El 12 de septiembre conmemoramos en Puerto Rico, así como en los barrios boricuas de Estados Unidos, el natalicio del Dr. Pedro Albizu Campos. Tristemente, mi generación aprendió muy poco sobre él en las escuelas de Guayama, ciudad en que pasé mi juventud. No recuerdo ni un solo instante en que se nos hablara de […]
El 12 de septiembre conmemoramos en Puerto Rico, así como en los barrios boricuas de Estados Unidos, el natalicio del Dr. Pedro Albizu Campos. Tristemente, mi generación aprendió muy poco sobre él en las escuelas de Guayama, ciudad en que pasé mi juventud. No recuerdo ni un solo instante en que se nos hablara de Albizu Campos en las clases, en que se mencionaran sus logros académicos o se aludiera al gran respeto que le tenían los intelectuales más prominentes de América Latina. Tampoco se nos habló de sus viajes por Perú, Cuba y Haití. Albizu era tema prohibido en la ciudad de los brujos. Este silencio era más revelador, pues se trataba de un pueblo que, en 1934, durante la gran huelga cañera, depositó en él sus esperanzas de zafarse del yugo de los monopolios azucareros estadounidenses. Aún hoy trato de imagíname a mis tíos abuelos en la central Machete, con sus rostros surcados por el sol caliente del corte de caña, escuchando atentamente la voz aguda y sagaz de Albizu Campos, en un mitin rodeado por la policía de Puerto Rico y los vigilantes privados de la familia Cautiño. La caña también llenó de cenizas venenosas el aire de Guayama.
Confieso que fue entre los boricuas del Bronx que vine a conocer sobre la vida y obra de don Pedro. Nada en mi juventud en Guayama me había preparado para un encuentro tan emocionalmente impactante. En agosto de 1981 llegué al sur del Bronx, a la calle 138 East y la avenida Brooks, no muy lejos del teatro Puerto Rico. El bullicio y la agitación social eran ensordecedores; todo lo contrario del pueblo que, como decía Palés, «se moría de no hacer nada». De mis visitas de niño al Bronx y de mis tíos en los «proyectos públicos», solo conservaba la imagen de mi hermana sentadita en la ventana del apartamento, bien arriba, mirando atentamente, y sin inmutarse, a los carros que circulaban por las calles del barrio. El recuerdo llega a mí todavía como una escena de una película silente, pues la altura del edificio no dejaba que se escuchara ningún ruido. No había regresado al Bronx desde 1958. Ahora, 23 años después, me tocaba volver, por cosas del destino y más jibaro que «nuyorican», al mismo lugar, a la calle 138 y Brooks Avenue. El Bronx, sin embargo, me mostró su temperamento en 1981, ante todo, por el lado auditivo.
Efectivamente, aunque ya el otoño parecía asomarse a fines de agosto de 1981, los boricuas del Bronx se daban por desentendidos. Me recibió un sábado algo frío, y la calle 138 parecía un carnaval o, si se quiere, unas de las fiestas patronales en la Puente de Jobos. Todo el mundo estaba fuera de los edificios, especialmente los jóvenes. Lo primero que hicieron mis tíos fue darme las instrucciones de rigor, las mismas que les daban a todos los recién llegados: «Ponte la cartera en el bolsillo del frente, para que no te jolopeen. Ah, y ten mucho cuidado con los gansos«. Lo de proteger la cartera me pareció un consejo obviamente útil. La segunda exhortación no me hizo sentido hasta dos semanas después, cuando me vendieron en la calle un reloj Seiko que resultó ser, al abrir la caja, un Seikon. Miré para atrás, pero el vendedor se había ido con su personalidad urdidora a otra parte. Los gansos de Nueva York, aprendí de la peor forma, no eran como los de la finca en Guamaní, no graznaban al acercarse. Sea como sea, el primer día, en medio de todo el bullicio y con una cara de jíbaro imposible de disimular, salí a la calle.
No recuerdo haber pasado ese día por un solo lugar del sur del Bronx en que no se escuchara a todo volumen, y parejeramente, la voz de Ismael Rivera o la música de El Gran Combo. Ni en el tren subterráneo apagaban los boricuas las cajas de sonido Boom Box de esos tiempos. Tampoco faltaban las parejas bailando en la acera. ¿Quién era -me pregunté, casi sin poder escuchar mis propios pensamientos por el bullicio y los chirridos del tren- esa gente que no escondía su puertorriqueñidad? Más aún, ¿cómo era eso de que se atrevieran a exhibirla como un regalo de las divinidades? De la negritud ni se diga. Los boricuas del Bronx hacían alarde de ella en sus peinados libres, en su vestimenta espléndida y en la manera, tan única de los «nuyoricans«, de sentirse negros y puertorriqueños. Vino a mi mente con cierta pena el recuerdo de Norma, una amiguita negra de mi infancia en la calle Meditación de Carioca, con sus quejas por las aterradoras y fuertes sesiones de «estirones de pasa» que le daban en su casa. También desenterré, ahora con rabia, el recuerdo del silencio culturalmente avasallador que nos imponían a nosotros los pobres en el pueblo de Guayama. Las calles de mi ciudad eran, por mero antojo de los ricos de alcurnia española, tan apesadumbradas como las tumbas del cementerio. Todavía durante mi juventud dominaba aquel espíritu viejo, opresivo y atrofiante que describió Palés en su poema «Pueblo». Sus versos y estrofas me parecían ahora, en el contexto de la naturaleza extrovertida de la cultura boricua del Bronx, como el recuerdo de un manotazo dado, tiempo atrás, por un puñado de familias ricas que dominaban todo en el litoral sur de Puerto Rico. Vivían del azúcar dulce, pero lo que nos servían a los pobres era un trago amargo.
Una de las imágenes más impactantes de esa primera caminata de adulto por el Bronx fue ver tanta ventana abierta y tanta gente asomándose por ellas. Culturalmente, el detalle me impactó más que la mitad de las maravillas de la Gran Manzana. El pueblo de Guayama, con sus hermosas casas de balcones amplios y arquitectura de bizcochos de boda, era una urbe de ventanas y puertas cerradas. Claro, cuando digo «pueblo», me refiero, en particular, a lo que en el Guayama de mi juventud se llamaba prejuiciadamente «pueblo», o sea, las calles principales que concentraban las residencias de las familias de «alto linaje». Hay que imaginar lo que este contraste provocó en mi mente. Crecí en Guayama, un lugar en que, al decir de Palés, «el sol calentaba en las marismas el agua como un caldo»; pero en que a la gente rica le dio, bien temprano en su historia, con mantener las ventanas cerradas y rodear sus casas de elevadas verjas. Estímese, por ejemplo, el hecho culturalmente significante de que fue apenas varias semanas atrás que pude ver, por primera vez, el patio interior de la casa en que dicen que vivió Palés Matos, en la esquina de la calle Duques y la Ashford. Allí adentro, muy pegadita a la elevada verja que mantenía a la gente pobre de la calle Duques sin enterarse de los pormenores las familias que llegaron a ocuparla, están los restos de lo que en un tiempo fue una linda casa de muñecas.
Más abajito de la intersección de la calle Ashford con la Duques, en lo que llamábamos «Hoyinglés» había otra casa de muñecas, una bien grande y sin verjas alrededor, sin paredes definidas, visible a todo el mundo. Era el barrio entero, lo que incluía niños y niñas de la calle Duques, de Magueyes y de la Loma del Viento. Allí también se alimentaban fantasías infantiles, se jugaba con muñecas, se corría en carros de bolines y se brincaba a la «pelegrina», con o sin tiza. Hasta los perros satos participaban de las aventuras mágicas. Tan altas fueron las verjas que alzaron los ricos de Guayama, tan apretadamente cerraron sus ventanas, que aún hoy, años después de que abandonaran sus mansiones para entregarlas al apetito devorador de la polilla, el trauma sigue presente en la psiquis de mi pueblo. Únicamente el esfuerzo de grupos como la Liga de Poetas del Sur, ha traído recientemente un cierto grado de sanación colectiva al pasado socialmente estratificado de Guayama, a la humillación cultural presente hasta en la arquitectura. Estos grupos contemporáneos de cultura negrista han conquistado, por así decirlo, las mansiones abandonadas por sus antiguos dueños para allí, desde bien adentro, derribar las murallas culturales erigidas por la gente de apellidos de Guayama. Alabanza a toda poesía que nos llegue en forma de baile de bomba.
Sea como sea, y con el corazón agitado por una mescolanza de emociones nuevas y resentimientos añejados, llegué en agosto de 1981 a una esquina del Bronx que cambiaría para siempre mi vida. Me disponía a descender a la plataforma del tren subterráneo, cuando noté a un joven boricua que atendía un stand de cassettes rústicos grabados por él. En una mesita tenía una Boom-box en la cual había puesto, a todo volumen, una grabación del Discurso del Día de la Raza, de Pedro Albizu Campos.
Lo recuerdo todo como si fuera hoy. La gente pasaba apresurada y ruidosamente por enfrente del stand y el joven, vendiendo sus cassettes, permanecía como si nada. Me detuve un buen rato a escuchar la alocución. No sabía quién era el que hablaba ni había escuchado antes esa voz. Era muy poco lo que podía entender, en medio de tanto bullicio humano. Mas lo que sí me llamó la atención fue el timbre de la voz del discursante. «Se parece a la voz de los boricuas cuando dan testimonio en la isla», pensé para mis adentros. Al rato, miré a aquel joven puertorriqueño de bigote fino, casi imperceptible, como el que tenían mi padre y mis tíos en las fotos antes de emigrar forzadamente a mediados de la década del cuarenta. Aparentando una conducta usual, que no correspondía a mi apariencia de persona acaba de bajar del avión, le pregunté al joven amistosamente: «¿Quién es ese que habla ahí?». Tardó un rato en contestarme, como si mi pregunta hubiera sido un atropello.
Lacónicamente, como actúan todos los neoyorquinos al hablar con extraños, me respondió: «Es el Maestro». Me contuve un instante, que sentí como una eternidad. Por primera vez noté que esa gente extrovertida y alborotadora que me rodeaba mostraba, en su conducta y en el vestir, rasgos culturales ya algo perdidos hasta en la isla: los moños de mis tías abuelas en el campo de Guamaní, la vestimenta humilde pero almidonada de mis tíos en los domingos de ir a la iglesia bajando de los Bernieles, los bigotes finos y el pelo abrillantando de los jóvenes, el acariciarse entre ellos al hablar, la fidelidad a la gastronomía de antaño, el gusto por los «limbers», la aversión a los sonidos guturales de la lengua impuesta por la fuerza y, sobre todo, el amor a la bandera puertorriqueña, a la música y los instrumentos del campo. Miré de nuevo al joven, y con una confianza acabada de adquirir, le dije en el estilo escueto de la gente de la gran ciudad: «Ah, claro, el Maestro».
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