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Nostalgia de las golondrinas

Fuentes: Climática [Foto: Gabriel González.]

«Rememorar antiguos pájaros, la abundancia pretérita de polinizadores, o el árbol caído en el incendio, podría impulsar un esfuerzo por resucitarlos», reflexiona Azahara Palomeque.

 “El paisaje ha enloquecido. Los almendros y espinos han florecido mucho antes, casi en la Navidad, y, meses después de haber sufrido altas temperaturas la mañana de Reyes, ésta del mes de junio sopla un aire de nieve que hace tiritar a las retamas, a los arbustos de espliego, a las encinas. No hay vuelta atrás. El campo sufre desde hace años una lentísima agonía”. 

Son palabras del poeta Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, 1957), que susurran la pérdida del paisaje de su niñez desde las páginas de las memorias que acaba de publicar: El corazón de las golondrinas (Berenice, 2025). Se le han muerto la frondosidad de las plantas y sus ciclos naturales, al igual que sus padres y abuelos, enterrados en una España que, de tanto vaciarse, anda cuajada de túmulos. El viento parece soplar envilecido por los productos químicos que antaño no se esparcían al verde. Las aves –alcaravanes, tordos, cogujadas– representan apenas una pizca de lo que fue, incluidas las golondrinas, pájaros sagrados cuyo latido alimenta la voz del narrador. Entre la delicadeza de su prosa y el duelo irremediable, respira una nostalgia que se va tornando consustancial a cada persona con un mínimo de sensibilidad: por la tierra carente de seres vivos no humanos. 

Es difícil leer una obra como la de Alejandro sin que nos abrume esa emoción apesadumbrada. La nostalgia –etimológicamente el dolor (algia) que sentían quienes querían regresar a casa (nostos), en la épica griega los héroes de la guerra de Troya– guarda actualmente muy mala prensa. Los usos retrógrados que se han hecho de ella provocan reticencia a decirla en voz alta, pero lo cierto es que su carácter terrenal, la alusión a enclaves queridos, junto a su componente de memoria, merecen rescatarse en plena época de Sexta Extinción para nombrar lo que casi ya no es.

El escritor cordobés, al igual que otros que reivindican la LiterNatura –Gabi Martínez, Luci Romero, Javier Morales, Noemí Sabugal…– recobra un vocabulario rural ya en desuso y, de esa forma, sana la doble pérdida: de la tierra y del conocimiento. Es preciso enunciar lo que merma de nuestro mundo la emergencia climática; si no se preserva o reforesta, al menos se ritualiza; cada acto de habla actúa como epitafio, pero también como declaración de intenciones. Y, posiblemente, no haya nada más cercano a ese corazón que un lugar que invoca, además, un tiempo. Como decía Rilke: “La única patria es la infancia”.

Alejandro niño jugaba en mitad de la sierra de los Pedroches a identificar criaturas, como las luciérnagas, hoy ausentes. Lo particular, además del valor estético de este volumen, es que su biografía atestigua una mudanza de paradigma ecológico, una mutilación excesiva. En apenas una generación, hemos visto el declive del 70% de la vida salvaje; concretamente desde 1970, cuando él rozaba la adolescencia.

Aproximadamente la mitad de las golondrinas han desaparecido de nuestro país en las últimas décadas, y se estima que el ser humano habría eliminado unas 1.430 especies de aves, sin contar las que continúan existiendo, pero con muchos menos ejemplares. ¿No es legítimo entonces padecer nostalgia? ¿Acaso va a sernos negada asimismo la posibilidad de doler el vacío que dejan? El concepto pide una vuelta de tuerca, pues no todo lo conservador porta connotaciones negativas: conservar la biodiversidad debería reconciliarnos con una ética ahora exigua, la Simbioética de la que hablaba el filósofo Jorge Riechmann

Afirma la pensadora Svetlana Boym que la nostalgia no necesariamente se encuentra relacionada con el pasado: “Puede ser retrospectiva, pero también prospectiva”. A saber: “Las fantasías del pasado determinadas por las necesidades del presente ejercen un impacto directo sobre las realidades del futuro”. Según esta teoría, rememorar antiguos pájaros, la abundancia pretérita de polinizadores, o el árbol caído en el incendio, podría impulsar un esfuerzo por resucitarlos. Es más, frente a la nostalgia encargada de blindar una verdad absoluta e inamovible, Boym señala otra reflexiva, llena de cuestionamiento, más acorde a las puertas venideras que deseamos abrir. 

Quizá ésa fue la que invadió al fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, fallecido recientemente. Después de retratar el sufrimiento de los cuerpos más vulnerables, víctimas de conflictos bélicos o situaciones de explotación, cayó en una sima tan profunda que llegó a sentir vergüenza de pertenecer a la especie humana, hasta que, azuzado por su esposa, Lélia Wanick, ambos emprendieron uno de los proyectos más ambiciosos de reforestación conocidos.

Como los guerreros de Troya, retornaron al terruño, esta vez el pueblo natal de Salgado, Aimorés, en Minas Gerais, y allí fundaron el Instituto Terra, con el que plantaron más de dos millones de árboles en la finca entonces desertificada del padre. La cifra es representativa de una recuperación integral que atrajo a animales y devolvió el agua a la zona; regresaba no sólo el matrimonio, sino la floresta tropical originaria. Una vez más, la infancia y la memoria operaban como alicientes para la proyección del deseo, aquí reverdecido.

Saudade de las cuatro estaciones, del respeto a los límites biofísicos del planeta, de las palabras que hemos ido olvidando (oropéndola, vencejo, zorzal…). Cuenta Boym que, en el siglo XVIII, los médicos no sabían en qué parte del cuerpo habitaba la nostalgia, pero recomendaban al paciente enfermo consultar con filósofos y poetas. Ellos y ellas son, siempre han sido, sin duda, parte de la cura. 

Fuente: https://climatica.coop/nostalgia-de-las-golondrinas/