Sabido es que el presidente ruso, Vladímir Putin, propuso días atrás que se abriese una vía de conversaciones con Hamás, el movimiento que acaba de arrasar en las elecciones generales palestinas. Por mucho que tantos prefieran ignorarlo, Putin ha dado rienda suelta a una posibilidad que estaba en las agendas de todas las cancillerías occidentales. […]
Sabido es que el presidente ruso, Vladímir Putin, propuso días atrás que se abriese una vía de conversaciones con Hamás, el movimiento que acaba de arrasar en las elecciones generales palestinas. Por mucho que tantos prefieran ignorarlo, Putin ha dado rienda suelta a una posibilidad que estaba en las agendas de todas las cancillerías occidentales. Y es que a buen seguro que los asesores de los diferentes ministros de Asuntos Exteriores, a la hora de encarar el nuevo escenario palestino, habían sopesado, entre los horizontes posibles, el que a la postre ha abrazado Moscú. Así lo atestiguan, por cierto, las reacciones asumidas por gobiernos como el francés y el español, y las propias declaraciones realizadas por el secretario de Defensa norteamericano, Donald Rumsfeld.
La incipiente conciencia en lo que atañe a la deseabilidad de un diálogo con Hamás puede explicarse, con todo, conforme a dos percepciones diferentes. La primera se asienta en el reconocimiento, franco o cauteloso, de que la tantas veces recordada inclusión de Hamás en una lista internacional de grupos terroristas no debe llamar al engaño. Hamás no es
–se vean las cosas como se vean– una suerte de Al Qaida palestino. Y no lo es porque hay que prestar oídos a la afirmación que recuerda que la organización que nos ocupa mucho tiene de movimiento resistente frente a la ocupación ilegal de un territorio. No sólo eso: al que más y al que menos se le ha pasado por la cabeza la conveniencia de preguntarse por qué el nombre del propio Estado de Israel no se incluye en esa lista internacional de grupos terroristas… Agreguemos, en suma, que el hecho de que Hamás haya arrasado en unas elecciones a las que a duras penas puede negarse una condición razonablemente democrática obliga a tratar a sus dirigentes con algún miramiento.
La segunda percepción discurre por caminos bien diferentes y crece de la mano del recordatorio de qué es lo que las cancillerías occidentales le siguen demandando a Hamás. Uno puede entender la lógica inapelable que se revela de la mano de la solicitud de que el grupo palestino abandone la violencia. No es tan evidente, en cambio, que una negociación reclame inexorablemente del reconocimiento previo, por Hamás, del Estado de Israel, y ello por mucho que pueda entenderse, también, el sentido de este requisito. Lo que no hay manera de encajar en análisis racional alguno es la tercera imposición manejada: la que reclama de los islamistas palestinos la aceptación plena de los acuerdos de paz suscritos en el decenio de 1990. Y es que la tercera exigencia nos emplaza delante de una dramática incomprensión, del lado de nuestros gobernantes, en lo que respecta a los motivos que vienen a explicar el sonoro éxito electoral de Hamás. Es verdad que este último se asienta en factores tales como la corrupción que ha marcado indeleblemente la gestión de Al Fatah, la eficacia de las redes de asistencia social generadas por Hamás, las amenazas que el electorado palestino ha recibido de la Unión Europea y de Estados Unidos, o el auge fundamentalista que la política de este último ha propiciado en el Oriente Próximo. Pero no lo es menos que una explicación principal de lo ocurrido la aporta el franco rechazo con que los habitantes de Gaza y Cisjordania han obsequiado a unos planes de paz que en el mejor de los casos –subrayemos esta cláusula– conducían a un Estado palestino de soberanía muy recortada, claramente subordinado a la lógica colonial de Israel. Hay motivos sobrados para arribar a la conclusión, en este orden de cosas, de que las críticas, más que fundadas, que Hamás ha emitido del proceso de paz iniciado en Oslo le han valido el voto de muchos palestinos que en modo alguno simpatizan con el rigorismo religioso de la organización islamista.
Cada vez es más urgente que los gobiernos occidentales tomen nota de lo anterior. No sin paradoja, un elemento que debe facilitar semejante tarea lo aporta el hecho, incontestable, de que el propio gobierno israelí ha dado por muertos, bastante tiempo atrás, los acuerdos de paz. No deja de ser llamativo, dicho sea de paso, que los constantes incumplimientos de estos últimos de los que han hecho gala los gobiernos encabezados por Ariel Sharon no provoquen hoy, del lado de nuestros cancilleres, ninguna exigencia expresa dirigida a Israel: por lo que parece, sólo el mundo palestino está en la obligación de acatar imposiciones.
Quiere uno creer que éste es el momento para que, de forma singular, la Unión Europea sea moderadamente consecuente con la retórica que ella misma abraza de vez en cuando y se entregue imaginativamente a reconstruir un proceso de paz que contemple en serio –nada tiene de radical la propuesta– la gestación de un Estado palestino que no sea un mero bantustán supeditado a los caprichos y los intereses de Israel. La política de la UE carecerá, entre tanto, de credibilidad si, al tiempo que lanza admoniciones contra Hamás, la Unión se aviene a seguir manteniendo el trato comercial de privilegio con que premia, desde mucho tiempo atrás, a Tel Aviv. Aunque, claro, acaso estamos pidiéndole peras al olmo. Hace unos días un informe de Human Rights Watch concluía que en la Unión Europea de estas horas pesan más los intereses que los principios. Pues vaya descubrimiento…
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.