Recientemente pude leer un excelente artículo, titulado «Constitución, iglesias, matrimonio… ¿y pena de muerte?», por Rodolfo Alpízar Castillo. En éste se aborda un tema enterrado, pero que merece abordarse en el futuro debate constitucional cubano: la ejecución legalizada de reos por el Estado. La violenta historia del archipiélago caribeño no ha contemplado, que yo sepa, […]
Recientemente pude leer un excelente artículo, titulado «Constitución, iglesias, matrimonio… ¿y pena de muerte?», por Rodolfo Alpízar Castillo. En éste se aborda un tema enterrado, pero que merece abordarse en el futuro debate constitucional cubano: la ejecución legalizada de reos por el Estado.
La violenta historia del archipiélago caribeño no ha contemplado, que yo sepa, ningún período en el que haya sido palmariamente ilegal el asesinato gubernamental de condenados. España mataba a diestra y siniestra con garrote vil, fusilamiento u otras barbaridades, y los gobiernos cubanos posteriores ejecutaron personas sea oficialmente (como al espía nazi Lünnig) y extraoficialmente (Mella, Aracelio Iglesias). Por otra parte, la Revolución castigó con la pena máxima a muchos militares responsables de crímenes de guerra durante el batistato (Sosa Blanco, los «tigres» de Manzanillo), a varios alzados en armas (el cabo Lara, el «Congo» Pacheco), a infiltrados saboteadores (Amancio Mosqueda, Díaz Betancourt), etc.
Puede argüirse mucho a favor de las circunstancias favorables en algún momento dado, a la aplicación de la máxima pena, pero sin dudas los fusilamientos nunca son favorables a la humanidad, sea cual sea la causa política/ideológica que los ejecute; y en el caso concreto de Ochoa y sus colaboradores, o de los secuestradores del 2003, los efectos han sido universalmente adversos para Cuba y su sistema de justicia.
Siempre se enfatiza por parte de los defensores de la Revolución cubana, el respeto a la vida humana del gobierno socialista imperante en la Isla, visible en las diversas misiones humanitarias que La Habana ha propugnado por todo el orbe. En ese sentido, al declararse que ya es tiempo de abrogar la pena máxima en la Cuba pos 1959, no se ataca, sino que se fortalece y apuntala la eticidad del ideario revolucionario, que predica un humanitarismo sin fronteras.
La abolición plena y rectificadora del morbo encarnado en la posibilidad de fusilar «legítimamente», es consecuente con el repensar actual de actitudes antaño erráticas, tales cuales las de las UMAP contra la comunidad LGTBI, grupo que hoy parece acceder incluso al matrimonio oficializado. Abolición de la máxima sanción, y moral moderna, van de la mano en una sociedad universal posmoderna que ha contemplado a asesinos terribles (como el ucraniano Onoprienko, o los convictos por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia) no siendo ahorcados sino enviados a prisión. Bien dijo, a nuestro entender, un grande del mundo, Tolstoi: «Puede haber sólo una semejanza de ética, en la cual el asesinato en forma de guerras y ejecuciones de criminales sea permisible, pero no hay ética verdadera. El reconocimiento de que la vida de cada ser humano es sagrada, es la base primera y única de toda ética»[1] Y sí: abrogar el crimen legalizado en Cuba, estaría en consonancia con ese alfabetizar campesinos en la Sierra y ese curar enfermos en las selvas centroamericanas, que tanto ensalzan el accionar izquierdista cubano.
No es tiempo, creo, de discutir la pertinencia o no de aplicaciones pasadas de ese flagelo, o de atizar venganzas, ni de argüir sobre presentes moratorias, sino de extirpar en la raíz misma, sin medias tintas, ese mal arcaico y bochornoso, al comprender que representó solamente una medida de emergencia, ajena al propio ideal humanitario (por anti-esclavista) que patrocinaba el proceso iniciado en la Demajagua en 1868, del que se proclama heredero el actual socialismo cubano. Ningún humanismo puede predicar el homicidio legitimado, ni tampoco ninguna revolución verdadera, al grado que el propio Robespierre, tan asociado a la sanguinolenta guillotina, era de hecho adverso a la pena y (antes de ser abrumado en su gestión directiva, por las circunstancias de la guerra civil) declaró en público estas magníficas palabras: «Un vencedor que hace morir a sus enemigos cautivos es tildado de «bárbaro». Un hombre que hace degollar a un niño, a quien puede desarmar y castigar, parece un monstruo. Un acusado al que la sociedad condena, no es para ella, ni más ni menos, que un enemigo vencido e impotente; él es ante ella más débil que un niño ante un hombre hecho y derecho.»[2] Sin duda alguna, ¿qué peligro universal representa un hombre preso?
Y, ¿en qué la pena de muerte ha ayudado a reducir el crimen global? ¿En qué restaura la justicia quebrantada, o sana al alma del afectado por el delito ajeno? Conozco, por otra parte, a una persona que ha participado en ejecuciones durante la guerra contra Batista, y quedó psicológicamente afectada hasta el fin de sus días. No es el único caso. El asesinato legitimado de un preso, afecta necesariamente a familiares y a victimarios, a los hijos o madre del ejecutado que a los verdugos – si estos últimos aún poseen algún grado corriente de humanidad -. Es que esta práctica no es sino un rezago de épocas bárbaras que incluían la lapidación de adúlteras y la quema pública de homosexuales, usanzas que han ido desapareciendo a medida que el Homo Sapiens progresa. El destino de la pena capital es, por necesidad, el mismo que el de la esclavitud: terminar en el estercolero de la Historia.
Tenemos en ello un gran predecesor: José Martí, quien escribiera en sus apuntes que él era «enemigo de la pena de muerte», la cual sólo castiga al cuerpo en lugar de a la fuente ideológica o espiritual del delito [«digo yo que es injusta la pena capital, porque sacia en el cuerpo coactado, indeliberado, inculpable, la ira que despierta el crimen del espíritu, impulsador, responsable, lleno de culpa»]. Y reafirma el Apóstol: «Desde que pude sentir, sentí horror a la pena. Desde que pude juzgar, juzgué su completa inmoralidad. No me distinguiré jamás en soluciones utilitarias; pero si algo de utilidad he comprendido, ha sido la completa inutilidad de la pena capital» concluyendo rotundo que «todo lo que aboga por la pena de muerte tiene manchas de sangre»[3]
La Revolución de 1959 se declara sucesora de Martí, y en ese sentido, tendrá que razonar sobre cómo cumplir ese íntimo anhelo del Héroe Nacional, y así enemistarse plenamente con cualquier asesinato estatalmente avalado. Y conste que en ello no se estará honrando sólo al líder del siglo XIX, sino que vale también recordar lo que decía el principal de los revolucionarios cubanos del XX: «Creo que tendrá que pasar algún tiempo antes de que se aplique una definitiva supresión de la pena capital para cualquier tipo de delito, lo cual a nosotros nos agradaría mucho hacer (…) Pienso que avanzamos hacia un futuro, en nuestro país, en que estemos en condiciones de abolir la pena capital. Así que un día estaremos entre esos países que han suprimido esa pena. Aspiramos a eso…»[4] Sí, «llegará el día en que podamos acceder a los deseos de todos aquellos amigos (…) que nos aconsejan abolir esa pena»[5]. Pues bien, ¿cuándo?
Si hay un momento propicio para discutir ese deseo de José Martí y de Fidel Castro, es posiblemente hoy que la Isla se aboca al debate constitucional y se abre a las más avanzadas legislaciones mundiales en materia de derechos humanos.
Notas:
[1] León Tolstoy. The Kingdom of God is within you. http://www.gutenberg.org/4/6/
[2] Maximilien de Robespierre. Discours sur la peine de mort prononcé à la tribune de l’Assemblée nationale le 30 mai 1791 (30 mai 1791) http://www.gutenberg.org/2/9/
[3] José Martí. Obras Completas. La Habana: Centro de Estudios Martianos / Asociación de Cine Radio y Televisión de la UNEAC, 2002. tomo 21, pp. 25-26.
[4] Ignacio Ramonet. Cien horas con Fidel. La Habana: Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, 2006. pp. 437-438.
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