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Paul Bowles, cien camellos en el patio

Fuentes: Rebelión

A finales de los años cincuenta, durante uno de sus frecuentes viajes, Paul Bowles llegó a Las Palmas de Gran Canaria. Allí le entregaron un telegrama anunciándole que su mujer, Jane, había tenido una hemorragia cerebral. Una década después, cuando estaba escribiendo sus peculiares recuerdos (Whitout stopping, publicado entre nosotros con el título igualmente preciso, […]

A finales de los años cincuenta, durante uno de sus frecuentes viajes, Paul Bowles llegó a Las Palmas de Gran Canaria. Allí le entregaron un telegrama anunciándole que su mujer, Jane, había tenido una hemorragia cerebral. Una década después, cuando estaba escribiendo sus peculiares recuerdos (Whitout stopping, publicado entre nosotros con el título igualmente preciso, pero más evocador, de Memorias de un nómada) anotó que aquel aviso era un inquietante mensaje: «Yo no lo sabía entonces, pero los buenos tiempos habían terminado». Le quedaba todavía mucha vida por delante (¡más de cuarenta años!), que ocupó, como antes, en su existencia errante, en sus libros y obras musicales y en aspirar la fragancia extraña de una ciudad, Tánger, que había dejado atrás para siempre sus años de gloria, como creía que pasaría con el tiempo que a él mismo le restaba por vivir.

Ahora, que hace una década que Bowles nos dejó, y un siglo desde que, en diciembre de 1910, naciera en Nueva York, podemos verlo en las imágenes del documental de Gary Conklin, rodado en 1970, en el breve cortometraje de Mohamed Ulad Mohandy, de 1993 (Un americano en Tánger), y en los cuarenta minutos que grabó Jennifer Baichwal en la casa del escritor, poco antes de que éste muriera, donde Bowles nos habla de su vida, de sus fracasos, de la gente con la que se relacionó, de su vida nómada. También lo vemos en las fotografías de su casa, o en el pequeño ático de Nueva York, y en un burdel marroquí abandonado, y en la playa de Merkala, o escribiendo en la pequeña isla que compró en Ceilán; y en el retorno a Nueva York en 1995, o en las imágenes que se guardan en la Universidad de Delaware. Fue músico durante toda su vida. Compuso óperas y zarzuelas, ballets, música para el teatro y para el cine, música de cámara y obras para piano, y muchas canciones (entre ellas, siete «españolas»: hablaba castellano perfectamente y siempre estuvo muy interesado en García Lorca). De hecho, Bowles compuso hasta el final de su vida. Sin embargo, lo recordamos más como escritor, sobre todo desde que la película de Bernardo Bertolucci, El cielo protector, estrenada en 1990, pusiese sus libros de renovada actualidad para el público.

Paul Bowles tuvo una infancia peculiar, obligado a la fletcherización (¡tenía que masticar cuarenta veces cada bocado!), forzado a soportar a un padre tiránico e intolerante que le maltrataba, y que consideraba que todo placer era el camino hacia la destrucción. Tenía ascendencia alemana por una rama de su familia, y una de sus abuelas tenía inclinación a la teosofía. Pese a todo, su abuelo paterno era un hombre aficionado a la lectura, que aprendió francés e incluso castellano, y que había luchado en la guerra civil norteamericana, por lo que explicaba a su nieto el constante cambio de lugares que soportó: «Hubo años en los que no dormí dos veces en la misma ciudad». Algo de esa peripecia vital quedó grabado en la infancia de Bowles, que pensaba que eso, no dormir dos veces en el mismo lugar, debía ser la vida perfecta. Su infancia transcurre entre la casa neoyorquina de De Grauw Avenue y el pueblo de Jamaica, en Long Island, rodeado de otros personajes singulares, como su tía Adelaide, hermana de su padre, que trabajaba en la biblioteca pública de la Quinta Avenida y vivía en un «apartamento japonés» en Greenwich Village, y cuyos bibelots excitaban la curiosidad del niño Bowles. Le alcanzó la epidemia de «gripe española», como a toda su familia, que, por fortuna, pudo superar, aunque se llevó a la tumba a su apreciada tía Adelaide.

Bowles se interesó pronto por los atlas, por el jazz, aunque no sin la férrea oposición de su padre, que consideraba una bazofia esa música, y por la literatura (leyendo a Gide, por ejemplo, siendo apenas un muchacho), o escuchando a Stravinski, cuyo Pájaro de fuego le entusiasmó, y a Prokofiev o Duke Ellington. El entusiasmo juvenil le llevó a enviar poemas a una revista francesa, transition, que, para su gran sorpresa, se los publicó, cuando tenía apenas dieciocho años, y, poco interesado en los estudios, empezó a trabajar como recadero en un banco, mientras se deleitaba con largos trayectos en las líneas de metro que circulaban por pasarelas elevadas en el bajo Manhattan. Ya tenía el veneno de la literatura y de los viajes inoculado en su cerebro.

Ingresa después en la universidad, en Virginia, y su peculiar e impulsiva forma de entender la vida le lleva a jugarse la existencia con el lanzamiento de una moneda: un lado de la pieza le llevaría a ingerir un frasco de Allonal (un fármaco analgésico, sedante e hipnótico que se fabricaba desde hacía pocos años); el otro, supondría que viajaría a Europa de inmediato. El destino hizo que la moneda se inclinase por Europa: vendió todas sus pertenencias y se embarcó en un buque holandés, el Rijndam, que zarpaba de Hoboken, al otro lado del Hudson,  con destino a Boulogne-sur-Mer, en el canal de la Mancha. Iba sin un céntimo, pero con un libro de Gide, y con otro que se titulaba La hoz y el martillo, como si anunciase la decisión que tomaría unos años después. Cuando llega a París, donde gracias a algunas cartas consigue un pequeño empleo como telefonista en el Herald Tribune, se dedica a pasear por la ciudad, viviendo en hoteluchos llenos de chinches, en una existencia despreocupada y sin objetivos inmediatos, más allá de viajar y ver el mundo. Su ansia de conocer Europa, y la vida, le lleva a abandonar el trabajo y vagabundear por Francia, Suiza, la costa azul, la Selva Negra, y, cuando vuelve a París, consigue otro trabajito en el Banker’s Trust, y conoce a Kay Cowen, una joven norteamericana que le presenta después a Tristan Tzara y que, sobre todo, le inicia en los secretos de una ciudad misteriosa llamada Marraquech, cuyas fotografías le atraen. Tal vez ahí esté el origen de su temprana pasión por el mundo musulmán. También entonces, Bowles inicia su vida sexual, en ambas orillas del ser humano, con un cierto desdén («la defecación y el coito hacen completamente ridículo al ser humano», escribiría), diríase que casi sin pasión. Después, vuelve a Nueva York, pero ya había empezado la comezón de sus viajes, que no se detendrían, aunque tendría un asidero permanente en Tánger.

De vuelta en París, conoce a Gertrude Stein en la rue de Fleurus. También, a Ezra Pound, Jean Cocteau, y, en fin, André Gide. En 1931, realiza un viaje a Berlín, una ciudad que le parece «desagradable, vagamente siniestra», donde conoce a Christopher Isherwood y Stephen Spender, e incluso a Jean Ross, la chica que ha quedado en nuestra memoria como la Sally Bowles del Adiós a Berlín, una joven que siempre estaba «fumando Muratti y comiendo bombones». Aprovecha el tiempo, y conoce a Naum Gabo, a Walter Gropius, a Kurt Schwitters, que era «el alemán al que más deseaba conocer» Bowles, y a quien acompaña incluso a seleccionar materiales en un vertedero.

En medio de esa vida improvisada de juventud, Gertrude Stein le recomienda ir a Tánger para pasar el verano, ciudad que la escritora conocía. Bowles decide ir: espera que allí podrá encontrar alguna casa, tal vez alquilar un piano y disfrutar del sol todos los días. No necesita nada más. Cuando llega a Ceuta, tras pasar por Orán, constata que un sentimiento de euforia se ha apoderado de los españoles: hacía apenas unos meses que se había proclamado la Segunda República. Recorre el Rif, y ve que si los españoles son como «italianos locos de remate», los marroquíes son todavía más apasionados. Tánger le atrapa para siempre: es una «ciudad de sueño», donde no hay tráfico, ni radio, ni delincuencia, y su Estatuto Internacional configura una peculiar comunidad, cosmopolita y provinciana al mismo tiempo, donde puede escucharse a las cigarras sentado en un café en el centro de la ciudad. Viaja también a Fez, y se emociona ante las murallas de Fez el Jedid, el jardín de Djenane es Sebir, las norias precarias que gimen mientras recogen agua. Después, recorrerá el país en autobús, verá las increíbles procesiones de miles de personas atrapadas en un éxtasis religioso que lloraban y temblaban en medio de la furia de tambores y que podían tardar dos días en recorrer una distancia de mil quinientos metros en Fez. Es apenas un muchacho, pero se da cuenta de que su vida se encuentra en esas poblaciones que parecen buscar el desierto.

Vuelve a Francia desde Tánger, atravesando España, y en Sevilla acompaña a unos norteamericanos que recorren la ciudad en carruaje arrojando monedas a la población pobre, para burlarse y divertirse; visita el Museo del Prado, en Madrid, en esos meses que estaban construyendo una esperanzada república española. Otra vez en París, en casa de Stein, conoce a Joan Miró, a quien más tarde irá a buscar en Barcelona, a su casa del Passatge del Crèdit. En esa nueva visita a España, otra vez de camino a Tánger, Bowles encuentra los signos de vitalidad y alegría en la población. Cuarenta años después, en 1972, cuando recuerda esas escenas para escribir sus memorias, anota «España estaba viva entonces; no ha vuelto a estarlo.» Conoce también el viejo «barrio chino» barcelonés, donde queda «satisfecho de su depravación».

Recorre el Sáhara, Túnez, Argelia, sin apenas recursos, descubriendo paisajes, durmiendo en casuchas o apriscos, atrapando piojos, husmeando extrañas formas de vida: así, descubre que un hombre puede acostarse con una muchacha en un burdel por apenas quince francos, pero que si renuncia a la cópula y quiere sólo verla bailar desnuda, le costará setenta y cinco; observa la vida diaria de la gente y, también, a los leprosos, a los sifilíticos, a la legión de mendigos que frecuentan algunos lugares, a los desgraciados a quienes han amputado las manos en cumplimiento de la ley coránica.

Cuando regresa ocasionalmente a su país, lo hace forzado por la falta de dinero, y para ello se embarca a veces en viejos buques, soportando incomodidades y bazofias, o vuelve por trabajos que le surgen, relacionados con la música. Pero retorna siempre a África. Viaja por Venezuela, Colombia, recorre California, Nevada, Utah, Nebraska, Wyoming, y llega a Chicago, conociendo una parte de su propio país.

En 1935 se encuentra en Nueva York, y su futuro personal parece comprometido: no tiene trabajo, quiere vivir componiendo música, pero no encuentra oportunidades, y ni siquiera puede viajar. Entretiene su tiempo con largos paseos por los muelles que dan al East River. Sin embargo, su vida está a punto de cambiar. Al año siguiente, gracias a los recursos que Roosevelt había puesto en circulación con el New Deal para combatir la crisis económica, el Programa Federal de Música organiza un concierto con «las mejores composiciones de Bowles». El estallido de la rebelión fascista en España le lleva a participar en el Comité pro España republicana, que estrena una pieza teatral para recaudar fondos –¿Quién libra esta batalla?– escrita por Kenneth White y con música de Bowles, que fue dirigida por Joseph Losey. Consigue después trabajo en el programa 891 de teatro federal, colaborando con Orson Welles. Además, en 1937, conoce a Erika Mann y a «una chica pelirroja muy atractiva» que se llama Jane Auer, de una familia de ascendencia judía alemana y húngara. Con ella, se marcha a México, no mucho después. Ya no se separará nunca de esa joven, aunque se separe, aunque los dos vivan en casas distintas, aunque ambos permanezcan durante meses en continentes diversos, aunque Paul tenga que sobrellevar la ostentación lesbiana de Jane.

Por sorprendente que nos parezca ahora, el pacífico Bowles hace imprimir panfletos en Nueva York (¡que piden la muerte de Trotski!) para llevarlos a México, donde el dirigente bolchevique se hallaba exiliado. Bowles reparte los pasquines por las calles de Monterrey, y participa en las manifestaciones que reclaman la expropiación de las tierras latifundistas. En Ciudad de México, Jane Auer abandona la expedición, y Bowles acaba en Veracruz y Tehuantepec. Todavía tendrá tiempo, a su regreso en barco, de proseguir las tareas de agitación política comunista durante una breve estancia en La Habana. Compone música en su guarida del 2 de Water Street, en Brooklyn, y, en 1938, se casa con Jane Auer, para asombro de muchos, puesto que era lesbiana, y ambos se embarcan en el Kano Maru rumbo a América central. Después, seguirán hasta París, cargados con baúles gigantescos y casi veinte maletas. Jane Bowles, como se llamará siempre a partir de su boda, sigue a su marido en su existencia errante. Tiene también inquietudes literarias.

Los paisajes de Panamá le sirven a Jane para escribir Dos damas muy serias (en el original, Two serious ladies, que se publicó en 1943 con muy malas críticas), y, después de recorrer otros lugares de América central llegan a París, aunque vuelven a Nueva York, reclamado Bowles por Orson Welles, y trabaja en su ópera Denmark Vesey. Los problemas económicos que padecen se agudizan, pero hay otras cuestiones que reclaman más su atención: ambos deciden entonces ingresar en el CPUSA, el partido comunista norteamericano, mientras organizan su vida, instalados en una vivienda de la calle 18. Viajan a México en julio de 1940, cuando el general fascista Juan Andreu Almazán amenaza con llegar a la presidencia, y presencian los enfrentamientos a tiros que se suceden en la capital durante la jornada electoral. En Acapulco, conocen a Tennesse Williams, con quien iniciarán una larga y profunda amistad.

En 1941, cuando ya Hitler había invadido la Unión Soviética, Bowles abandona el partido comunista, sin que en sus papeles mencione diferencias políticas o ideológicas. La razón que alega para hacerlo es singular: como era obvio que Estados Unidos entraría en guerra, «si íbamos a ser aliados de los soviéticos, tendría que dejar el partido». Sin embargo, el gobierno de su país no iba a olvidar fácilmente su pasado comunista: casi un cuarto de siglo después, cuando recibe invitaciones para impartir cursos en algunas universidades norteamericanas, Bowles sabe que el FBI pondrá dificultades, y perderá oportunidades profesionales por ello. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, el ejército le llama a filas, pero el informe médico preceptivo lo declara no apto por «personalidad psiconeurótica». Compone para Vigía en el Rin, de Lillian Hellman, y la ópera Así que pasen cinco años, con el texto de García Lorca, mientras Jane consigue terminar su novela Dos damas muy serias.

Estados Unidos entra en guerra, y el pánico entre la población norteamericana crea situaciones ridículas: la radio informa de que San Francisco y Los Ángeles han sido bombardeadas, como si la larga mano de los japoneses que había atacado Pearl Harbor pudiese llegar hasta sus costas del Pacífico. En los meses siguientes, Bowles se relaciona con Marcel Duchamp, Max Ernst, Peggy Guggenheim, y consigue una colaboración regular en el Herald Tribune, donde escribe un artículo diario haciendo críticas de conciertos, aunque sigue pensando que debe dedicar más tiempo a componer, y sueña con escribir, mientras recorre Manhattan con una bicicleta británica. Acaba un ballet, Colloque sentimental, que tuvo un desastroso estreno, y sigue relacionándose en el mundo artístico intelectual, donde conoce a personas como Paul Robeson, Jean-Paul Sartre (un hombre «famoso y de aspecto estrafalario», en palabras de Bowles), John Huston, Thornton Wilder, Hans Richter. Hasta ese momento había compuesto música, traducido al inglés obras de Borges, de Ramón J. Sender, pero no se había atrevido a escribir, así que cuando la revista Partisan Review acepta publicar un cuento suyo («Un episodio distante»), renace en Bowles el deseo de dedicarse a la literatura.

En 1947, ambos todavía viven en Nueva York (en un edificio del 28 West de la calle 10, precisamente el mismo donde también vivió Hammett después de la Segunda Guerra Mundial) pero una noche sueña con una ciudad mágica: la Tánger que había conocido en 1931, y firma un contrato con Doubleday para escribir una novela, recibiendo para ello un anticipo que le lleva a preparar de inmediato el viaje a Tánger. La trama y el argumento de su novela se le ocurren durante un trayecto en autobús por la Quinta Avenida, y el título surgirá de una vieja canción, Abajo entre las palmas protectoras, que había sido muy popular antes de la gran guerra. Bowles había decidido también que la novela se desarrollaría en el desierto del Sáhara: sería El cielo protector. Poco después, se embarcaba en el buque Ferncape hacia Casablanca. Seguiría componiendo música durante toda su vida, pero la literatura lo había atrapado ya para siempre.

Compra una casa en Tánger, y empieza a recorrer el norte de África, otra vez, descubriendo escenas singulares: en un trayecto en tren desde Oujda observó que, en los vagones de cuarta clase, los pasajeros hacían hogueras dentro para calentarse, por no hablar de la inquietante escena que presenció Jane cuando, en el curso de uno de sus viajes por Marruecos, aparecieron decenas de hombres con las caras ensangrentadas y los ojos en blanco que bajaban corriendo por la ladera de una montaña: eran peregrinos de un ritual durante el cual los devotos se comían a dentelladas a un toro vivo en medio de la excitación y la locura. Los primeros años de vida en África son de constantes viajes, sin recalar en ningún lugar fijo, aunque después Paul y Jane se asentarán definitivamente en Tánger, no sin frecuentes viajes a Estados Unidos, a París, Londres, incluso a Ceilán, donde Bowles llegará a comprar, en 1952, una pequeña isla, Taprobane, en la bahía de Weligama, en el extremo sur de Sri Lanka. Vivirá en Ceilán durante meses, y viaja por el sur de la India. A su vuelta, continúa con sus expediciones por el desierto, que en ocasiones duran varios meses, o se va a Bombay, con un amigo, porque consigue un pasaje barato en un buque polaco, y después siguen viaje a Madrás y Kerala, ¡cargados ambos con ochocientos kilos de equipaje! Tras recorrer otras zonas, vuelve a Europa en un carguero noruego que hacía la ruta entre Rangún y Oslo. Poco después, colabora con Visconti, en Senso, y con Tennesse Willians escriben los diálogos de la película.

El cielo protector, trasunto de una parte de su propia vida, iba a tener continuidad. Después de esa novela, en los años cincuenta escribirá obras como Déjala que caiga y La casa de la araña, y en los años sesenta publica también estampas de su vida en Marruecos, Una vida llena de aprietos, La tierra caliente, y un libro de viajes, Cabezas verdes, manos azules. Recopiló relatos como los recogidos en El tiempo de la amistad, de 1967, y después, en 1972, publica Whitout stopping, esas memorias de nómada que hasta 1990 no se tradujeron al castellano, y Relatos completos de Paul Bowles, en 1979, así como Misa de gallo, de 1981, y Dos años al lado del estrecho, de 1990.

La relación con su mujer fue siempre difícil: Bowles ya había observado que Jane abusaba del alcohol, y, además, en 1942, intentó suicidarse, idea que también le rondará por la cabeza a principios de los años cincuenta; por no hablar de su sexualidad. Jane también intentó impedir que fuera a África en 1947 cuando el escritor inicia su romance definitivo con Tánger. De hecho, fueron una pareja en crisis permanente, como Port y Kit Moresby, el matrimonio de El cielo protector, unidos por la desazón, pero también la amistad, por las dificultades económicas, el horizonte ciego de un desierto que guarda los secretos de una vida plena. O, al menos, eso creía Bowles. Después, también Jane viajará a Tánger y se instalará allí, trabando relación con otras mujeres, intentando escribir, e incluso tomando alguna vez majoun -un pastelito, o mermelada, de cannabis-, perturbada con la falta de dinero, cuestión que durante los primeros años en Tánger llenará las cartas que envía a Bowles cuando están separados: «¿Hay servicio de correos en el desierto?», llega a preguntarle Jane, siempre inquieta, siempre buscando a Bowles aunque esté obsesionada con conseguir a otras mujeres, y cuya peculiar psicología introducirá la locura y el deseo de una sexualidad libre en sus libros, creando un universo femenino donde los hombres son siempre personajes secundarios.

Porque Jane, a la que vemos ahora en las fotografías de Tánger, y que confundimos con Debra Winger, porque Bertolucci colonizó nuestra mirada, era una mujer de una sexualidad libre, como Bowles, aunque esa cuestión no tenga la menor importancia, más allá de las huellas que encontramos en sus páginas y de las dificultades que ello creó en su relación personal. Por eso, Jane se enamoró perdidamente de una joven marroquí, Cherifa, a quien llegaría a entregar la vivienda que poseían, y tuvo relaciones con otras mujeres, como con Helvetia Perkins, la misteriosa Cory (de quien desconocemos su apellido, que era una norteamericana casada y con hijos) o la princesa Martha Ruspoli de Chambrun, y lo intentó con otras como con Renée Henry. Podemos leer la novela de Jane Dos damas muy serias y sus relatos de Placeres sencillos, y recordar el afecto que le tenía Truman Capote, sus dificultades para escribir, su falta de disciplina personal, su inseguridad y miedo, su desconcierto. A finales de 1954, por ejemplo, viaja a Taprobane, donde Bowles está escribiendo su novela La casa de la araña, y Jane, que permanecerá varios meses en la isla, se dedica a emborracharse, y padece frecuentes episodios de histeria, soportando los murciélagos que invadían la casa y la isla al atardecer, en vez de trabajar en la obra de teatro que pretendía escribir. Huirá de Ceilán, desesperada.

Además, iría empeorando, y, tras sufrir la hemorragia cerebral, redactando cartas en las que ni siquiera consigue poner las palabras de forma correcta, pugnando por escribir una sola letra, hasta el punto de que, en 1967, Bowles tuvo que ingresarla en un hospital psiquiátrico de Málaga, de donde ya no saldría apenas, hasta su muerte, seis años después. Es a finales de esos años cincuenta, cuando Bowles siente que la vida ha cambiado por completo, aunque ello no impidió que siguieran frecuentando los círculos más cosmopolitas de Tánger. Allí, ambos se relacionaron con escritores norteafricanos como Mohamed Mrabet (de quien Bowles traduce su novela The Lemon) o Mohamed Chukri, y, a lo largo de los años, con amigos como Abdelwahaid Boulaich y Mohammed Temsaman, además de con Truman Capote, William Bourroughs, Allen Ginsberg, Tennesse Williams, Gore Vidal, el fotógrafo Cecil Beaton, Ruth Fainlight, Allan Sillitoe, Jean Genet, Juan Goytisolo, entre otros.

Durante los meses más tensos previos a la independencia marroquí, Bowles y Jane se fueron a Ceilán, donde conocieron a Arthur C. Clarke. Incluso Bowles pudo visitar Japón durante quince días, viendo Kioto, y también, en ruta, Singapur y Hong Kong. Siempre, vuelve a Tánger, y allí recibe a Isherwood, a Francis Bacon, a William Burroughs. Volverá de nuevo a Ceilán, con intención de deshacerse de la isla que había comprado, en un largo viaje que le lleva a rodear África en un barco de la British India Steam Navigation, el Chakdara, oportunidad que le permite conocer la Ciudad del Cabo, y, a su vuelta, en otro barco, recalar en Nairobi y Zanzíbar. Pero, aunque seguirá viviendo en Tánger hasta el final de su vida, todo estaba cambiando. La ciudad había iniciado en 1923 el Estatuto Internacional, pero fue, sobre todo, en la posguerra, cuando Tánger se convierte en un lugar lleno de magia, donde toda suerte de recursos sexuales, drogas, incluso venenos, junto con las lujosas fiestas y toda suerte de excesos, le otorgan un renombre internacional que hace que muchas celebridades acudan. En abril de 1952, los disturbios (que sorprenden a Bowles en la costa malabar de la India) anuncian ya el fin de su Estatuto Internacional, hasta su plena integración en Marruecos en abril de 1960.

Era, en efecto, el final de los buenos tiempos, porque, en 1957, después de una bronca con Cherifa, la mujer que se había convertido en su amante, Jane, que sólo tiene cuarenta años, sufre una hemorragia cerebral, y empezará a frecuentar hospitales, con períodos de internamiento, en Londres, en Nueva York, y, aunque Bowles continúa componiendo y escribiendo -e incluso recibe algunas ofertas de trabajo en Hollywood, donde vivirá unas semanas, y, otra vez en Nueva York para componer la música de la pieza teatral de Tennessee Williams, Dulce pájaro de juventud, que dirigió Elia Kazan en 1959-, debe permanecer vigilante y proteger la vida de Jane. El escritor también viviría una temporada en Bangkok, en 1966, para intentar escribir un libro sobre la ciudad, idea que finalmente abandonará, y allí comprueba que la llegada de los marines norteamericanos había corrompido por completo la ciudad, que Bowles definió como «las peores callejuelas del Bronx, situadas en un pantano de Florida». Siempre fue muy crítico con el papel desempeñado por su país en el mundo. Durante los años de la guerra de Vietnam, recordando los criminales bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki, Bowles escribió que sintió «una gran amargura por ser ciudadano de un país de tan escasa integridad y ética; empecé a preguntarme cuántos años tardarían los asiáticos en aplicar el mismo tratamiento a Estados Unidos. Quizá esta idea nos haya impulsado a consagrarnos tan afanosamente, desde entonces, a reducir su número.»

Tánger, esa ciudad donde Paul y Jane deambulaban por el Cinema Rif, de la plaza del 9 de abril; por la playa de Merkala, por la vieja legación americana, por el Café Central de la medina, y por el Hotel Continental en Bab-el-Baroud, cerca del puerto, que vio alojarse desde Churchill a Maugham, era una ciudad que hablaba en árabe y castellano, en francés e inglés, y que, a partir de 1960, dejaría de representar ese mundo exótico, sofisticado e internacional que atrajo a Bowles, y donde era posible que una caprichosa millonaria como Barbara Hutton ofreciera una fiesta para la que hizo viajar a treinta camelleros desde el Sáhara, a más de mil kilómetros de distancia… para que formaran con sus animales el grupo de recibimiento para sus invitados.

Gertrude Stein calificó al joven Bowles de «salvaje manufacturado», y muchas de las personas con las que éste se relacionó creyeron siempre que era un hombre frío en sus relaciones amorosas, y, muchos otros, que era homosexual y había fijado una relación cómplice con Jane que a los dos convenía. Tal vez, aunque eso no tenga la menor importancia. Quienes le conocieron en sus últimos años recuerdan el sombrío edificio en el que vivía, arruinado, con un ascensor renqueante, la mínima vivienda, el desorden de maletas y recuerdos acumulados, el humo del hachís. A Bowles tampoco le importaba, porque cada día lejos de Estados Unidos era «un día más fuera de la cárcel», de la vida que rechazaba; no en vano, él, que era un neoyorquino, había considerado siempre a su ciudad como un agujero de «ruido, mugre y desolación».

En esa Tánger, «ciudad azul, barrida por el viento», que veía arruinada en sus últimos años, Bowles fue quedándose por casualidad, y en su vejez se daba cuenta de que la ciudad por donde pasaron Delacroix y Matisse vivía de recuerdos, de los años en que el palacio de Sidi Hosni, donde vivió Barbara Hutton, congregaba fiestas y excesos de cocaína, alcohol y sexo. Tánger perdió ese carácter, pero ya había atrapado a Bowles para siempre. Después, llegaron los años en que él mismo ya había perdido los deseos de viajar. Port, el personaje de El cielo protector que es una de las máscaras de Paul Bowles, dice en la novela: «La muerte está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión terrible. Pero como no sabemos, llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable.» Bowles sabía que la muerte está siempre en camino, y quiso esperarla en Tánger.

En Whithout stopping, el escritor dedicó casi la mitad de las páginas a reconstruir su infancia y juventud, y apenas la otra mitad para recoger el resto de su vida hasta entonces, los casi cuarenta años en que se convirtió en un hombre nómada, aunque estuviera refugiado en un patio de Tánger, alimentando para nosotros las fascinantes imágenes del desierto que nos dejó Bertolucci en su película gracias a él, y que nos traen esas escenas de viajeros perdidos en la bruma del siglo XX, que se adentran en los callejones de zocos árabes seguidos por porteadores que acarrean decenas de bultos y maletas, o en la arena interminable del desierto, siempre en busca de un lugar incógnito y feliz. A hundred camels in the courtyard se titula uno de los libros que publicó Bowles, un hombre resignado, apátrida, despojado y nómada, a veces equívoco, que miraba las callejuelas y las montañas de Tánger como si guardara cien camellos en un patio, siempre preparados para partir, para perderse en el Sáhara, para encontrarse, al fin.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.