Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
La ola revolucionaria que se extiende por Medio Oriente promete derribar regímenes árabes escleróticos en toda la región, pero hay una marcada diferencia, digamos, entre Egipto e Irán -y la diferencia es el factor nacionalista.
En Egipto la gente se alzó contra una dictadura apoyada por EE.UU. que abusó de su pueblo durante 30 años. Es interesante señalar que el régimen, en las últimas etapas de la revuelta, recurrió a oscuras insinuaciones de que los manifestantes estaban dirigidos por misteriosos «elementos extranjeros». Y, por cierto, un elemento extranjero jugó un papel crucial -yo diría que el papel crucial- en la política egipcia, y lo ha tenido durante los últimos 30 años, pero no del lado de las fuerzas por la democracia: el gobierno de EE.UU. Washington dio más de 60.000 millones de dólares sobre todo en ayuda militar al régimen de Hosni Mubarak, posibilitando su permanencia en el poder durante mucho más tiempo que sin ese apoyo.
No sólo eso, sino que además la masiva dádiva de dólares entregó efectivamente el control de la vida económica de la nación a los militares, que ahora controlan hasta un 30% del producto interno bruto de Egipto. Comunicaciones internas del gobierno de EE.UU., reveladas por el invaluable WikiLeaks, muestran a diplomáticos que se quejan de la resistencia de los militares egipcios a la liberalización económica, pero Washington no logró comprender que la política estadounidense afirmó al alto comando militar como principal protagonista de la economía egipcia.
El llamado de Mubarak a las simpatías nacionalistas no tuvo éxito porque él, y no los manifestantes, aparecía como agente de una potencia extranjera: es decir EE.UU. Aunque es casi seguro que factores económicos y políticos interiores provocaron el levantamiento, el nacionalismo -en parte fortificado por el resentimiento contra los patrocinadores estadounidenses del dictador- logró sustentarlo y finalmente llevarlo a la victoria. Los manifestantes llevaban banderas egipcias y apelaron directamente al ejército como protector de la nación contra Mubarak. También en Bahréin los manifestantes llevaban su bandera nacional y apelaron a los militares -en este caso con resultados decididamente letales. En todo caso, sin embargo, el sentimiento nacionalista irradiado por las fuerzas pro democracia es una característica definidora de los levantamientos más exitosos -hasta la fecha, Egipto y Bahréin- mientras en Irán (y en cierta medida Libia) la situación es más compleja.
Lo que complica el cuadro en el caso de Irán, por ejemplo, es la presión exterior sobre el régimen por parte de EE.UU., que refuerza el apoyo real de la base a la elite gobernante y retrasa el crecimiento de la oposición. Tanto los mullahs como el movimiento «Verde» que trata de derrocar a la dictadura se oponen a la campaña internacional estadounidense-israelí para aislar a Irán con el argumento de que no tiene derecho a obtener energía nuclear. Si los Verdes llegaran al poder mañana, el programa nuclear de Irán, tal como es, seguiría en su sitio -lo mismo que la hostilidad de Occidente y las sanciones que estrangulan lentamente a la gente de a pie en ese país.
En Irán las elecciones en las que se permitió que compitiera la oposición no dieron la victoria al movimiento Verde. Aunque hay quien podría afirmar que esas elecciones fueron mucho menos que correctas, esa evaluación no es suficientemente clara como para desestimar la legitimidad del régimen; y, en todo caso, es innegable que los partidarios de la línea dura gozan de un cierto nivel de apoyo popular, o por lo menos el suficiente para prevenir un levantamiento masivo como el que expulsó a Mubarak del poder en 18 días.
El régimen puede referirse con razón una campaña sistemática de debilitamiento del país por parte de las potencias occidentales, sobre todo de EE.UU. -incluida una campaña terrorista librada por la organización Jundallah respaldada por EE.UU., una insurgencia suní radical en Baluchistán iraní que ha lanzado crueles ataques contra objetivos civiles. Esto consolida el apoyo popular a la «mullahocracia», que se percibe como la única alternativa contra la dominación extranjera y el caos.
El factor nacionalista -o, se podría decir, el factor anti-estadounidense- opera de un modo similar en Libia, donde el dictador desde hace mucho tiempo, Muammar Gadafi se presentó en persona en un mitin favorable al gobierno en la capital, Trípoli, que ha permanecido relativamente calma y donde el movimiento de protesta es aparentemente más débil. No podemos imaginar al «presidente» de Yemen, Ali Abdullah Saleh, sintiéndose suficientemente seguro como para aparecer en la plaza principal de Sana, donde podría terminar en la punta indeseada del dogal de un verdugo.
Otro protectorado estadounidense, la minúscula nación africana oriental de Yibuti, presenció una sorprendente manifestación en las calles de 20.000 personas -un acto masivo en un país con una población de menos de un millón. Yibuti contiene una importante base militar que es un sostén importante de operaciones de EE.UU. en la región y más allá. Por su parte, Washington ha suministrado ayuda y apoyo político al régimen del «presidente» Ismail Guelleh, haciendo caso omiso del despotismo familiar al estilo de Mubarak que gobierna este enclave pequeño pero importante desde el punto de vista estratégico. La familia del presidente ha gobernado este Estado-ciudad africano desde la independencia de Francia en 1977.
En Siria, por otra parte, el Despertar Árabe es menos avanzado: el régimen baasista sirio de Bashar al-Assad ha estado en la mira de Washington desde la era de Bush, y de nuevo en este caso el factor nacionalista juega un papel importante. Por cierto, el padre de Bashar, Hafez al-Assad, diezmó una vez una ciudad de unos 60.000 habitantes, masacrando a la mayoría de los habitantes, cuando la Hermandad Musulmana inició una revuelta, y el recuerdo de este hecho puede disuadir a potenciales rebeldes: pero ese tipo de brutalidad es un factor coercitivo menor en estos días, como hemos visto en Bahréin, Yemen y Libia, donde las fuerzas de seguridad están disparando directamente a las multitudes, y las filas de los manifestantes siguen creciendo.
El gobierno de EE.UU. se presenta como el campeón internacional de la democracia y la libertad, pero las consecuencias objetivas en el mundo real de su política exterior de intervención global retrasan efectivamente el progreso en esta dirección. No es casualidad que las revoluciones en Irán, Libia, y Siria (donde sólo algunos cientos han salido para realizar protestas inspiradas por Egipto) encuentren una resistencia sustancial, mientras que en los protectorados de EE.UU. -Túnez, Egipto, Yemen, Bahréin, Jordania o Yibuti- las protestas tienen más éxito.
A menos que el gobierno de EE.UU. esté dispuesto a escuchar a los neoconservadores más rencorosos, Glenn Beck y el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, quienes afirman que Mubarak fue «traicionado» por Occidente, esta disparidad apunta a la única reacción racional al Despertar por parte de EE.UU.: Washington tiene que dejar paso libre. Entre llamados de muchos liberales y de algunos neoconservadores para que apoye a los movimientos democráticos, y la opinión opuesta de los beckianos, el gobierno de EE.UU. debe resistir la tentación de interferir de la manera que se sea -y eso incluye la inyección de dinero y recursos a partidos y organizaciones «democráticos» escogidos cuidadosamente a través de USAID y de la Fundación Nacional por la Democracia (NED)-. Semejantes esfuerzos tienden a salir al revés, como sucedió con su apoyo anterior a los dictadores reinantes.
El apoyo a los brutales cleptócratas como Mubarak y sus primos en toda la región nunca ha servido a nuestros intereses nacionales: tampoco los sirve la «promoción democrática». Los Padres Fundadores previeron que el ejemplo estadounidense inspiraría esfuerzos para lograr la libertad más allá de nuestras costas, y uno de ellos, John Quincy Adams, dio el siguiente consejo:
«EE.UU. no va al extranjero en busca de monstruos para destruir. Desea la libertad y la independencia para todos. Es el campeón solamente de las suyas. Recomienda esa causa general por el contenido de su voz y por la simpatía benigna de su ejemplo. Sabe bien que alistándose bajo otras banderas que no son la suya, aún tratándose de la causa de la independencia extranjera, se involucrará más allá de la posibilidad de salir de problemas, en todas las guerras de intrigas e intereses, de la codicia individual, de envidia y de ambición que asume y usurpa los ideales de libertad. Podrá ser la directriz del mundo pero no será más la directriz de su propio espíritu»
ACTUALIZACIÓN: Mientras los eventos en Libia continúan su rápido avance, pienso que mi análisis inicial sigue siendo generalmente exacto: mientras las provincias orientales se han librado de Gadafi, en Trípoli, turbamultas pro gubernamentales están saliendo a las calles, y el dictador y su hijo tan chiflado como él parecen estarse atrincherando para un conflicto prolongado. Veo que el hijo toma su orientación de Glenn Beck y David Horowitz, que barbullan de cómo los rebeldes tratan de restaurar el «Califato» o el «Emirato». No sé si tienen Fox News en Libia, pero imagino que ser el hijo de un dictador asegura ciertos privilegios.
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Justin Raimondo es director of Antiwar.com. Es autor de An Enemy of the State: The Life of Murray N. Rothbard (Prometheus Books, 2000), Reclaiming the American Right: The Lost Legacy of the Conservative Movement (ISI, 2008), y Into the Bosnian Quagmire: The Case Against U.S. Intervention in the Balkans (1996). También es editor colaborador de The American Conservative, socio senior del Randolph Bourne Institute, y experto adjunto del Ludwig von Mises Institute. Escribe frecuentemente para Chronicles: A Magazine of American Culture.
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