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Sobre los casos de pederastia en la Iglesia católica

Nuevos avatares (y ataques) de la tercera autoridad del reino de España

Fuentes: Rebelión

El presidente del Congreso de Diputados, el ex ministro de Defensa del primer gobierno Zapatero, no sólo está contento de haberse conocido y más feliz aún de haberlo hecho en esta tierra de Fernando VII, Alfonso XIII y Juan Carlos I de Borbón, sino que tiene a gala ser católico practicante, apostólico y romano-español. Que […]

El presidente del Congreso de Diputados, el ex ministro de Defensa del primer gobierno Zapatero, no sólo está contento de haberse conocido y más feliz aún de haberlo hecho en esta tierra de Fernando VII, Alfonso XIII y Juan Carlos I de Borbón, sino que tiene a gala ser católico practicante, apostólico y romano-español. Que un altísimo representante institucional declare urbi et orbe, día sí, noche también, su militancia católica, parece dejar malherida la (re)presentación de la Constitución de 1978 como una norma laica o cuanto menos aconfesional.

Pero pelillos a la mar; dejemos este nudo de reflexión para mejor ocasión.

El dirigente del PSOE ha sido entrevistado este lunes 5 de abril en una cadena televisiva que lamento no poder precisar. He escuchado una parte de sus declaraciones en el informativo de La Sexta. El señor Bono ha comentado en la entrevista las prácticas de pederastia en la Iglesia católica. Lo ha hecho del siguiente modo, sabedor (es, si se me permite y sin ningún ánimo de descortesía, perro viejo en asuntos políticos) que la mejor defensa es un buen ataque, una ofensiva estudiada que no se anda con remilgos innecesarios ni sofisticadas aspiraciones de veracidad:

El presidente españolista de Congreso de Diputados ha trazado una línea de demarcación entre ciudadanos católicos, él mismo se ha puesto como ejemplo, y los que creo que ha llamado laicos, agnósticos, ateos o algún término afín. Los primeros, al igual que los segundos ha admitido generosamente, están horrorizados y lamentan los casos de pederastia que han irrumpido recientemente en las filas de la Iglesia católica española. Pero los primeros, él por ejemplo, lamentan los ataques que con suelo en estos casos se están realizando contra la Iglesia apostólica y su jerarquía (de la que él mismo cree que actúa con poco brillo frente la que está cayendo), mientras que los segundos, los laicos, los anticlericales, aprovechan la ocasión en su opinión para atacar sin miramientos y para criticar la institución que él tanto quiere, protege, cuida y admira.

La línea trazada, y los atributos esgrimidos, no parecen que hayan sido rectificados posteriormente. La inferencia para el oyente o televidente es obvia: de nuevo los ateos anticlericales muestran sus malos modos aprovechándose del dolor y arrepentimiento ajeno. Y lo hacen, además, en un momento en que una Iglesia compungida y arrepentida está tomando cartas en el asunto.

No es fácil agrupar en un solo colectivo a todos los grupos que se han manifestado críticamente respecto a los casos de pederastia, nudos y puntos dolorosos de lo que seguramente es un ocultado fondo abisal, que han salido a la luz estas últimas semanas. Sin embargo, todo indica que todas estas heterogéneas voces y agrupaciones, en las que los cristianos de base no están excluidos desde luego, coinciden en apoyar en primer lugar a las víctimas de estos atropellos; en facilitar, abonar y acompañar a las personas maltratadas para que pueden manifestar abiertamente sus quejas, sus denuncias y su situación; en evitar cualquier generalización apresurada sin duda injusta; en criticar la política de ocultamiento y vista gorda practicada por algunas autoridades eclesiásticas nada marginales; en denunciar, cuando ha sido el caso, las prácticas obstruccionistas de determinados prelados. La lista podría continuarse por el mismo sendero de reflexión y crítica ilustrada y cuidada. ¿Hay algo que pueda objetarse en esta línea de actuación? ¿Es inadmisible que algunos teóricos o pensadores hayan apuntado, como explicación parcial de lo sucedido, a los efectos castrantes y represores de una institución que prohíbe las relaciones sexuales libres entre sus miembros y que persiste en situar la carne y sus placeres en el más zafio departamento de infiernos intransitables? ¿No puede aceptarse que la autoritas religiosa pueda provocar o facilitar desvaríos, abusos de poder, y silencios entre niños y familias afectadas que viven a esos mismos clérigos como representantes de nudos sagrados de sus sentimientos más profundos? ¿Dónde están los disparates cometidos por las voces críticas del mundo laico o religioso comprometido? ¿Qué puede justificar una descalificación así, una desconsideración tan injusta, del presidente consuegro del cantante preferido de Doña Carmen Polo de Franco? ¿De qué se trata? ¿De cultivar la falsedad y el filisteísmo? ¿Del todo vale del fundamentalismo católico apostólico?

No estoy ducho en estos menesteres e ignoro si la desobediencia civil incluye en algunas de sus derivadas la desobediencia auditiva y visual. Si fuera así, y no parece ilógico que lo fuera, la tercera autoridad del Estado merece una respuesta ciudadana a la altura de sus comentarios y actuaciones: por qué no cerramos los oídos, tapamos nuestros ojos, y hacemos que cualquier intervención del Presidente del Congreso sea un simple bla-bla-blá asignificativo y sin audiencia.

No sería obrar de forma inconsistente y descortés. De hecho, desde un punto de vista estrictamente analítico, su decir es siempre un no decir, un hablar por no callar, un atizar con el mazo sectario del que se cree portador de una razón sin dudas y de las descalificaciones anexas. En síntesis, la práctica de un cuidadoso descuido al informar, atender e instruir a la razón pública.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.