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Palmira: bajo las palmeras, la rabia

Fuentes: Cetri

La emoción con la que la «comunidad internacional» está reaccionando ante la toma de Palmira por el Estado Islámico (EI) remite a un etnocentrismo pavloviano ya mostrado en otras ocasiones. Cuando se trata de Medio Oriente, en su gran mayoría, los dirigentes políticos, los intelectuales autoproclamados y los militantes europeos, tanto de derechas como de […]

La emoción con la que la «comunidad internacional» está reaccionando ante la toma de Palmira por el Estado Islámico (EI) remite a un etnocentrismo pavloviano ya mostrado en otras ocasiones. Cuando se trata de Medio Oriente, en su gran mayoría, los dirigentes políticos, los intelectuales autoproclamados y los militantes europeos, tanto de derechas como de izquierdas, no les importan los «musulmanes» o «árabes» de carne y hueso. Lo que logra movilizarles como un solo hombre es la preservación del patrimonio antiguo y, sobre todo, preislámico y preárabe. «Su» sangre, «sus» piedras, pueden quedarse con ellas. Con tal de que no se toquen «nuestra» sangre y «nuestras» piedras.

Este 21 de mayo de 2015, apoderándose de la milenaria ciudad siria de Palmira, el Estado Islámico ha sacado de su hastío a todo lo que hay en el Occidente cristiano de hacedores de opinión, plañideras profesionales y arqueólogos, en algunos casos patentados por el régimen baasista sirio. ¡Diablos!, es que se trata de una ciudad no solo estratégica sino también de un lugar arqueológico que da fe de las civilizaciones preislámicas que allí se sucedieron: cananea, aramea, asiria, griega seleúcida, romana, persa sasánida y finalmente la bizantina.

Cómo no quedarse estupefacto ante el hecho de que, en los informes y reportajes consagrados a esta nueva y dramática conquista del Estado Islámico, el legado arqueológico arabo-islámico de Palmira sea raramente evocado. Cerca de catorce siglos de civilizaciones omeya, abasida, ayubida, mameluca y otomana son ignorados. No hay entonces que extrañarse de que la gente en nuestras latitudes no conozca más que el nombre griego de Palmira y no su denominación autóctona, una denominación semítica que ha permanecido prácticamente sin cambios durante cuatro milenios. Tadmôr en cananeo, Tadmôrtâ en arameo y Tadmor en árabe.

«Tadmor… Tadmor…» Para millones de sirios, solo la evocación de este nombre provoca estremecimiento. Desde la llegada al poder del partido Baas en 1963 y desde el control del clan Assad sobre el régimen en 1971, Tadmor es sinónimo de infierno sobre la tierra. Situada en pleno desierto, apartada de las zonas pobladas de la llanura costera, del rift sirio-palestino y de la frontera turca, Tadmor abriga desde hace un siglo una prisión en su origen construida por el ocupante francés. Esta prisión se convirtió bajo el régimen baasista en un complejo concentracionario en el que, desde hace medio siglo, decenas de miles de presos políticos o supuestos presos políticos (comunistas, islamistas, nacionalistas, militantes de los derechos humanos, etc) han sido torturados, a veces hasta la muerte, o ejecutados, individual o masivamente (https://www.amnesty.org/fr/documents/MDE24/014/2001/fr). Todo esto a corta distancia de los yacimientos arqueológicos de «Palmira», destino turístico occidental y divino maná de divisas para el régimen.

La apoteosis del horror se alcanzó el 27 de junio de 1980, tras una tentativa fallida de asesinato contra el presidente Hafez al-Assad. Miembros de las unidades de las «Brigadas de defensa» /1, de Rifaat al-Assad, tío del actual presidente, tomaron el centro penitenciario y ejecutaron allí sin ningún proceso a cerca de un millar de detenidos. Cerrado cuando Bachar al-Assad llegó al poder en 2001, el campo de Tadmor fue puesto de nuevo en funcionamiento tras el desencadenamiento de la revuelta siria en febrero de 2011.

No es la primera vez que, desde el desencadenamiento de la revuelta siria, su represión indiscriminada por el régimen baasista y el auge del Estado Islámico, las opiniones públicas occidentales comulgan colectiva y mediáticamente sobre un lapsus mórbido: «Su sangre (árabe) no vale lo que nuestras piedras».

El 24 de julio de 2014, inmediatamente después de haber tomado el control de Mosul (la antigua Nínive), milicianos del Estado Islámico dinamitaban la tumba del profeta Jonás. Desde hace muchos siglos, este santuario islámico -como muchos otros santuarios proféticos del Creciente fértil, era considerado como el lugar de la sepultura de uno de los doce Profetas «menores» reconocidos conjuntamente por los tres monoteísmos abrahámicos: la Miqra (judía), el Nuevo Testamento (cristiano) y el Corán (islámico). Hasta su destrucción por Daesh, la tumba de Jonás fue también un destino de peregrinación para todo lo que Medio Oriente tiene como grupos etnoconfesionales: los árabes (sunitas, chítas y cristianos), los kurdos (sunitas y chiítas), los arameos (cristianos), los turkmenos o azeríes (sunitas y chiítas) y finalmente los judíos (orientales y «kurdos»).

Pero, hasta ahora, los europeos parecen más interesados y conmocionados por una violencia «daeshista» metódica, cínica y lucrativamente puesta en escena en contra de las antigüedades y minorías orientales (no árabes y no musulmanas) que por la violencia fría, pero muy discreta y «limpia» desplegada por el régimen baasista contra sus opositores, sin distinción.

Desde hace más de cuatro años, la «máquina industrial de muerte» del régimen de los Assad se ha movilizado plenamente contra sus propios ciudadanos, pero también contra su herencia cultural (hay que pensar en la suerte de ciudades como Alepo, Hama y Homs) árabe y no árabe, islámica y no islámica, etc.

En Siria, tras cuatro años de un ciclo de revuelta popular no armada, de represión indiscriminada y masiva, de insurrección armada, de guerra civil y de ingerencia extranjera (Hezbolá, Irán, yihadistas sunitas, petromonarcas del Golfo, etc.) el balance es estremecedor: 210.000 muertos (de ellos 75.000 civiles), 130.000 «desapariciones» (en las fosas baasistas), 5 millones de desplazados y desplazadas en el interior de Siria y 3,5 millones de refugiados fuera de las fronteras sirias… Hay que recordar que, en 2011, la población siria estaba estimada en unos 23 millones de personas.

Los árabes y los musulmanes no son los últimos en vivir un calvario bajo el yugo del régimen baasista y del Estado Islámico. Pero además, de la mano, estas «máquinas de guerra» conjugan sus esfuerzos para aniquilar lo que queda aún de un Medio Oriente multisecular, multiétnico y multiconfesional. Ciertamente, este Medio Oriente estaba lejos de ser idílico, pero tenía al menos el mérito de ser una realidad cultural. El mérito de existir. Sencillamente.

Arrasando emplazamientos históricos inmemoriales, destruyendo toda huella de un pasado plural (aunque a menudo conflictivo) y asesinando a cualquiera que encarne el pluralismo, la memoria, los derechos cívicos y la justicia, estas dos monstruosidades «políticas» están a punto de erradicar todo germen de futuro para el mundo árabomusulmán y sus minorías.

Europa conoció un proceso suicida similar durante las Cruzadas, las guerras confesionales (1566-1648), las dos guerras mundiales y las guerras yugoeslavas. Pero nuestras sociedades «ilustradas» y «postmodernas» sufriendo manifiestamente de un problema de sordera, hacen rimar Historia con Amnesia más que con Memoria.

La gran mayoría de nuestros dirigentes europeos, de nuestros «intelectuales» y de nuestros militantes «antiimperialistas» (tanto de extrema derecha como de extrema izquierda) se desentienden de las personas «musulmanas» y «árabes» de carne y hueso. Salvo cuando se trata de palestinos agotados por cuarenta y ocho años de ocupación y de colonización israelíes o amontonados en campos de refugiados sobrepoblados en los territorios palestinos ocupados por Israel o en países vecinos como… Siria.

¿Por qué pues la opinión pública occidental debería preocuparse de las viejas piedras «islámicas» o «árabes»? Plantear la pregunta es responderla…

 Notas 

1/ ´Las mismas que iban a participar en la masacre de Hama en febrero de 1982, masacre cuyo balance está estimado en un mínimo de 20 000 muertes por Robert Fisk, un periodista británico sin embargo poco sospechoso de hostilidad hacia el régimen baasista.


 Traducción de Faustino Eguberri – Viento Sur

Fuente original: http://www.cetri.be/