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Pecados originales

Fuentes: Laopinioncoruña.es

Invitado por el Ateneo Republicano de Galicia, Paul Preston valoró favorablemente los 30 años de régimen posfranquista, aunque con matices tales como el «error del café para todos y el lamento por la pervivencia de tendencias franquistas amparadas en la libertad de prensa». No se trata ahora de contradecir al historiador inglés, pero sí de […]

Invitado por el Ateneo Republicano de Galicia, Paul Preston valoró favorablemente los 30 años de régimen posfranquista, aunque con matices tales como el «error del café para todos y el lamento por la pervivencia de tendencias franquistas amparadas en la libertad de prensa».

No se trata ahora de contradecir al historiador inglés, pero sí de señalar que, acerca de la llamada Transición española existen una serie de tópicos que, sin ofrecer mucha información sobre los hechos que determinaron la evolución posterior de los acontecimientos, sí encubren en cambio la verdad de aquello que sucedió con objeto de impedir que las cosas fueran de otra manera. Porque la alternativa no era, como entonces se quiso vender, entre la llamada reforma democrática (o ruptura pactada en jerga tramposa de la clase política de la oposición antifranquista) o continuidad del régimen dictatorial: tan fraudulento embeleco convino tanto a los herederos del régimen que estaba para extinguirse como a la recién legalizada oposición, la cual, por razones que un sociólogo brillante como Meisel podría explicar con precisión, prefirió deshacerse de sus viejos ideales democráticos y rupturistas para acomodarse sin más a los vientos del consenso por los cuales tanto unos como otros pudieron salir airosos del trance. A un precio, como más adelante me propongo demostrar, muy caro para una concepción de la política que aspire a hacer de esta algo que trascienda el mero arte de la administración de los negocios públicos. En esa disciplina ya los tecnócratas del Opus Dei nombrados por Franco demostraron una notoria habilidad, sin que, por tanto, la democracia sea condición necesaria para conducirse con éxito en tal cometido.

Meisel señala tres características, comunes, según él, a todos los miembros de la clase política: Conciencia de clase, es decir, conciencia de pertenecer a un grupo con intereses comunes que deben ser defendidos contra posibles ataques exteriores; tendencias conspiradoras, o, dicho de otra manera, propensión al secretismo de las oscuras transacciones del consenso por encima del debate público que toda democracia, en rigor teórico, exige; y finalmente coherencia de propósitos, es decir, fines comunes que rebasan las eventuales divergencias ideológicas entre sus miembros. El consenso, concepto sin relación alguna con la democracia, es efecto y causa, en un proceso de mutuos condicionamientos, de los tres componentes de la tipología establecida por Meisel. Y este consenso es el fundamento de la supuestamente «ejemplar» Transición Española. Transición que, a decir de sus mitógrafos, impidió la reedición de una catástrofe en forma de guerra civil, gracias al esfuerzo colectivo de los españoles por superar viejas rencillas. Pero tal esfuerzo es inexistente, la guerra civil sólo es posible cuando hay dos bandos armados suficientemente grandes, divididos por un antagonismo irreconciliable y en situación de amenazarse mutuamente: escenario que si en 1936 era un hecho, ya no lo era en 1975. Por ello, para tratar de entender las causas de una situación provocada por un circuito de realimentación positiva entre una casta oligárquica, o clase política, al mando del Estado, y un creciente sentimiento de impotencia y conciencia de la propia nulidad por parte de los ciudadanos, que sólo son llamados cada cierto tiempo a refrendar unas listas elaboradas con procedimientos no sujetos a control externo alguno, conviene revisar hechos que solo a un observador poco avisado le pueden parecer insustanciales, pero que, para cualquier análisis democráticamente exigente, constituyen el germen necesario del contexto en el que nos movemos:

1) La Constitución española fue elaborada por una asamblea legislativa a la que los electores no otorgaron poderes constituyentes, porque las elecciones convocadas en 1977 no respondían a esa finalidad. Sólo a través de la consideración retrospectiva de las Leyes Fundamentales del Reino como «Constitución», pudo encontrar encaje en la Ley para la Reforma Política semejante usurpación de atribuciones constituyentes, que el presidente de la Junta Democrática, don Antonio García-Trevijano, calificó de «golpe de Estado». Es un hecho extraordinario que el constitucionalismo español no haya puesto de manifiesto el dislate que supone aceptar como Constitución unos preceptos como aquellos: un jurista lúcido y penetrante como Carl Schmitt ya advertía en su Teoría de la Constitución que una Constitución que no estableciera la separación de poderes no era Constitución; y no podía ser Constitución aquella que se limitaba a establecer los fundamentos doctrinales de un Régimen sin fijar, al mismo tiempo, límites formales muy explícitos para el ejercicio del poder. Y no menos extraordinaria es la abundancia de leguleyos que no dejan de subrayar la anomalía que supuso el modus operandi por el cual se proclamó la II República, y, sin embargo, no paren mientes en un atropello de esta magnitud.

2) Las oscuras transacciones del consenso, de las cuales nació la llamada Constitución de 1978, no hicieron más que reafirmar el estado de desinformación política propio de 40 años de dictadura. No es extraño que, habiendo cuidadosamente sustraído a la opinión pública el debate sobre la forma de Estado, la forma de Gobierno, el sistema electoral o el sistema de organización territorial, es decir, la piedra de toque que define la naturaleza de un régimen, la confusión en estas materias sea reinante. El consenso, así planteado, no fue, como se pretende, el catalizador de un proceso democrático sino su negación, la afirmación de un acuerdo entre oligarquías, un pacto entre la oposición y la clase política franquista, a espaldas de una opinión pública carente de defensas intelectuales, por efecto de cuarenta años de censura, frente a tal maniobra. Pero ese no podía ser el caso de los prohombres de la oposición; por el contrario, si su intención fue lograr sin mayores dificultades un régimen de libertades públicas a cambio del sacrificio de la democracia en el altar de la estabilidad, del equilibrio, del consenso, indudablemente la tarea se ha ejecutado con éxito. Para ello, la opción por la «ruptura democrática», es decir, por un proceso constituyente que sometiese a debate y a elección democrática los aspectos arriba señalados, tuvo que ser inmediatamente descalificada incluso por los propios partidos políticos que hasta fechas recientes se habían pronunciado abiertamente por la misma. Y, a tal fin, nada mejor que recurrir a la consabida apelación a la «responsabilidad», a la «moderación», al «diálogo», hasta el extremo de incurrir en la contradicción de vender la llamada «reforma» como «lo único posible» y «lo mejor»: si era lo uno, evidentemente no podía ser lo otro.

3) La Constitución así pactada entregó a los partidos políticos plenos poderes para determinar la identidad de unos pretendidos representantes de la sociedad civil que no pueden más que representar a los jefes que los han incluido en sus listas. A este atropello los líderes de la recién legalizada oposición llamaron «democracia». Para la consumación de este engaño, 40 años de dictadura fueron condición necesaria y suficiente. La oposición pudo vender a sus bases y a la ciudadanía la llamada reforma mediante el engaño de su convalidación como ruptura pactada, gracias precisamente a la desinformación política causada por la dictadura a la que hasta entonces se había enfrentado. La Transición, la clase política franquista, la oposición oficial al franquismo tuvieron en la dictadura, o, al menos, en las consecuencias de esta, una colaboración inestimable.

Pocos juristas, políticos o medios de comunicación han querido explicar a los ciudadanos la chapuza y el engaño legal que se ocultan detrás de esta trama. El miedo a sacar consecuencias nada halagüeñas les lleva a no hurgar en materia tan sensible. Estos tres puntos aquí muy someramente delineados bastan, por si solos, para perfilar un pecado original de nuestra pretendida democracia que arroja una sombra de sospecha muy notable sobre la llamada Transición. Esta no ha sido, como se pretende, el paso de un régimen dictatorial a un régimen democrático: sobre la naturaleza dictatorial del régimen de Franco no hay dudas, pero sobre la naturaleza democrática del régimen actual las más severas reservas tienen indudable fundamentación, pues la realidad es otra muy distinta. Sólo en una oligocracia de partidos con inseparación de poderes ejecutivo y legislativo pueden caber situaciones que no resisten un análisis mínimamente exigente con los más elementales principios democráticos. Que un presidente como Felipe González, con responsables del Ministerio del Interior encausados por malversación de fondos públicos y colaboración con banda armada, remita la petición de responsabilidades al dictamen de las instancias judiciales, demuestra que el concepto mismo de «responsabilidad política» puede ser ignorado sin mayores consecuencias, demuestra la práctica inexistencia, fuera de las instancias judiciales, de cauces institucionales para la petición de tales responsabilidades, demuestra la efectiva nulidad del Poder Legislativo en tanto que contrapeso del Poder Ejecutivo. El parlamentarismo ha inventado el mecanismo de la moción de censura para la petición de esa responsabilidad política sistemáticamente ignorada: la realidad es que el consenso por el cual el Ejecutivo precisa, para su sostén, del apoyo del Legislativo, es decir, la inseparación de poderes, unida a la encarecida disciplina de voto de sus señorías, esto es, la exaltación del mandato imperativo prohibido por la Constitución Española en su artículo 67.2, traen ya, con mucha frecuencia, el trabajo sucio medio hecho.

Que, en plena efervescencia de manifestaciones callejeras y actos de protesta por la postura del gobierno de José María Aznar ante la guerra de Estados Unidos contra Irak, se plantee una votación parlamentaria secreta con el propósito, aparentemente plausible, de garantizar la libre decisión, «en conciencia», de sus señorías, en un asunto especialmente vidrioso en el cual algunos ingenuos creían que la disciplina de voto, en aquella ocasión, no avalaría los designios del poder, ya debería causar la más grande perplejidad: si los diputados acuden al Congreso en representación del tan gratuitamente alabado «pueblo soberano», ¿cómo pretender que a ese mismo «pueblo soberano» le sea ocultado el contenido del voto de todos y cada uno de sus representantes? Pero los diputados no representan a «pueblo» alguno: representan a su jefe de filas al que, por una vez, se pretende ocultar el voto de sus discípulos acaso con la intención de alejar la temible sombra de una represalia, o la infamante tacha de «transfuguismo». Pero no hubo sorpresas: la disciplina de voto es ciega, y en una partitocracia es justo y consecuente que así sea. Días después supimos, por boca de uno de los disidentes del Partido Popular, que el entonces presidente del Gobierno, en las jornadas previas a aquella votación, y ante el temor de que, esta vez, no se produjese la acostumbrada «adhesión incondicional», se reunió con sus diputados para asegurarse de que no habría discrepancias. La mera posibilidad de una reunión de esta naturaleza demuestra, al menos, dos cosas. La primera, que el presidente del Gobierno se cree en el derecho de asegurarse los votos de «su» grupo parlamentario, porque sabe que los diputados que lo integran no acuden al Congreso en representación de un distrito electoral al que deban explicaciones. La reciente obsesión por lograr una mayor proporcionalidad del sistema electoral no resuelve esta tara. No, estos diputados acuden como parte de la «representación nacional». Ya lo advirtió Edmund Burke en 1774 en su discurso a los electores de Bristol, como aviso a los desprevenidos que esperaban poder sujetar a los parlamentarios a algún tipo de control. Eso es una entelequia propia del Antiguo Régimen, de los tiempos felizmente superados del mandato imperativo, de los cahiers de doleances: hoy los diputados representan a la «nación», es decir, a nadie, es decir, sólo a su propio jefe. Aznar demostró conocer bien la naturaleza del embeleco de la «representación nacional» propia del parlamentarismo moderno. Y, por último, lo que una reunión como esa vuelve a poner de manifiesto, de forma incontestable, es la burla sistemática, por parte de la clase política, a esa misma separación de poderes que es fundamento irrenunciable de la democracia misma. Pero el escándalo mayúsculo es, precisamente, que tal reunión no cause escándalo en los medios de comunicación; y no puede causarlo porque la concepción triunfante no puede dejar de valorar la disciplina de voto como virtud, sin advertir hasta qué punto las posibilidades de control y contrapeso de poderes se ven así seriamente cercenadas. Walter Bagehot ya advirtió de la quiebra del principio de separación de poderes que suponía la mera existencia de la institución del Gabinete en el parlamentarismo inglés.

Y, finalmente, sólo en una oligocracia comandada por los jefes máximos de los partidos políticos puede caber un dislate como el llamado «pacto de progreso municipal» que, con ocasión de las elecciones locales celebradas en el año 2007, firmaron en Galicia el Partido Socialista y el Bloque Nacionalista. Este pacto obligó a una gran heterogeneidad de municipios, en los cuales ninguno de los dos partidos había obtenido la mayoría absoluta, a sujetarse a requerimientos propiciados por instancias de orden pretendidamente superior: así pues, por la sacrosanta y soberana voluntad de las respectivas Ejecutivas reunidas en la capital, se acordó que los concejales electos socialistas y nacionalistas, sin distinción de municipios, estaban obligados a suscribir un pacto de gobierno a fin de poder hacerse con el poder en aquellos Ayuntamientos donde fuese posible desplazar al Partido Popular. El destino de los votos se decidía, de esta forma, no ya en el propio órgano presuntamente emanado de las elecciones municipales, no en la única institución legitimada por dichas elecciones, sino en una reunión a puerta cerrada en Santiago entre los máximos mandatarios. Pero, por supuesto, sería una completa ilusión sin fundamento alguno esperar que aquellos concejales electos se sintiesen ofendidos o se viesen ninguneados -y con ellos, los electores que les apoyaron- ante tamaña enormidad, y la explicación es obvia: ellos son parte de ese mismo sistema oligárquico en el cual el concepto de representación que sería propio de una democracia es sistemáticamente burlado y usurpado por los partidos políticos. Se tienden a justificar tales pactos, frecuentes no sólo en Galicia, con la consabida alegación de que ello responde a la «voluntad de los ciudadanos». Pero esta falsedad sólo puede ser justificada con la eterna ficción mentirosa de un pueblo soberano reunido en asamblea que decide, siempre «sabiamente», y de forma colectiva, el reparto de escaños parlamentarios o consistoriales y el contenido de los pactos poselectorales. Ningún elector ha delegado formalmente la gestión de su voto municipal en la decisión de un jefe máximo que es ajeno a la corporación. Pero la naturaleza oligárquica del Régimen puede incluso volver todas estas consideraciones en empeño de leguleyos: pues la realidad imperante es que, en efecto, querámoslo o no, cuando votamos a un candidato propuesto por un partido político, nada puede defendernos del atropello de un dirigente que se erige en propietario y gestor de los votos recibidos por su discípulo. Tal es la naturaleza de un Régimen en el cual los partidos no son ya órganos de mediación entre el Estado y la Sociedad Civil, sino que se han integrado, como parte constitutiva, en el Estado mismo: tal es la perniciosa consecuencia de haber aceptado sin reservas la entrega del Estado a unas organizaciones obligadas por la Constitución Española a adoptar un «funcionamiento democrático», pero imposibilitadas de facto para ello. Tal es la verdad de la Transición. Treinta años de estabilidad, de desarrollo económico, pero no de democracia. Para cualquier observador exigente, el desasosiego es inevitable cuando percibe hasta qué punto tal estabilidad ha sido posibles gracias, precisamente, a la conculcación institucionalizada de las reglas propias de la democracia formal. Lo inquietante de la conclusión no puede ser óbice para que ésta se ponga de manifiesto.

 

Juan Sánchez Torrón es ingeniero de telecomunicaciones (Ateneo republicano de Galicia)