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Palestina, imagen y realidad

Fuentes: Revista Pueblos

Pocos conflictos han generado tantas noticias y durante tan continuado espacio de tiempo como el palestino-israelí. Los términos campo de refugiados, Estado judío, OLP, Intifada, asentamiento, territorio ocupado, proceso de paz, forman parte del «paisaje informativo» en el que la mayoría de nosotros hemos crecido. De modo que no es preciso ser una persona especialmente […]

Pocos conflictos han generado tantas noticias y durante tan continuado espacio de tiempo como el palestino-israelí. Los términos campo de refugiados, Estado judío, OLP, Intifada, asentamiento, territorio ocupado, proceso de paz, forman parte del «paisaje informativo» en el que la mayoría de nosotros hemos crecido. De modo que no es preciso ser una persona especialmente leída, viajada o simplemente interesada en el tema, para tener una opinión de lo que ocurre allí, en ese rincón del mundo, al otro lado del Mediterráneo. En la mayoría de los casos esa opinión, basta hacer la prueba y preguntar, se traduce en un «eso no hay quien lo entienda», «eso no tiene arreglo» o, siguiendo el modelo de comentario con pretensiones históricas, «eso lleva así desde tiempo inmemorial y… no hay quien lo arregle, no hay quien lo entienda».

El lenguaje sirve tanto para describir la realidad como para escamotearla, eso es algo que siempre han sabido los gabinetes de prensa y los expertos en comunicación. Los hechos se ocultan mejor tras muros de palabras que con el silencio.

Importancia del discurso

El drama de Palestina que no tiene nada de inmemorial, sino que tiene fecha de origen y responsabilidades concretas, comenzó, antes de con los fusiles y las bombas, con el lenguaje. Primero se creó el discurso, la narrativa de la historia el expolio y la ocupación de la tierra vino después. Las razones económicas y estratégicas o, dicho de otro modo, los intereses coloniales, que sin duda fueron causa determinante de la catástrofe que se abatió sobre la población de Palestina, no bastan para explicarlo en toda su dimensión. A veces, para entender lo que ocurre, no basta con preguntarse el porqué, hay que preguntarse también el cómo.

Y el cómo tiene mucho que ver con el caldo de cultivo histórico y cultural de Occidente en el que el discurso negacionista de la realidad y la existencia de Palestina prendió tan fácilmente. Dicho de otro modo, el caldo de cultivo fue el pensamiento colonial que despoja al «otro» (los palestinos eran y son árabes, nuestro «otro» por excelencia) de humanidad o al menos del mismo tipo de humanidad a la que pertenecemos nosotros. O que nos pertenece a nosotros. Esa mirada colonial que cosifica al otro y lo despoja de su condición de sujeto permitió convertir la realidad de Palestina en un simple obstáculo para los intereses estratégicos de las grandes potencias del momento. Palestina, su existencia, se convirtió en cuestión a resolver.

Un reclamo bíblico y dos eslóganes publicitarios presidieron los primeros pasos del avance sionista y su contraparte, el expolio palestino: «La tierra prometida por Yahve» era el mito; «una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra» e «Israel hará florecer el desierto», los ejes de la campaña propagandística.

Resulta significativa la naturalidad con la que un mito y dos falsedades fácilmente comprobables como tales, adquirieron categoría de hechos y su eficacia para ocultar la realidad de la Palestina de entonces y configurar la percepción de lo que vino después.

Palestina no era una tierra ignota y desconocida, su historia estaba documentada y hasta se podría decir que de manera mucho más rigurosa que la de otras zonas del mundo. Se sabía que había un pueblo en Palestina, había censos de sus habitantes, registros de la propiedad, contratos comerciales, periódicos; sus gentes y sus paisajes habían sido descritos por escritores y viajeros, se sabía que Palestina no era un desierto ni un espacio vacío. Se sabía que había una sociedad de comerciantes, campesinos, hombres de negocios, escritores, poetas, ricos y pobres, conservadores y progresistas, con memoria histórica y aspiraciones de futuro. Un pueblo en fin. Y sin embargo…

Asalto a la historia

El primer robo de Palestina fue el robo de su historia, y su sustitución por un relato bíblico que nos resulta afín y que en forma de «historia sagrada» (término contradictorio de raíz, la historia por definición no puede ser sagrada) hemos aprendido en la escuela. La necesidad de establecer una continuidad de sentido entre el mítico tiempo bíblico y el tiempo actual requirió borrar la historia real de Palestina ya que el relato de su pasado cuadraba mal con el discurso excluyente del movimiento sionista. De ahí el sentido radicalmente político que la arqueología adquiere en Israel y el escaso interés, por no decir la voluntad de ignorar los vestigios del legado histórico de Palestina, sea griego, fenicio, romano, bizantino y, por supuesto, árabe. También explica la extrema y airada reacción del gobierno israelí y de su incondicional valedor Estados Unidos a la reciente admisión de Palestina como miembro de pleno derecho en la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).

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Fotografía: Gladys Martínez (flickr.com).

En la operación de limpieza étnica que se llevó a cabo en los meses previos y posteriores a la creación del Estado de Israel no sólo se trataba de vaciar el territorio de población árabe, sino de eliminar las huellas de su presencia y su pasado, por eso, tras la expulsión de sus habitantes se procedía a destruir los pueblos y borrar sus nombres del mapa. Como la arqueología, la toponimia es también cuestión política en Israel.

Se puede aducir que todo esto es cosa del pasado y que la realidad de Palestina ahora es otra: la de los territorios ocupados, el muro, los asentamientos, las negociaciones, el proceso de paz, el bloqueo de Gaza, la división interna. Y es cierto, no es cuestión de quedarse anclados en la atroz injusticia que se cometió y que ya no podrá ser reparada del todo, sino de buscar soluciones al menos medianamente justas para el futuro. Pero, si pensamos que la más reciente condición que el gobierno israelí trata de imponer a la parte palestina es el reconocimiento, no ya de su legitimidad como Estado, sino como «Estado judío», y que tal reclamación no ha provocado alarma ni apenas reacción en los estamentos políticos y en los medios de comunicación occidentales, advertimos hasta qué punto perduran los mismos mecanismos de percepción que en su momento favorecieron la lógica de la limpieza étnica y la eliminación de la población «no judía» de Palestina en aras de la creación de Israel.

La pretensión de que se reconozca a Israel como «Estado judío» que arrambla con el concepto de ciudadanía al margen de la condición religiosa o racial que desde la revolución francesa se fue asentando en Europa, no suscita escándalo ni se denuncia como un atentado contra la base misma de la democracia. Como tampoco en su momento provocó escándalo el absurdo argumento de la «promesa bíblica» o la falacia de «una tierra sin pueblo». No estamos en terreno virgen, el terreno está contaminado.

El lenguaje como arma

En el caso de Palestina el lenguaje ha sido siempre un arma de primera. Hay que preguntarse cómo se ha conseguido que al hablar de » violencia» y , en el discurso diplomático, de «la necesidad de acabar con la violencia», esté sobrentendido que se habla de «violencia palestina» (tanto la del terrorista suicida como la del niño que lanza piedras al ejército israelí) pese a que los datos y las cifras de la realidad reflejen que la violencia cotidiana de la ocupación es incomparablemente más mortífera y atroz. Claro que esa violencia, que se traduce en un goteo de muertos constante, rara vez, a no ser que sean más de 10 muertos de una sola vez, merece un titular destacado en la prensa o la apertura de un informativo. Y hay que preguntarse también por qué el termino ocupación aparece en contadas ocasiones y el término fuerzas de ocupación está prácticamente desaparecido, o por qué se habla de colonias ilegales como si hubiera algunas legales, asumiendo el lenguaje del ocupante y desechando el lenguaje no del ocupado, sino de la legalidad internacional.

Si en una crónica sobre una operación militar en Cisjordania encontramos, en vez de ejército o fuerzas de defensa israelíes, que es lo habitual, el término «fuerzas de ocupación israelíes», inmediatamente deducimos que el periodista es «propalestino». No digamos si en referencia a Jerusalén oriental alguien se atreve a decir: Jerusalén ocupada. Y, sin embargo, según la legislación internacional, Jerusalén oriental es territorio ocupado y el ejército israelí en Cisjordania es una fuerza de ocupación. La mera descripción de los hechos nos extraña, suena a parcial. Y provocará, seguramente, una airada protesta de la embajada israelí ante la dirección del medio y la consiguiente acusación de «antisemitismo» contra el audaz periodista quien, muy probablemente, se lo pensará dos veces antes de emplear en la próxima crónica, si hay próxima crónica, términos que, por precisos y ajustados a la legalidad, se salen de la corriente habitual.

En el mundo occidental, las críticas a Israel, incluso en momentos en los que las imágenes de las atrocidades cometidas por su ejército golpean la sensibilidad y la conciencia de la opinión pública, suelen mantenerse en el terreno de «denunciar el abuso, no el uso». Y así se habla de respuesta desproporcionada cuando se trata, por ejemplo, del ataque contra Gaza de diciembre de 2008-enero 2009 o la invasión de Líbano de julio de 2006 con sus atroces cifras de muerte y destrucción, lo que lleva implícito la asunción de la versión israelí por la que todas sus acciones ofensivas, desde el bombardeo masivo de un campo de refugiados a la invasión de un país vecino, son «defensivas». La perversión del lenguaje es más peligrosa cuando se produce «naturalmente» sin conciencia de que se pervierte. Cuando simplemente sigue la corriente. Y la corriente, aunque haya saltos y turbulencias esporádicas, va en la dirección marcada por el discurso israelí que, aún con diferencias de grado y matiz, es también la versión de Occidente.

Objetividad, cuestión clave

Y llegamos a una cuestión crucial en la información y la comunicación: la objetividad. Lo más fácil es zanjar el tema con aquello de que «la objetividad no existe», que es una manera muy socorrida de lavarse las manos y dejar que las cosas sigan su curso. Es cierto, puede que, como la justicia o la democracia, no exista en sentido absoluto, existe la búsqueda, el esfuerzo de ser más objetivos, más democráticos, más justos. Y ahí sí que hay responsabilidad. Y razones para exigirla.

Objetividad no es lo mismo que imparcialidad, tampoco es equidistancia, no se resuelve equiparando las razones o las versiones de unos y otros. La realidad no es cuestión de versiones. Hay versiones elaboradas para falsear los hechos, para ocultarlos, para justificarlos y que, además de falsas, son muy poderosas, cuentan con grandes tribunas y medios para difundirse y asentarse en la conciencia de las gentes. En el caso de Palestina, la objetividad o el intento de objetividad requiere atravesar la telaraña tejida con silencios, medias verdades y mentiras redondas con la que se ha intentado borrar su pasado y ocultar su presente y mirar los hechos tal como ocurrieron y como ocurren.

No es cierto que lo que no aparece en los medios de comunicación no existe. Lo que ocurre es que sólo existe para quienes lo viven. Parece que sólo les importa a ellos. La realidad del muro, la violencia de los colonos, los controles, el bloqueo, los registros, las detenciones, las incursiones militares diarias, la realidad de la ocupación y, el paulatino e imparable robo de la tierra que día a día tiene lugar en los territorios palestinos, apenas ocupa espacio en los medios de comunicación, así que su existencia es percibida débilmente, casi como un elemento colateral de una realidad que, para nosotros, se define en términos de titulares que hablan de retomar las negociaciones, relanzar el proceso de paz, de la necesidad de acabar con la violencia, en el sentido de que la violencia que obstaculiza la deseada paz es la violencia palestina. No es que los medios mientan a conciencia, al menos no todos y no siempre, lo que ocurre es que la propia dinámica informativa en la que nos movemos nos «lleva» a quedarnos en el terreno de los discursos oficiales y ningunear aquello que ocurre día a día en el terreno de la vida. Pero informar es tratar de contar lo que pasa, buscar los hechos, no las palabras con las que se envuelven. Y en Palestina desde hace mucho tiempo las palabras sirven de velo que oculta la atrocidad cotidiana, la dimensión de la tragedia.

Una cineasta y amiga palestina me dijo un día: «Es cierto que la ocupación no siempre mata pero siempre nos impide vivir».

Hay pocos casos en la historia en los que la tergiversación y la ocultación de la realidad hayan sido tan eficaces como en el conflicto palestino- israelí. Pero, la realidad es muy terca, lo dijo no sé quién y, aunque no la veamos o no queramos verla, actúa. Sigue su curso. Hasta que un día nos sorprende, plantándose delante de nuestras narices.


* Teresa Aranguren es periodista y escritora. Ha sido enviada especial a Oriente Medio para varios medios de comunicación.

Este artículo ha sido publicado en el nº 52 de Pueblos – Revista de Información y Debate – Especial junio 2012: Palestina