La familia Khalaf forma parte de los cientos de miles de palestinos que continúan viviendo como refugiados en Líbano 70 años después de la creación del Estado de Israel. Extranjeros en su tierra de acogida, ansían regresar al hogar del que un día fueron expulsados.
El campo palestino de Naher al Bared, en el norte de Líbano, es un lugar a medio construir. Junto a viviendas recién terminadas conviven moles de cemento desnudo, grúas estáticas y barracones precarios de quienes esperan su nueva casa, once años después de que una serie de duros enfrentamientos entre el ejército libanés y milicias islamistas lo redujeran a escombros. Sus 30.000 habitantes debieron huir y una década después, menos de la mitad ha podido regresar a sus hogares.
Inaugurado en 1949, un año después de la creación del Estado de Israel, se trata del segundo más grande de los 12 campos formales y 42 asentamientos diseminados por todo el territorio libanés para responder al éxodo de centenares de miles de palestinos. De los cinco millones de refugiados palestinos que actualmente existen, entre quienes huyeron y sus descendientes, unos 175.000 habitan en Líbano, según el censo actualizado del gobierno (que ha dividido por dos la anterior cifra oficial de 450.000). A ellos se han sumado en los últimos años otros 32.000 palestinos sirios huidos del sangrante conflicto en el país vecino.
Los campos palestinos son como miniestados dentro del Estado libanés, con sus normas internas y sus propias fuerzas del orden, siendo Naher al Bared el único controlado por las autoridades del país. Cerrado al exterior por un muro coronado de alambre de espinas y custodiado por el ejército, en su interior se esconde una pequeña urbe a base de bloques de hormigón y estrechas callejuelas, cuyo cielo queda enturbiado por tuberías y marañas de cables eléctricos. Los soldados apostados en los dos checkpoints de entrada se encargan de controlar a todo el que entra o sale.
Aunque sus habitantes admiten una mejora de la seguridad, desde los combates de 2007, la actividad económica a duras penas arranca. «Antes había más tiendas, la gente se conocía, y teníamos un gran mercado al que también veían muchos libaneses. Ahora… eso se acabó», explica mientras recorre la avenida principal Mayada Khalaf, profesora de educación infantil de 28 años que nació y creció al igual que sus 12 hermanos en este campo.
Su hermana mayor, Fadylih, reside a pocas manzanas en una precaria vivienda de finas paredes de cemento y techo de zinc, «donde el calor es insoportable en verano y el frío te congela en invierno», asegura. La UNRWA (la agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo) ha invertido unos 200 millones de dólares en la reconstrucción de Naher al Bared, pero la falta de fondos ha dejado colgados a miles de habitantes, que aún viven en barracones insalubres o nunca pudieron volver. «No hay presupuesto, así que seguimos esperando», se resigna Fadylih, madre de siete, abuela de diez y con un bisnieto en camino. Una de las hijas, Sanaa, se encuentra de visita con dos de sus hijos, Mohamad, de 16 años, y la pequeña Leiyne, de 5.
En la repisa de la sala de estar donde conversan, se alinean las fotos de la extensa familia, entre quienes siguen residiendo en el campo y quienes han conseguido partir. Es el caso de otro de sus vástagos, Abdalah, que vive en Salamanca. Una videollamada de Whatsapp y toda la familia se arremolina en torno al móvil. «Trabajo en un restaurante. Me gusta España, aquí estoy contento», asegura el veinteañero en un tímido español, interrumpido por las exclamaciones orgullosas de sus familiares.
Sin derechos
A diferencia de otros países de acogida, Líbano nunca ha naturalizado a los palestinos acogidos en su territorio. El pequeño Estado, que cuenta con 18 sectas religiosas, mantiene su precario equilibrio político repartiendo el poder por cuotas confesionales, y muchos libaneses cristianos y musulmanes chiies temen que nacionalizar a los palestinos (la mayoría, suníes) podría desestabilizarlo. A ello se añade la turbulenta y ambigua relación que el país del cedro mantiene relación con sus huéspedes, sobre todo tras la sangrienta guerra civil libanesa (1975-1990), en la que los palestinos fueron víctimas, pero también parte combatiente.
El octogenario Ahmad al Ghanieh, tío de Mayada y Fadylih, sabe de los altibajos en las relaciones entre los ambos pueblos. Llegó a Líbano a finales de mayo de 1948, cuando solo tenía 13 años, expulsado por el ejército israelí de su aldea natal, Safouri, cerca de Nazaret. «Marchamos durante dos días hasta llegar a Bint Jbeil, en el sur de Líbano. Cuando llegamos, (el presidente libanés Bachara) al Khoury nos recibió bien, aunque luego con la guerra, las cosas se complicarían», explica el anciano desde el salón de su pequeña casa, repleta de libros y presidida por un gran mapa de la Palestina de principios del siglo XX.
Ahmad, memoria viva de la Naqba (catástrofe, en árabe), recuerda cómo era Naher al Bared en sus inicios: tiendas de campaña en medio de un terraplén que se convertía en lodazal cada vez que llovía. «Todo se inundaba», añade a su lado su esposa Aicha, llegada del mismo lugar con 8 años. Juntos han criado a cinco hijos en un país que está dejando a generaciones de palestinos en un limbo permanente, extranjeros en la tierra que los vio nacer, y sin posibilidad de regresar su hogar ancestral.
«Quien puede, huye», asevera Mayada, que como tantos otros habitantes del campo se encuentra desempleada. Hasta hace unos meses era profesora en una asociación para pequeños desfavorecidos en Trípoli, la ciudad más cercana, pero las subvenciones al centro se acabaron y con ellas, su salario. Ahora se limita a acudir como voluntaria un par de días a la semana, «por no dejar a los niños a su suerte». Pero aun cuando trabajaba, lo hacía sin contrato. Su caso no es raro: el 85% de los palestinos en Líbano está empleado en el sector informal, según datos de la ONU; la mayoría, en trabajos no cualificados como el comercio, la construcción, la agricultura o la limpieza. La ley les prohíbe trabajar en el sector público y tienen vetadas hasta 36 profesiones, incluidas la Medicina, el Derecho y cualquier ingeniería, fuera de los confines de los campos en los que viven.
Y ahí no acaban las restricciones: aunque pueden moverse libremente por el país, su entrada y salida de los campos está regulada en función de la situación de seguridad del momento. Los palestinos tienen prohibido comprar o heredar propiedades inmuebles, y no gozan de acceso a la educación, sanidad, servicios sociales públicos, pese a que los pocos que trabajan en el sector formal están obligados a contribuir a la Seguridad Social. Estas limitaciones los hacen extremadamente dependientes de la ayuda humanitaria la UNWRA y otras oenegés en el terreno. El brutal recorte recorte de ayudas a la agencia de la ONU anunciada a finales de año por Estados Unidos, su principal contribuyente, amenaza con hacer su vida aún más difícil.
Al atardecer, el tiempo parece detenido en las calles del campo, pobladas de retratos desvaídos de Yaser Arafat. Los críos juegan en un terraplén entre obras paralizadas, junto a pequeños comercios semivacíos que tratan de sobrevivir. Al borde de la carretera, junto al mar, varios hombres matan el rato fumando shisha en un café improvisado en la orilla, desde donde se adivina la ciudad siria de Tartús.
Mayada y Fady, otro de los hermanos Khalaf, conducen a la periodista hasta uno de los pequeños cementerios del campo. Fady aparta las malas hierbas que crecen sobre una de las tumbas, la de su hermana Fayzi, fallecida hace una década de un tumor cerebral. «Aquí nació y aquí murió, sin ver nunca su tierra», se limita a constatar Mayada.
Como la mayoría de refugiados en Líbano, no siente ningún apego por su país de acogida. «¿Mi sueño en la vida? Un pasaporte. Para salir de aquí, para recorrer el mundo… y para ver Palestina», afirma. Como su sobrina, el anciano Ahmad confía en que llegará el día en que los palestinos puedan regresar a sus hogares. «Nos lo han robado todo… pero la esperanza, jamás».
El setenta aniversario de la Naqba conmemorado este martes llega precedido por la muerte de más de medio centenar de palestinos el lunes, abatidos por el ejército israelí cuando protestaban contra la inauguración de la embajada estadounidense en Jerusalén, al final del mes de movilizaciones con motivo de la ‘Gran Marcha del Retorno’. Tras escuchar las últimas noticias llegadas de Gaza, la joven niega con tristeza. «¿Sabes lo peor? Me cambiaría por ellos sin dudarlo. Al menos ellos están en casa». En Líbano, está previsto que miles de palestinos se unan a las protestas de los gazatíes en diversas ciudades del país.