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El dibujante Carlos Giménez muestra una minuciosa labor de introspección e historia en su última obra

Paracuellos, territorio sin ley

Fuentes: Rebelión

Paracuellos, territorio sin ley Qué artes tenemos para el exterminio y qué ciencia para extirpar recuerdos! Pablo Neruda Rancias damas del Auxilio Social -repartidoras de aceite de ricino y cortes de pelo- y falangistas valerosos, repeinados como su señorito, asesinos de la Santa Cruzada, por el imperio hacia Dios, España siempre una, grande y libre […]

Paracuellos, territorio sin ley

Qué artes tenemos para el exterminio
y qué ciencia para extirpar recuerdos!

Pablo Neruda

Rancias damas del Auxilio Social -repartidoras de aceite de ricino y cortes de pelo- y falangistas valerosos, repeinados como su señorito, asesinos de la Santa Cruzada, por el imperio hacia Dios, España siempre una, grande y libre (liberada); los militares de baja graduación, ascensos y galones por méritos de guerra, brillantes correajes y fijador, recorrían los pueblos intimidando a la gente, a las mujeres jóvenes; viudas con estanco, la esencia del régimen, el gallardo moño arribaespaña y docenas de profesores universitarios de derecho, latín, historia, química orgánica, geografía, matemáticas o lengua sin bachiller ni conocimiento alguno vestidos de camisa azul, pantalón blanco o negro, el yugo y las flechas en la solapa y en los edificios oficiales; intelectuales aprovechados, vividores y miserables -algunos hoy, desde la socialdemocracia, reivindican (sic) su aportación al proceso constitucional de 1978- que se pasaron media vida alabando la guerra contra los rojos, Franco estratega y hombre de paz, César visionario, para luego girar al sol de la nueva prebenda; sus nombres escuecen todavía en el recuerdo: Pedro Descargo de conciencia Laín, Tovar, Ridruejo, Sánchez Mazas, Panero, Rosales y tantos otros; mientras estos arribistas hacían pasillo en busca de embajadas y cátedras, dinero fácil para sus publicaciones de mierda y laudatios, el miedo de los huérfanos, sus padres muertos o encarcelados, se extendía por los colegios, media-pensión para los pobres, pavor en los orfanatos, bajo la atenta mirada de la Sección Femenina, Pilarín -la hermana del Ausente- y las suyas, monjas-alférez de la España nueva, expresión real -tocada de fervor místico y juegos sexuales de cilicio- de la violencia gris, ruin y zafia de la dictadura fascista, franquista, nacional-católica. Poco importa su denominación pese a que la teoría política y el revisionismo de academias de cartón quieran hacer bandera en congresos y ponencias de estas disquisiciones. Muchos diputados de la CEDA ya eran, antes de 1933, fascistas y protomátires. El hambre y las enfermedades, los robos cotidianos, humillaciones, sabañones y la imposibilidad de mirar a los ojos, de frente, no fuera que apareciera algún reproche que acarreara castigo. Recuerdo cómo a algunas mujeres les hacían limpiar los suelos de las cárceles, de los colegios y las iglesias con la bandera tricolor. Aquello era la representación diaria, Las criadas, del terror, el terror de estado, el terror institucional. Después de la guerra, que fue dura, vino una piorrea eterna, casi cuarenta años, casi cuarenta años de infección que pesan sobre la espalda de un pueblo como cuarenta infiernos, cuarenta círculos de odio. Muchas obras han reflejado el drama español, esta eterna velada de Benicarló de niños yunteros; pocos, en realidad, con el acierto semántico y la singularidad expresiva, la fuerza narrativa y la riqueza de sórdidos matices de las historietas de Carlos Giménez y su Paracuellos, que reedita ahora -un magnífico volumen con el título Todo Paracuellos, reivindicativo prólogo de Juan Marsé- la editorial Debolsillo.

Niños con las rodillas raspadas de jugar, de correr por los patios gélidos de Castilla, siempre hacía frío, escapando de sí mismos, de las lecciones de salvaje machismo de los falangistas y del vicio sordo (y sucio) de las administradoras, legionarias, de la Sección; los niños y los inexistentes brazos de sus madres, no siempre había visita, los rostros sorprendidos de bofetadas; niños cuya única ilusión consistía en chupar y pasar al compañero un mendrugo de pan o una galleta o un trozo de membrillo o una sonrisa o una lágrima, abandonados y solos, muchos pasaron de la infancia a la adolescencia bajo el manto del Auxilio Social, palizas en lugar de merienda; Paracuellos, metáfora de la niñez de un pueblo, huella del drama español e historia común. Aquellos barros traen lodos tan increíbles como, por ejemplo y sin que nadie se extrañe, la presencia en el Senado de Manuel Fraga, ministro de Franco en los sesenta, por destacar sólo un caso. ¿Se imaginan que un colaborador de Hitler, uno de sus ministros, hubiera sido diputado en el parlamento alemán? España debe ser diferente, decía el lema de los Paradores Nacionales, de tan agradable recuerdo para este atroz funcionario.

En el siglo XXI se habla mucho de terrorismo. Estará de moda y dará juego a la estrategia del capitalismo. Pero nadie recuerda -nadie quiere recordar- un régimen, jaleado por la iglesia católica, de terror abierto y declarado como el que destruyó la esperanza de modernidad surgida de las elecciones de febrero de 1936. Se vivía en el desmán permanente, sostienen los herederos de la victoria, y el ejército nacional trajo la paz. El olvido que la fórmula de la transición consagró acarrea muchas consecuencias. Este desconocimiento de la historia común es la principal causa de nuestra extraña forma de vivir y de votar, una ignorancia amplia y profunda, que inunda, rayo que no cesa, la identidad de una sociedad que se pretende libre (una ilusión más del consumo). En ese oscurantismo anida el germen de la mentira y la manipulación. En ocasiones, un libro se hace necesario, un aldabonazo seco en la memoria, y ayuda a recordar de dónde venimos y quiénes somos, qué ocurrió. Este es el caso del minucioso trabajo de introspección e historia -dramático dibujo y texto sobrio- de Todo Paracuellos de Carlos Giménez.