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Palestina no está en venta

Fuentes: Rebelión

Durante décadas, los planes de paz han hecho demandas imposibles a los palestinos, obligándoles a rechazar las condiciones que se les ofrecían y creando así un pretexto para que Israel se apodere más de su patria. Jonathan Cook.   Estos días asistimos a otra iniciativa de los poderes occidentales -la última de una larga lista […]

Durante décadas, los planes de paz han hecho demandas imposibles a los palestinos, obligándoles a rechazar las condiciones que se les ofrecían y creando así un pretexto para que Israel se apodere más de su patria. Jonathan Cook.

 

Estos días asistimos a otra iniciativa de los poderes occidentales -la última de una larga lista en un siglo− para imponer sus intereses estratégicos en Oriente Medio y presionar al pueblo palestino para que claudique. La propuesta para que renuncie a su legítima lucha por la autodeterminación y normalice la dominación israelí a cambio de vanas promesas envueltas en dinero viene siendo anunciada pomposamente como el «Acuerdo del siglo» y presentada por Jared Kushner, un rico hombre de negocios judío-sionista cuyo mérito consiste en ser yerno (y ‘asesor’) de Donald Trump.
El 25 de junio Kushner presentó en una reunión realizada en Baréin el ‘componente económico’ del plan, titulado «Paz para la Prosperidad», a manera de adelanto de lo que sería el programa político para alcanzar la paz entre Israel y Palestina, a presentarse próximamente. El orden de los factores revela la estrategia que anima la iniciativa, como si la promesa de supuestas inversiones pudiera sustituir o prevalecer sobre la cuestión política fundamental que está en juego: cómo liberar a Palestina de la ocupación colonial y el apartheid israelíes. El documento anuncia 50.000 millones de dólares (que no se sabe de dónde saldrían; probablemente de las monarquías del Golfo aliadas de EE.UU.) repartidos en 179 proyectos. La mitad del dinero se gastaría en infraestructura palestina durante 10 años, y el resto se repartiría entre Egipto, Líbano y Jordania.
El plan de la familia Trump está de antemano condenado al fracaso por una simple cuestión de credibilidad, como han señalado analistas y dirigentes palestinos: ¿qué de bueno se puede esperar de un gobierno estadounidense que no ha hecho otra cosa que llevar el apoyo a Israel a niveles desconocidos en la historia de EE.UU., reconociendo a Jerusalén como su capital, cortando la ayuda económica y humanitaria a Palestina y a la UNRWA (organismo de Naciones Unidas que provee salud y educación a cinco millones de refugiados/as palestinos/as), clausurando la oficina de la OLP en Washington, reconociendo la soberanía israelí sobre los Altos del Golán sirios (ocupados desde 1967), nombrando como enviado (Jason Greenblatt) y embajador (David Freedman) a ultrasionistas fanáticos, defensores a ultranza de la colonización y la anexión, y afirmando recientemente -por boca del mismo Kushner− que los palestinos no son capaces de gobernarse a sí mismos? La Administración Trump no ha hecho otra cosa en estos dos años que tomar medidas para humillar al pueblo palestino y forzarlo a la sumisión.
El historiador palestino Rashid Khalidi criticó justamente la arrogancia neocolonial del plan Kushner, recordando que hace un siglo (1917) el canciller del imperio británico Lord Balfour le prometía a los ricos dirigentes sionistas crear «un hogar judío en Palestina» con absoluta prescindencia de la opinión o los intereses de la población árabe nativa que habitaba en ese territorio.
Significativamente, el plan estadounidense habla de traer desarrollo económico a la Franja de Gaza y Cisjordania, pero jamás habla de Palestina como entidad (menos aún como Estado), ni tampoco de Jerusalén. Tampoco se mencionan las colonias israelíes ilegales en el territorio ocupado. Se trata claramente de una apuesta (¿invitación? ¿amenaza?) a que el pueblo palestino acepte vivir bajo el dominio de Israel, renunciando a su derecho a la autodeterminación, a cambio de promesas de mejora económica; como si esto no hubiera sido ensayado antes, y como si se pudiera confiar en que Israel va a permitir alguna vez el desarrollo palestino.
En efecto, el analista Ali Abunimah observó esta semana que este plan no es más que un refrito de otras iniciativas del pasado «para una ‘paz económica’: la esperanza de que unas cuantas migajas financieras compren al pueblo palestino para que deje de exigir la liberación y de resistir al sistema israelí de ocupación, colonialismo y apartheid.» En los 1990s cuando se firmaron los tramposos Acuerdos de Oslo, en 2005 cuando Israel retiró a sus colonos de Gaza, en 2008 cuando Tony Blair comandaba el no menos engañoso Cuarteto para Medio Oriente, siempre hubo grandes anuncios de un futuro dorado para el pueblo palestino, en el cual Gaza se convertiría en la Singapur o la Hong Kong del Mediterráno. Ahora Kushner afirma que «Así como Dubai y Singapur se han beneficiado de sus ubicaciones estratégicas y han florecido como centros financieros regionales, Cisjordania y Gaza pueden convertirse en un centro del comercio regional».
Lo que Kushner y los líderes occidentales dejan de lado en sus planes y promesas es el elefante en el salón del que nadie habla: la ocupación colonial israelí y su proyecto de limpiar étnicamente a Palestina (como viene haciendo desde hace más de 70 años bajo la premisa: el máximo de tierra palestina con el mínimo de árabes). En ningún momento del documento «Paz para la Prosperidad» se reconoce que la principal causa de la postración de la economía palestina es la ocupación israelí, que ha convertido a la población ocupada -a pesar de su alto nivel educativo− en un ejército de desempleados dependientes de la ayuda internacional, impidiéndoles trabajar soberanamente su tierra, exportar su producción, controlar sus fronteras, sus ingresos e impuestos, contar con puertos, aeropuerto, sistemas de transporte y comunicaciones independientes (recién el año pasado Israel autorizó la tecnología 3G en el territorio ocupado). En cambio, el lenguaje y la visión del plan consideran a las y los palestinos como consumidores en lugar de ciudadanos/as.
Gaza no puede parecerse a Singapur o Hong Kong porque Israel le impone desde hace 12 años un férreo bloqueo por aire, tierra y mar (además de bombardearla periódicamente) que ha convertido a la Franja en una prisión inhabitable. Como bien ironizó el periodista Joan Cañete Bayle: «La propuesta estrella es construir una autopista elevada entre Gaza y Cisjordania. Kushner, al que no se le conocen ni experiencia ni conocimientos en política exterior, tal vez debería haber hablado con Condoleezza Rice, que perdió semanas de inútil ‘shuttle diplomacy’ tratando de acordar algo mucho más modesto: un servicio de autobuses entre Gaza y Cisjordania. Fracasó, claro.»
El plan de Kushner no dice una palabra sobre la responsabilidad israelí en el despojo de décadas que sufre el pueblo palestino. A las restricciones a la libertad de circulación de personas y bienes les llama «desafíos de infraestructura», a lo cual responde Abunimah: «No, Jared: es una ocupación militar, no un ‘desafío logístico’.» Y recuerda que el Banco Mundial (difícilmente sospechoso de ser pro-Palestina) estima que «si se permitiera el desarrollo de empresas y granjas en el Área C −el 60 por ciento de Cisjordania, bajo total control militar de Israel−, ello añadiría hasta un 35 por ciento al PBI palestino.» Y remata: «Si Kushner realmente quisiera aumentar drásticamente el PBI palestino, no se necesitarían 10 años ni miles de millones de dólares. Todo lo que se necesitaría, para empezar, es que Israel ponga fin a sus severas restricciones sobre los sectores palestinos que trabajan, desarrollan empresas y cultivan sus tierras en Cisjordania y la Franja de Gaza ocupadas.»
El rechazo palestino a la iniciativa ha sido unánime. A diferencia de las anteriores, esta vez EE.UU. no consiguió cooptar a los decadentes dirigentes de la Autoridad Palestina, que no le perdonan a Trump lo de Jerusalén (un límite que ningún palestino osaría cruzar). Kushner se quedó sin la foto de abrazos normalizadores en Baréin, pues debido a la ausencia palestina tuvo que des-invitar a los dirigentes israelíes. Incluso socios complacientes de EE.UU. como Jordania, Egipto y la Unión Europea enviaron a representantes de muy bajo rango. El gobierno del Líbano (que a diferencia de sus vecinos no mantiene relaciones diplomáticas con Israel) también hizo saber que las promesas financieras del plan no van a comprar a su país, aunque por razones particulares: Líbano no está dispuesto a recibir dinero a cambio de aceptar definitivamente al medio millón de refugiados/as palestinos/as que viven allí; algo que la misma población palestina refugiada rechaza, pues no está dispuesta a renunciar a su derecho al retorno.
Todo indica que el cacareado plan de los Trump, presentado en Baréin como «la oportunidad del siglo», será enterrado como otras iniciativas fracasadas. Y los dirigentes israelíes aprovecharán para volver a acusar a los palestinos de «no perder la oportunidad de perder la oportunidad», intentando hacer creer al público occidental que los oprimidos son los responsables de su desgracia por haber rechazado todas y cada una de las «generosas ofertas» de sus opresores. Como suele suceder cuando del discurso sionista se trata, la realidad es todo lo contrario a lo que se afirma: Israel y sus aliados nunca han presentado una propuesta honesta que contemple los intereses y derechos fundamentales del pueblo palestino; y mal puede acusarse de intransigentes a quienes llevan tres décadas dispuestos a renunciar al 80 por ciento de su territorio histórico (con el aval de sus vecinos árabes) a cambio de un poco de paz.
En Palestina y los países vecinos hubo esta semana grandes movilizaciones y protestas -marcadas por la unidad de todas las facciones y sectores− en rechazo a la reunión de Baréin y a las pretensiones normalizadoras de Trump y su yerno, calificándolas de «la cachetada del siglo». La consigna más escuchada ha sido «Palestina no está en venta». Y es que como observara recientemente Marwan Bishara, los gobernantes árabes pueden estar dispuestos a vender a Palestina, pero el pueblo árabe no lo está.
Con Arabia Saudita a la cabeza, esos regímenes dictatoriales, que reprimieron las revueltas de sus pueblos en la llamada Primavera Árabe, son los más dispuestos a normalizar sus relaciones con Israel y a complacer a EE.UU. en la disputa con Irán por la hegemonía regional. Pero incluso estos acérrimos enemigos reivindican por igual la causa palestina -aun de manera oportunista−, precisamente porque saben de su popularidad entre las masas árabes, que durante un siglo han estado inequívoca e incondicionalmente junto a ella.
Durante décadas, Palestina ha sido un símbolo de resistencia contra la hegemonía y la dominación extranjera, ya sea británica, francesa o estadounidense, sostiene Bishara. «Una y otra vez las calles árabes se han levantado en solidaridad con Palestina ocupada y en reacción a su propia ocupación interna.» Por eso la pretensión de Trump de disolver la causa palestina de una vez por todas, «es muy posible que reúna a palestinos/as, árabes y musulmanes contra sus políticas y lacayos en Oriente Medio.» De ser así, será el momento para Trump de lamentar su política temeraria hacia Palestina. Es solo cuestión de tiempo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.