Dice Tolstoi en una definición que me interesa por osada, osada por humilde: «El arte comienza cuando una persona expresa un sentimiento a través de ciertas indicaciones externas con el objeto de unir a otro u otros en el mismo sentimiento». No reduzcamos el término a la dualidad burguesa, no aceptemos la dicotomía y recordemos […]
Dice Tolstoi en una definición que me interesa por osada, osada por humilde: «El arte comienza cuando una persona expresa un sentimiento a través de ciertas indicaciones externas con el objeto de unir a otro u otros en el mismo sentimiento». No reduzcamos el término a la dualidad burguesa, no aceptemos la dicotomía y recordemos con Brecht que los sentimientos se imaginan tanto como los pensamientos se palpan. Aunque la mayor parte de la academia y de la crítica no aceptaría la definición de Tolstoi, en realidad seguramente nadie negaría tampoco que el arte es eso, sino que dirían que es, además, otras cosas. Althuser, por ejemplo, refiriéndose a los novelistas señala que «no dan conocimiento del mundo que nos describen, nos dan solamente una «vista», un «percibir» o «sentir» la realidad de la ideología de este mundo».
Yo he considerado que una novela es, o puede ser, tomando la expresión que Raymond Williams usa en otro contexto, la estructura de un sentimiento. No sólo es eso, hay novelas diferentes y condiciones de escritura diferentes. Diré entonces que he planteado la novela que hoy presentamos como la estructura de un sentimiento. Si en otros libros míos los protagonistas terminan buscando una casa lejos entre mimbreras o naranjos o en un ciudad apartada donde las condiciones de trabajo parezcan y acaso sean algo más benignas, en esta novela no se va nadie. Todo es dentro y con esto no me refiero al fin de la historia, en absoluto, sino a que la lucha se produce en el interior del sistema hasta tanto construyamos uno distinto. He tratado, siguiendo a Tolstoi, de unir a otras personas en el sentimiento del no que se imagina y se pone en marcha; el antagonismo cuando no hay un sí a la vuelta de la esquina; cuando no basta la disyuntiva de un momento, que separa y elige; cuando, como decía, todo es dentro. ¿Cómo estructurarlo en una narración? En primer lugar necesitaba dar tratamiento de lugar cercado a lo que en literatura suele aparecer como escenario, espacio abierto y neutral donde todo sería posible. No escribir, diríamos, ateniéndose a la geometría euclidiana, un espacio tridimensional que se despliega sobre un supuesto plano neutro, sino considerar algo más parecido al espacio-tiempo, allí donde el entorno no es algo externo a los cuerpos sino una propiedad de los mismos y que por tanto se modifica con su acción, su fuerza y su infortunio. Si en algunos momentos la atmósfera de Acceso no autorizado puede parecer turbadora o asfixiante, la intención no es otra que narrar los vínculos: no hay un plano sobre el cual las vidas son golpeadas o ensalzadas por las condiciones de existencia, y sobre el que tiene lugar una aventura, un desencuentro, una persecución, un matrimonio. Son los movimientos los que condicionan el espacio. La aceptación o el conflicto, la soledad o la unión, la violencia o la astucia, amplían, niegan, se proyectan en la oscuridad de la calle y en el aire, en la red informática que puede ser usada pero en la que también estamos insertos, en los actos que a su vez generarán un territorio saqueado o libre en según qué proporción.
El «no» que he querido abordar es uno concreto, el rechazo que procede de una tradición de lucha contra el orden injustamente establecido. Un escritor a quien admiro, Erich Hackl, me envió un correo después de leer la novela, le he pedido permiso para leer aquí una de sus observaciones. Dice Hackl, y su frase me da fuerza y acompaña: «No cediste a la convención – que es más bien una orden – de hacer a los buenos un poco malos». Seamos lo más precisas posible dada la carga de prejuicios contra la que trabajamos: No se trata de que haya seres humanos perfectos ni de que alguno lo sea en la novela. Pero hay una convención, que es, como señala Hackl, más bien una orden, según la cual la gran literatura debería tender a mostrarnos sobre todo nuestras miserias en lo que considero la prolongación de una visión reaccionaria acerca de la supuesta naturaleza del mal y del pecado. No cediendo a esa convención elegimos un modo de percibir, un determinado trazo, y no otro, para marcar la ruptura de ese espejo partido que es una novela. Y es también, en este caso, no haber querido construir personajes puestos en modo psicología, sino puestos en modo sabotaje, puestos en modo pico y maza y viejo topo, en aprendizaje del rechazo antes que de la decepción. Esto no significa hacer desaparecer de sus vidas cosas sencillas que también las constituyen, sino sustituir la clave existencial por la finalidad, por un propósito de emancipación común.
Tal vez deba ahora contar un poco de qué trata la novela. Un hacker entra por azar en el ordenador de la vicepresidenta del gobierno y entabla una relación con ella. Tanto la vicepresidenta como el hacker viven vidas marcadas por otros, no sólo por el azar sino por grupos de presión y reglas capitalistas que les impiden actuar según su criterio. La novela cuenta cómo entre ambos y con el apoyo de otras personas articulan un diálogo, y también un rechazo a la política que no se atreve a decir su nombre cuando se subordina a los intereses económicos sin reclamar siquiera el apoyo de una población que podría estar dispuesta a enfrentar esos intereses. ¿Por qué he tomado algunos modelos de la realidad? ¿Por qué he usado parte de los materiales con que están hechos Fernández de la Vega, Gómez Llorente y Rubalcaba? ¿Por qué querer poner de manifiesto una vez más y en palabras de Eider Rodríguez, que «la verosimilitud ocupa en la ficción el espacio que la verdad ocupa en la realidad«? Porque de poco nos servirá una verdad revolucionaria si mantenemos una imaginación dócil a los preceptos del orden dominante. ¿Con qué criterios juzgamos lo que hacen y lo que habrían podido hacer esos personajes que se les parecen? ¿Quién nos dio esos criterios.? ¿Cómo y por qué entraron en el canon de lo imaginariamente admisible y por qué los seguimos aceptando?
Decía Diego, el militante comunista cuya voz tomé prestada para la conferencia Un pistoletazo en un concierto: «Lo que hoy empieza a parecernos inverosímil es un mundo perdido lleno de seres sin capacidad de reaccionar. Y si aún no es inverosímil, yo y muchos como yo vamos a intentar que lo sea». Lo decía en 2007. Si entonces Diego hubiera dicho también que pronto los habitantes de los barrios de Madrid iban a organizarse en asambleas, iban a estructurar su no en columnas procedentes de distintas zonas de la ciudad, iban a ocupar locales para el invierno como habían ocupado las plazas en verano, nadie le habría creído. Pero hay personas y colectivos que mantienen la llama. Cuando algo estalla, o cuando sólo comienza, o incluso cuando comienza y luego se viene abajo y hay que volver a empezar, existen quienes siguieron pensando y actuando desde el no que está dentro, para convertir en posible lo verosímil, lo que aprendieron a considerar verosímil porque antes otros y otras, que casi nunca están en las enciclopedias, les enseñaron. Y hoy que algo está comenzando
en la calle, en las asambleas, en la voluntad sostenida de no dar por buenas unas reglas que dividen las clases y los géneros y garantizan libertad de explotar, hoy que hay señales que alumbran, hoy que nos levantaremos, hay también oscuridad al acecho. En la tiniebla, cuando nos arrebaten las linternas de las manos, cuando sólo a lo lejos se escuche la determinación de las demás, cuando ya no te vea, seguiremos sabiendo lo que no nos importa, y nunca podrán hacer que nos importe.
Voy a terminar con una cita de Jean Genet que puede parecer esteticista y alocada pero que dibuja la que creo es una de las capacidades del género novela y a la que llamo modos de estar en el mundo. «Los actos» dice Genet, «no tienen valor estético y moral sino en la medida en que quienes los ejecutan están dotados de poder (…) Este poder nos es dado con suficiente intensidad como para que lo sintamos en nosotros, y ello hace soportable el gesto de agacharse para subir a un coche porque, en el momento en que nos agachamos, una memoria imperceptible nos convierte en una estrella de cine, o en un rey, o en un truhán (que es también un rey), que se agachaba de la misma manera y vimos en la calle o en la pantalla». Genet tenía sus mitos y sus combates, que a veces interseccionan con los nuestros. Y a veces, en el momento de no agacharse, de no aceptar la palmada en el hombro, de no ceder al que halaga los defectos ni reír la gracia al poderoso pero, aún más, también cuando, forzados por la necesidad se la reímos y esperamos, cuando le abrimos la puerta y guardamos una copia de la llave, cuando desde nuestra terminal enviamos una señal de asistencia y lucha coordinada, a veces hay historias, obras de teatro, poemas que, como ese gesto recordado de Genet, estructuran nuestro modo de estar en el mundo. Vivir dentro forzando la máquina, sabiendo que «no hay prisión que no contenga un defecto» y que cuando la presión ejercida se mantiene, algo se vence al otro lado. Oponer la resistencia de los cuerpos que son huesos y agua pero que si se niegan, si se plantan, sólo mediante la violencia podrán ser abatidos. Vivir dentro y no imaginar un afuera inexistente, sino un afuera por existir, y trabajar a su favor, eso quise contar en Acceso no autorizado, muchas gracias.
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