotros es que los antagonismos izquierda/derecha a los que estamos acostumbrados aquí, allí son completamente diferentes.

Elementos de la nueva clase de técnicos de los que he hablado, los que antes trabajaban al servicio del socialismo, ahora se han pasado a la ultraderecha. Porque la extrema derecha puede ejercer temporalmente un papel de izquierda sustitutiva, no es marxista, pero puede exhibir un lenguaje igualitarista: el pueblo unido (de este país) jamás será vencido, expulsaremos a los extranjeros reales o imaginarios y viviremos todos mucho mejor, porque en cuanto Rumanía sea solo para los rumanos, Ucrania para los ucranianos, Rusia para los rusos, etcétera, moraremos todos en el paraíso. Ese no es el discurso de la derecha neoliberal, de la competencia, la meritocracia y quien vale, vale. Es un discurso más protoizquierdista. Además, y dado que, por ejemplo, en Rumanía se prohibió el Partido Comunista por ley, al igual que en Ucrania, el verdadero abanico político de estos países es de derecha suave, derecha centro, derecha-derecha y ultra derecha. Una extrema derecha que se alimenta de su gente, pero también de los excomunistas. Porque existe un discurso nacionalista, pero a la vez vagamente social e igualitarista. Todos somos lo mismo y entre todos nos ayudaremos.

Por desgracia la izquierda, llegado el caso, pacta con el nacionalismo porque se traga eso de que es una forma de izquierda alternativa, que el sustento de la base popular nacional es, a la postre, base popular. No quiere saber nada de las élites sociales nacionales que intentan manejar a esa base popular.

En Hungría en los ochenta, como el Partido Comunista estaba perdiendo afiliados, se sacaron de la manga un discurso antirrumano hablando de los hermanos húngaros que estaban en Transilvania oprimidos por la Rumanía de Ceausescu. El lenguaje era de derecha y ultraderecha y cuando cae el comunismo, los extremistas se hacen con el lenguaje de izquierdas. Eso mismo pasó en la URSS con Pamyat. Ahora los tenemos en la UE. Recuerdo diputados rumanos en el Parlamento Europeo, de România Mare, diciendo barbaridades sobre lo de echar a los gitanos. Y había encogimientos de hombros en Bruselas porque, oye, es que eran anticomunistas.

Cuando no directamente se les exculpaba. Mira la matanza de Odessa del año pasado. Quemando viva a la gente. Yo recordé las persecuciones de judíos en Ucrania al ver eso. Pero bueno, es que las víctimas eran izquierdistas, sindicalistas. En Lituania, en Kaunas, durante la II Guerra Mundial hubo una masacre de judíos a los que mataron a golpes, con barras de hierro. Además, hay fotografías en las que se ve que lo hacen, mientras uno toca canciones nacionales en el acordeón. Fotos que existen porque las tomó un sargento alemán. Se le llama el pogromo del garaje de Lietukis, en junio de 1941. Y a veces te encuentras en los foros explicaciones en clave exculpatoria de que eso ocurrió porque el NKVD -antiguo KGB- antes de retirarse había asesinado a los presos que tenía en las cárceles. Los patriotas lituanos estaban exaltados y a todo soviético que pillaron lo mataron. Pero luego miras la lista de muertos y dices, carajo, no hay nadie del NKVD, resulta que son todos judíos ¡uy, qué extraño!

Una masacre como la de Odessa podría haber justificado un bombardeo, una invasión, por menos se ha hecho. La interpretación de las masacres es muy relativa.

En la asociación Eurasian Hub intentamos crear terminología y para este caso acuñamos la de trigger massacre, la «masacre-gatillo». Cuando se busca una excusa para intervenir se utiliza una masacre como pretexto. Unas se obvian, como la de Ruanda, como la de Odessa, sobre otras se pone todo el foco. Antes ocurrió al revés. Los regímenes comunistas cayeron suavemente, como interesaba, porque lo que se quería poner de manifiesto entonces era lo demócratas, capitalistas y occidentales que eran todos estos países. Polonia con el papa Wojtyla. Checoslovaquia, revolución de terciopelo, etcétera. Pero de repente los balcánicos metieron la pata. En Rumanía ejecutaron a Ceaușescu tras un juicio espantoso, le meten cuatro balazos a los viejos, a él y su esposa. Hay tiroteos en las calles, contra las ventanas, sin enemigo a la vista, todo oliendo a cerveza y tuica, su aguardiente. Hace frío. La gente sin afeitar. Y hay una masacre, la de Timisoara, a base de cadáveres que se presentan como víctimas de la policía secreta, torturados hasta morir; pero resulta que procedían del depósito forense civil de la ciudad. El cadáver de una mujer que murió con un bebé en brazos, que no era suyo; el de un tío que se cayó borracho por una chimenea y lo sacaron con cables. Los medios entraron en Rumanía a toda leche y se dieron el batacazo en la primera curva. A eso los franceses lo denominaron, en plan fino, «le dérapage médiatique».

En el caso de Eslovenia y Croacia, donde hubo un fuerte nacionalismo, igual olvidamos también que su empujón hacia la independencia lo dieron antes de que cayera la URSS en el 91, que este sentimiento nacional, más que un chovinismo, era un deseo de entrar en Europa occidental, un ahora o nunca, aprovechando la debilidad del imperio que perfectamente se podía percibir como transitoria, hasta hubo un golpe de Estado que pudo hacer involucionar todo lo andado hasta entonces por Gorbachov.

Cuando llegó Reagan al poder, la doctrina fue identificar qué países comunistas eran susceptibles de aceptar la entrada del capitalismo y trabajárselos. Así surgieron todas esas asociaciones supuestamente filantrópicas, como Open Society, Freedom House, Albert Einstein Institution, etcétera. Los primeros elegidos fueron Hungría y Polonia, y se consiguieron resultados también porque al margen de otros factores, la Polonia socialista se había quedado trincada en el capitalismo internacional.

En los setenta, al principio, hubo una bonanza económica en las repúblicas populares. Y los polacos se lanzaron a la construcción de barcos en el Báltico. De modo que en un momento dado se produjo un fenómeno paradójico, Polonia pidió créditos a los mercados, a los americanos y los ingleses, y se endeudó. Luego llegó por sorpresa la crisis internacional del petróleo, en los ochenta, y nos encontramos con una Polonia llena de pufos. Y con un pie en Occidente y otro en Oriente, porque su economía tenía financiación capitalista, aunque no lo era, en otras palabras: ya no era exclusivamente comunista. En Hungría ocurrió algo parecido, pero de forma menos dramática.

Y todo esto también se intentó hacer en Yugoslavia. Eran los años del que luego fue su último primer ministro, Ante Markovic. La gente que vivió aquellos años escasitos de Markovic, del 89 al 90, estaba encantada. Lo vivían con ilusión. Parecía que iba a hacer una transición suave, que se iba a desmontar el armatoste comunista y pasarían a un socialismo, una socialdemocracia, con democracia a la occidental. Pero pronto aparecieron dos fuerzas que tiraron en sentidos contrarios. Los eslovenos extienden el argumento de que Yugoslavia, si era controlada por Serbia, sería un país orientalizado. Y Croacia y Eslovenia entienden, tras la caída del Muro, que esa Yugoslavia nunca iba a poder entrar en Europa con agujeros como Macedonia o Kosovo. Cuando encima tienen que aportar fondos de cohesión para el sur pobre, enviar allí sus policías, aportar a la gobernabilidad de Yugoslavia, piensan que todos sus recursos se los va a tragar que la cosa no tiene solución porque es un absoluto desastre económico.

Al mismo tiempo, a Milosevic, en Serbia, mantener la federación no le traía muchos beneficios y tampoco podía usar la carta europea, así que jugó también al secesionismo, con el caramelo de crear un país nuevo que reuniera a todos los serbios de la federación, a los que estaban fuera de las fronteras de Serbia y dentro de Yugoslavia. Al final Occidente tomó partido por el bando que mejor se acoplaba a su discurso y premisas. Carlos González Villa, asesor de Javier Couso en el Parlamento Europeo, fue alumno mío y ha terminado una tesis muy buena sobre Eslovenia. Demuestra que este país dio muchos pasos hacia la secesión que se conocían previamente en Occidente. Parte de las armas con las que hizo su breve guerra de independencia se compraron en Singapur, pasaron por Israel, fueron escoltadas por navíos americanos. En Bruselas se sabía lo que se estaba preparando y lo que podía pasar. Y en Eslovenia, sí, eso se vivía como un: «O nos integramos ahora o no nos integramos nunca en Europa»; y se produjo el desgarro.

En su libro sobre la guerra fría, La paz simulada, señala que Vietnam se entendió como una victoria del socialismo, pero que en realidad fue pírrica, puesto que al mismo tiempo Estados Unidos había convertido países como Taiwan, Corea del Sur o Malasia en potentes capitalismos.

Sí, creo que Vietnam ganó la guerra, pero Estados Unidos entendió que actuando como una potencia abiertamente imperialista, a la brava, no podría ganar la guerra fría, salía carísimo, en dinero y moral civil; y cambiaron el chip. En cambio, la URSS cayó en ese error con Afganistán; se arruinó y el sistema colapsó temporalmente; pero fue suficiente para que no hubiera vuelta atrás. Ahora bien: la cuestión es que cuando se hunde la URSS se nos vende la moto de que se ha acabado el comunismo para siempre; y un jamón: todavía está China. Hoy en día nadie admite que sea una potencia comunista. Para la derecha y liberales es un país corrupto lleno de millonarios, con las élites buscando una salida para cambiar las cosas conservando el poder y el dinero. Para las izquierdas, es un país con millonarios, desigualdades, no se puede decir que sea comunista. Ni a izquierda ni derecha le interesa reconocer que es un país socialista.

Pero ahí hay un Partido Comunista, que controla todo, incluso al ejército, que dice la última palabra, está llevando purgas a cabo que recuerdan a las maoístas. En el último congreso volvieron a reunificar todos los criterios, replantearon los términos marxistas y parece que se está intentando reconfigurar el régimen. Algunos recuerdan a Lenin, cuando montó la Nueva Política Económica que permitía que la gente tuviera sus propios negocios. ¿Veremos una China que regresa al comunismo sobre bases de una mayor igualdad económica? No lo sabemos, probablemente no lo sepan ni ellos, pero me parece muy arriesgado enterrar el comunismo chino. A nosotros no nos afecta tanto, pero en Vietnam esto genera muchas esquizofrenias. ¿Qué seguimos, el modelo soviético que se hundió o el chino que parece que da resultados?

Y como trasfondo la paradoja de que el capitalismo americano aguantó la recesión porque se apoyó en la mayor economía socialista existente en el mundo, que es la china. Tienen la deuda americana y les tienen cogidos por el cuello.

En el libro que dirige, El retorno de Eurasia, hay un capítulo dedicado a las revoluciones de colores, ese método de injerencia que se escuda en el lógico descontento de la población ante los déficits democráticos que sufren en sus Estados.

Bueno, aquí hay tres problemas, como mínimo. De un lado tenemos ese afán de los vencedores de la guerra fría por legitimar el hundimiento de los regímenes socialistas del Este como «revoluciones democráticas». Y de presentarlos como contrapunto o incluso como «antídotos» de fenómenos como la Revolución de los claveles, la cubana o incluso la misma Revolución bolchevique. Lectura deseada: no solo se ha ido al garete el socialismo real de la URSS, sino que el liberalismo genera sus propias revoluciones; la rueda de la historia gira en sentido contrario, todo vuelve a escribirse desde la primera página, en 1900. Y de paso, se confunde a la izquierda europea más radical, que desarrolló un complejo de fracaso en 1991.

Pero mucha gente en las calles no quiere decir que necesariamente sea un acto democrático o de izquierdas. Significa tan solo que hay mucha gente en las calles, por las razones que sean. Pero no son unas elecciones. La tele, las redes sociales pueden sacar mucha gente de sus casas. Como en los años treinta del siglo pasado, la derecha actual le ha dado la vuelta a un icono de las izquierdas: lo masivo es revolucionario y democrático por definición. ¿Estamos seguros de esto? ¿No se trata, precisamente, de la contrarrevolución? ¿Estaba presente en Tahrir 2011 la gente que después se volcó en Tahrir 2013? ¿Y qué quiere decir «gente»? Circulan pocos datos sociológicos sobre los protas de estas concentraciones que ocupan toda la pantalla de la tele.

En definitiva, las «revoluciones de colores», reproducción en laboratorio de las de 1989, pueden salir adelante o no. Pero lo que si te puedo garantizar es que si no hay luz verde desde Washington, no despegan. Y hay datos de sobra sobre esto. Siempre recomiendo el impresionante reportaje de Manon Loizeanu sobre las «revoluciones de colores», que se puede encontrar en YouTube solo con teclear: «Los Estados Unidos a la conquista del Este». Tiene escenas absolutamente turbadoras: ¿cómo diablos las ha conseguido?

Precisamente, se está hablando de revolución de colores en Macedonia. ¿Pero no es ya un abuso? Parece que en este caso a Putin le conviene explotar esa situación, que ha existido, y al presidente Grushenko poder decir que las justificadas protestas que hay en el país son en realidad inducidas por una amenaza exterior.

Es pronto para saber qué está sucediendo realmente en Macedonia. Las alegrías interpretativas y los entusiasmos son el peor enemigo de cualquier periodista o analista que quiera hacer carrera en la zona. La regla es: mucha calma, una buena dosis de escepticismo y no tomar partido por nada o por nadie, si no te obligan a ello a punta de pistola [risas]. Dicho lo cual, vale la pena tener muy presente que cuando nuestra tele le da mucha cobertura a una protesta popular en el Este, malo. Fíjate cómo pasaron de puntillas sobre las impresionantes protestas sociales del año pasado en Bosnia. Vaya, eso no interesaba mucho cubrirlo, quizá porque era auténtico malestar social en bruto, sin color político, no manipulable.

Además vale la pena recordar que estamos hablando de países muy pequeños. Kosovo tiene el tamaño de la provincia de Murcia, Bosnia es como Aragón más la Rioja, Macedonia es más pequeña que Galicia. ¡Chechenia es más pequeña que Cáceres! Eso hace todo muy imprevisible. Tres mil tipos armados pueden organizar una limpieza étnica espantosa (o una matanza), comprometen a toda la población, de tres millones y dejan fuera de juego a los treinta mil pacifistas, si es que llega a haber ese porcentaje.

El otro día, cuando la tele sacó a unos vecinos de Kumanovo diciendo que el tiroteo aquel era poco menos que un invento de la poli o del Gobierno, recordé un viaje a Kosovo en 1996, cuando ya empezaban a producirse algunos atentados menores. Llego a Prishtina, empiezo a hacer entrevistas y los albaneses me dicen que a esos que pegan tiros «nadie los conoce por aquí». Que son de la policía serbia, pura provocación. Ahí va, la hostia. O sea que en sus orígenes, los del UÇK eran la propia policía serbia. Y fueron unos cuantos los que mantenían esa versión. El mismo Rugova llegó a decirlo.

En esos países no se pueden hacer análisis de política interior como si estuviéramos en Italia, Francia, o España. Son muy pequeñitos, das unos pasos y estás en el de al lado, y además parte de la población es de ese mismo país vecino; y el nacionalismo es pannacionalismo. Lo interior y lo exterior se confunden. Eso facilita cualquier manipulación exterior. Recuerdo al croata Stipe Mesic, allá por 1991, a la sazón todavía teórico presidente federal de Yugoslavia pero ya trabajando para los secesionistas de su país, recomendando a De Michelis, el ministro de Asuntos Exteriores italiano, que comprara Montenegro para completar el frente europeo contra Serbia. «¡Cómprelo, cómprelo, le saldrá barato, no tienen nada por allí!», le decía.

Lo trágico es, volviendo al principio, lo inesperado de los acontecimientos, cómo se precipitan. Ucrania celebraba una Eurocopa hace poco, todo era fiesta, televisiones de todo el mundo y fuegos artificiales, y en nada estalla una guerra civil espantosa.

El Cisne negro de Taleb. A veces parece que conducimos mirando el retrovisor y como vemos la carretera recta, imaginamos que seguirá siendo recta. Pero no, puede haber una curva y que te la comas. Lo que da miedo es eso, que ocurrió de un año para otro. Hace poco en The Atlantic un periodista hizo un reportaje muy bueno sobre Oriente Medio. Hablaba de la creación de países, cómo hemos jugado a reformar la región, dibujar fronteras con el tiralíneas; y la conclusión del artículo era: ¿Alguien está seguro de que los cambios de fronteras significan la solución de los conflictos? Modificar fronteras no soluciona los conflictos, en todo caso crea otros nuevos, no es la solución.

Fuente: http://www.jotdown.es/2015/06/francisco-veiga-modificar-fronteras-no-soluciona-los-conflictos-en-todo-caso-crea-otros-nuevos/