Los mismos que hoy se refieren al código penal como un texto del pasado no adaptado a la realidad delictiva del siglo XXI y que han anunciado su endurecimiento, ya lideraron una reforma del mismo durante el gobierno de Aznar y con Mariano Rajoy como Ministro de Justicia. En 2003, el PP aprobó una reforma […]
Los mismos que hoy se refieren al código penal como un texto del pasado no adaptado a la realidad delictiva del siglo XXI y que han anunciado su endurecimiento, ya lideraron una reforma del mismo durante el gobierno de Aznar y con Mariano Rajoy como Ministro de Justicia. En 2003, el PP aprobó una reforma del código penal con el apoyo del PSOE. Las fuerzas políticas mayoritarias desplegaron una retórica llena de clichés del populismo punitivo importado del otro lado del Atlántico, recordando a la ciudadanía la necesidad de mano dura con las crecientes muestras de violencia urbana y con los delincuentes multirreincidentes, y de hacer frente a los nuevos peligros derivados la inmigración y de la amenaza terrorista. Los socialistas afirmaron que se veían obligados a apoyar la reforma por responsabilidad y por la imperiosa necesidad de luchar contra la inseguridad ciudadana.
La reforma suponía, entre otros cambios, la ampliación de la capacidad de los jueces para decretar prisión preventiva, la incorporación de medidas para promover la «justicia rápida», introduciendo incentivos para que las personas inculpadas firmaran declaraciones de culpabilidad para evitar trámites judiciales y conseguir beneficios penitenciarios; el aumento de la cuantía penal máxima, que pasaba de los 30 a los 40 años, y condicionaba la concesión del 3er grado al pago efectivo de responsabilidades civiles, lo que introducía un claro elemento de discriminación económica.
El código penal español parece estar muy al día con las tendencias punitivas imperantes en el discurso neoliberal. El marcado incremento de la población penitenciaria, que en todo el Estado español ha pasado de 41.903 personas en 1996 a 76.079 personas en 2009, se debe más a la dureza del código penal de 1995 y de la reforma de 2003 que a un aumento de la delincuencia.
Hay un elevado consenso en la sociología y la criminología a considerar las encuestas de victimización, con todos sus defectos, las mejores herramientas para valorar la evolución de la comisión de delitos y de su impacto entre la ciudadanía. Sin embargo, no hay en el Estado ninguna administración que haya asumido el reto de realizar periódicamente una encuesta de victimización y los únicos datos con que se cuenta proceden de las dos participaciones de España en la International Crime and Victimisation Survey (ICVS), en 1989 y en 2005, y de la encuesta realizada en 2009 por el Observatorio de la Delincuencia (ODA) del Instituto andaluz Interuniversitario de Criminología. A partir de los escasos datos disponibles no sólo no se puede inferir un incremento de la delincuencia, sino que se observa un retroceso en la victimización en casi todas las formas de delito. Mientras que en 1989, el 47,2% de la ciudadanía (con un margen de error del 2,5% para un nivel de confianza del 95,5% y p = q) había sido víctima de algún delito en los 5 años anteriores a la realización de la encuesta, en 2005 la proporción se había reducido el 42,7% y en 2009 al 38,7% (con un margen de error del 2,62% para un nivel de confianza del 95,5% y p = q).
Tanto los robos de coches, como los de objetos en el interior de los vehículos, los robos en viviendas, las agresiones sexuales, o las agresiones físicas, han reducido sus tasas de victimización. También se han reducido los robos con violencia e intimidación que tienen un gran impacto en la sensación de seguridad de la ciudadanía. De una tasa del 9,2% en 1989 se ha pasado a un 5,6% en 2009.
Si no existe evidencia empírica que lo justifique, porque tiene tanto éxito el populismo punitivo? Probablemente, el incremento de otros tipos de inseguridades derivadas de la precarización de los mercados laborales o de la extensión del riesgo de pobreza entre amplias capas de la población, genera sensibilidad a discursos que ofrezcan respuestas rápidas, fáciles de explicar y que trasladen la culpabilidad a personas y colectivos con comportamientos que se desvíen de los mayoritarios.
Los discursos de la derecha nos pueden hacer pensar que nos rodean miles de seres peligrosos dispuestos a provocar toda clase de males para apoderarse nuestras cosas, para hacerse con nuestro dinero o, lo que es peor, para sentir puro placer. Lo peor de ¡este argumentario punitivo desplegado por políticos y medios de desinformación es que se basa en mitos que no se sustentan en evidencia empírica y que no hay una respuesta clara, valiente, informada y contundente, de la llamada izquierda parlamentaria.
El acoso penal y policial de colectivos tan diversos como las personas sin hogar, las prostitutas de la calle, los pequeños traficantes de drogas o los vendedores ambulantes, clasificados juntos en el saco de los excluidos que no quieren seguir caminos de inserción, tiene una finalidad moralizante: hacer aceptar a las mayorías que caen en la nueva pobreza su destino de precariedad laboral a riesgo de ser considerados parásitos sociales.
Esta visión conservadora de la estratificación social pretende atribuir la exclusión social en factores individuales, descargando de culpa la sociedad mayoritaria. Es en este paradigma ideológico donde se enmarcan las políticas como la de retirar el subsidio de desempleo a las personas que no acepten un puesto de trabajo, la de fiscalizar la vida de las personas beneficiarias del PIRMI, o la imposición de multas a personas sin hogar por incumplimiento de la ordenanza de civismo en la ciudad de Barcelona.
Albert Sales i Campos. Profesor de sociología de la UPF.
Blog del autor: http://albertsales.wordpress.com