Las calles del distrito cairota de Al Shubra están encharcadas a causa de la lluvia caída estos días de atrás en la capital egipcia. Frente a uno de los colegios electorales del barrio un hombre de mediana edad, megáfono en mano, esquiva el barro y el agua mientras lanza consignas de apoyo a uno de […]
Las calles del distrito cairota de Al Shubra están encharcadas a causa de la lluvia caída estos días de atrás en la capital egipcia. Frente a uno de los colegios electorales del barrio un hombre de mediana edad, megáfono en mano, esquiva el barro y el agua mientras lanza consignas de apoyo a uno de los candidatos que se presentan a estas elecciones legislativas.
Un poco más allá miembros de los Hermanos Musulmanes relatan a quienes quieren escucharles las presuntas bondades de la organización islámica. A pesar de ser jornada electoral, la propaganda no cesa.
En la puerta decenas de hombres -hombres y mujeres votan por separado- aguardan su turno en la cola. Dentro y fuera varios militares y agentes de la policía controlan las entradas y salidas de los votantes. Pertenecen a las mismas fuerzas de seguridad que hace tan solo unos días atacaron a sangre y fuego a los manifestantes de Tahrir.
Su presencia junto a las urnas retrata una paradójica realidad denunciada por miles de activistas. Las elecciones legislativas egipcias se celebran en un clima de represión e impunidad, bajo el paraguas del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas, que gobierna el país desde la caída de Mubarak.
«Son unos comicios supervisados por los generales de Mubarak y por los mismos jueces que en elecciones pasadas permitieron el fraude», me comentaba ayer el activista Hossam El Hamalawy, quien desde hace semanas anunció públicamente que no votaría. No es el único.
Tras la muerte de al menos 40 manifestantes en Tahrir varios activistas clave de las revueltas han llamado al boicot de los comicios.
Pero salvo dos agrupaciones de izquierdas, el resto de los partidos políticos se han mantenido en una carrera electoral defendida con ahínco por el Consejo Superior militar y por los Hermanos Musulmanes, precisamente las dos fuerzas que en los días de atrás exigieron el fin de las manifestaciones.
«Me niego a tener que elegir entre los Hermanos Musulmanes y el Consejo Superior militar», escribió la semana pasada el periodista Hani Shukralleh, editor de la edición inglesa del diario Al Ahram online.
Entre los sectores de la izquierda egipcia se comparte la idea de que la Hermandad -que prevé obtener importante representación parlamentaria- y los militares han alcanzado un acuerdo para repartirse el poder en este nuevo equilibrio de fuerzas que se está configurando.
Es muy probable que el parlamento que se constituya tras las elecciones no satisfaga las demandas de los activistas y manifestantes de Tahrir. En los últimos cinco años las protestas y manifestaciones se han multiplicado en Egipto, no sólo contra el régimen, sino contra la corrupción, por una democracia real, en demanda de un salario mínimo digno, de pan, de agua.
Las elecciones no detendrán fácilmente esa dinámica en un país con una población empobrecida, víctima de una creciente desigualdad y con un aumento demográfico que ha convertido El Cairo en una de las mayores urbes del mundo, con 22 millones de habitantes.
La Hermandad Musulmana y el Consejo Superior militar apelan a la estabilidad para exigir el fin de las manifestaciones y de la revolución. Pero estabilidad no es que el 40% de los egipcios vivan con menos de dos dólares diarios, que millones se agolpen en suburbios de infraviviendas, que a la gente le falte el pan o el agua potable, que siga la represión contra los que luchan por una libertad real.
Mientras diversos actores internos y externos con poder e influencia buscan un modelo para Egipto que satisfaga sus intereses, la fuerza de la calle sigue su propio camino.
Las demandas que manejan los activistas de Tahrir exigen que se ponga en libertad a los civiles detenidos y juzgados por tribunales militares -12.000 juicios desde la caída de Mubarak- que se procese a los represores, que se establezca un sueldo mínimo digno, que se garantice la entrega del poder a un gobierno civil, que se recompense a las familias de las víctimas mortales de las manifestaciones.
Los avances sociales nunca han caído del cielo, han tenido que ser conquistados. No hay libertad sin ruido, ni estabilidad sin justicia social. Quizá por eso los activistas de Tahrir repiten esta frase: «Las protestas de de estos días no son un nuevo levantamiento, son otro capítulo de la revolución que comenzó en enero».
Como el egipcio de una de las novelas del escritor Naguib Mahfouz, el Egipto actual se encuentra «en medio de ninguna parte y en medio de todo».
http://blogs.publico.es/olga-