¿Está más cerca la paz en el Cercano Oriente después de la muerte de Yasir Arafat? Algunos así lo piensan. Y no carecen de argumentos. Esta desaparición coincidió, por un azar histórico, con la reelección de George W. Bush, el dirigente que más puede influir en el destino de esta región y que consideraba, igual […]
Existen, además, otros elementos que van en ese mismo sentido. Tanto Bush como Sharon, los dos adversarios más feroces de Arafat, han apostado desde hace cuatro años por los métodos más duros y violentos para resolver los problemas de esta región. Sharon renegó de los acuerdos de Oslo, su ejército volvió a ocupar Cisjordania y Gaza mientras se intensificaba la colonización de los territorios usurpados. Bush, por su parte, mandó invadir Irak y derrocar el régimen de Sadam Husein con la intención de recomponer el mapa del Cercano Oriente e implantar regímenes pro-americanos.
Ambos dirigentes han podido medir los límites de sus métodos, basados en el uso de la fuerza. Ambos han fracasado. Sharon admite ahora que sus ejércitos y colonos deben retirarse de Gaza, porque la capacidad de sufrimiento del pueblo palestino, que ni se acobarda ni se rinde, es superior a la violencia que ejerce el ejército israelí. Y Bush comprueba que sus ambiciones se estrellaron ante la irreductible resistencia iraquí.
Era hora pues, para ambos, de cambiar de política. Yasir Arafat ha sabido morir en el momento óptimo, como un supremo sacrificio en pos de su objetivo histórico: el reconocimiento de un Estado palestino soberano.
Pero esta coyuntura nueva no debe llevar a deducciones demasiado rápidas. Admitir que la situación es hoy más favorable a la negociación que al enfrentamiento no significa en absoluto que la paz entre israelíes y palestinos esté a la vista. Quedan formidables problemas por resolver. Los principales son tres: delimitar las fronteras entre Israel y el futuro estado palestino; la cuestión de Jerusalén; y el retorno a sus hogares de los refugiados palestinos que huyeron en 1948.
La cuestión de la frontera, central para los israelíes por legítimas razones de seguridad, se ha complicado más aun con la construcción del Muro de Sharon, que en muchos lugares muerde con profundidad en territorios de reconocida soberanía palestina, según la delimitación de 1967. En cuanto a Jerusalén, los palestinos desean que la parte este, musulmana, sea la capital de su futuro Estado, cosa que los israelíes no aceptan. Quizás el tercer obstáculo, el de los refugiados, sea el más fácil de franquear, porque es obvio que Israel no podría absorber a varios millones de palestinos retornados sin perder para siempre su carácter judío. Por eso, es probable que se vaya hacia una solución en la que se reconozca de manera oficial el derecho de los palestinos a regresar y se recompense con una indemnización financiera el no uso de ese derecho.
La sociedad israelí desea de manera mayoritaria la paz, pero no a costa de su seguridad. No se puede esperar que su gobierno (el actual o uno nuevo surgido de una coalición entre el Likud y los laboristas) haga concesiones en ese sentido. Los dirigentes palestinos tienen también un margen de maniobra muy estrecho, ya que si ceden en sus reivindicaciones históricas abrirán un amplio espacio a las organizaciones islamistas más radicales como Hamás o la Yihad, que proseguirán los atentados contra civiles israelíes y relanzarán el ciclo infernal de la violencia.
Lo peor, en esta nueva coyuntura, sería descubrir que Arafat no era ningún obstáculo. Y que la paz tenga que esperar de nuevo.