Hace casi un mes del décimo aniversario del inicio de una revolución en Siria que parecía imposible. Por desgracia, la situación a día de hoy dista mucho de ser la deseada y múltiples factores han terminado por «derrotar» a esa revolución, pero no los principios y valores que le dieron forma. Con una década a sus espaldas, los protagonistas de la revolución de 2011, hoy necesitan hacer una reflexión sobre cómo seguir adelante en la lucha. Con este texto, tal vez, convendría cerrar este blog que lleva diez años intentando acercar Siria y su realidad al mundo, no sin recibir ataques por ello de quienes consideraron en todo momento que los sirios y las sirias no tenían derecho a levantarse y que solo una mano invisible podía dirigirlos para algo semejante. Sin embargo, siempre habrá algo que contar y trasmitir. Es por ello que este blog solo dice «hasta luego», pero nunca «adiós».
A día de hoy, la victoria del asadismo no está garantizada y, precisamente por eso, muchos consideran que la revolución siria aún no ha sido derrotada. No obstante, no podemos imaginar hoy situaciones en las que la revolución salga victoriosa en caso de darse, mientras que sí hay algunas posibles circunstancias en las que el asadismo ganaría, que pueden resumirse en que las fuerzas del régimen recuperen el dominio de todo el país, ya sea mediante acuerdos o por la fuerza, y que el Estado sirio reinstaure unas relaciones razonables con el mundo en los niveles político y económico, quedándose los asadistas en el poder. El asadismo no necesita que se retiren las fuerzas extranjeras ni recuperar la soberanía sobre todo el territorio sirio para completar su victoria puesto que dicha victoria se traduce en la recuperación de la hegemonía sobre el presente y futuro de los sirios; esto es, la recuperación de la eternidad asadiana que los sirios destruyeron con sus propias carnes.
Hoy no es suficiente que se obligue a Bashar al-Asad y su familia a renunciar al poder para decir que la revolución siria ha ganado, aunque sí sea suficiente para hablar de la derrota del asadismo. No es suficiente porque la revolución siria, cuando se inició en 2011, pretendía derrocar al régimen y sustituirlo de raíz por otro basado en la democracia. Ese era el objetivo declarado y en el que estaban de acuerdo quienes participaron en la revolución, y que hoy es imposible lograr a corto plazo. Lo máximo a lo que podemos aspirar en este momento es a un régimen transitorio con patrocinio internacional, repartido entre diversas fuerzas, entre las que, por supuesto, estarán formaciones políticas, militares, de seguridad y económicas asadistas, todas ellas con historiales de criminalidad y ninguna de las cuales entiende la democracia más allá de los límites de las expresiones que se escriben en los comunicados oficiales. Los sirios que deseen un régimen basado en la democracia deberán retomar la lucha contra el nuevo régimen y lo más probable es que se trate de una lucha especialmente complicada y abierta a posibilidades cruentas, de la que solo podemos desear que se desarrolle al amparo de cierto estado de Derecho y con un acuerdo de mínimos razonables sobre la tipificación como delito y prohibición del asesinato, la tortura y la desaparición forzosa.
Durante la etapa armada de la revolución se produjo el ascenso de las fuerzas islamistas, algunas salafistas e incluso de orientación afín a Al-Qaeda, lo que hace dudar de la seriedad del consenso en torno a la democracia durante las primeras etapas de la revolución. Sin embargo, a pesar de ello, hasta el final de la etapa armada de la revolución −es decir, hasta la derrota militar que se produjo en algún punto entre mediados de 2016 y mediados de 2018−, la esperanza de un amplio sector de los sirios estaba ligada a que la caída del asadismo condujera al establecimiento de un régimen político que contuviera una dimensión democrática válida sobre la que poner las bases, de forma que se justificase el hablar de la victoria de la revolución. En la actualidad, ya no hay justificación racional para decir que la destitución de Bashar al-Asad vaya a suponer la victoria de la revolución, ni para decir que la revolución de 2011 continúa, salvo en discursos poéticos más cercanos a la metafísica y las leyendas, tales como hablar de que la batalla entre la verdad y la falsedad continuará hasta el día del Juicio. Esto no es un discurso político ni sirve para nada salvo levantar los ánimos.
También se dice que la revolución no ha sido derrotada si se tiene en cuenta que vivimos en un proceso revolucionario histórico que comenzó en 2011, con una serie de etapas, estadios y olas, por lo que no es correcto, según esa opinión, hablar de su derrota, puesto que nos encontramos exclusivamente ante el fracaso de la primera ola revolucionaria en la consecución de sus objetivos.
Este discurso tiene poca o mucha validez, especialmente si reflexionamos sobre lo que comenzó en la región arabófona en 2011 y sigue sucediendo en forma de olas continuas que han logrado victorias aquí y fracasos y derrotas allá; no obstante, esto no cambia nada de la realidad de que la revolución de 2011 en Siria ha sido derrotada, no ha logrado sus objetivos y forma parte del pasado, y de que lo que vivimos hoy y viviremos en los próximos años forma parte de sus consecuencias, réplicas y resultados, de forma negativa o positiva, pero no es, en ningún caso, una continuación lineal de la misma.
Decir clara y directamente que la revolución de 2011 forma ya parte del pasado no pretende ser una forma de autoflagelación ni dar por descartada toda esperanza, sino que pretende que veamos la realidad con los ojos bien abiertos y que administremos los medios de los que disponemos para cambiarla; es decir, en pro de la política de la esperanza. Quizá el concepto de derrota sea demasiado cruel para nosotros, sobre todo cuando se menciona y en la conciencia de quien lo dice hay cientos de miles de mártires, víctimas, desaparecidos, detenidos y torturados y millones de migrantes forzosos, desplazados y refugiados: ¿es posible que todo esto haya sido en vano?
Hablemos, pues, de la “posrevolución” en lugar de hablar de la derrota.
Necesitamos pensar sobre la “posrevolución” porque recluirnos en visiones de una única revolución continua supone recluirse en un tiempo pasado, recluirse en sus lemas, instrumentos, alianzas y visiones, y recluirse en su fracaso y las razones del mismo. Lo más importante es que supone quedarse con instituciones dependientes que carecen de dimensiones liberadoras de cualquier tipo, como la Coalición Nacional y su gobierno provisional, con formaciones criminales mafiosas, como las que se apropian de Afrín y su gente, y con los fascismos religiosos, tales como el de Hay’at Tahrir al-Sham. ¿Cómo puede producirse una victoria de la revolución si no es una victoria de todos estos? ¿Acaso pueden, de entrada, vencer a los asadianos? ¿Puede su victoria ser una victoria de cualquier valor positivo que la revolución siria portara?
No estamos diciendo que lo único que queda de la revolución siria son esos colectivos, pues quedan muchas otras cosas, entre las que quizá destaca la excepcional experiencia de lucha que libraron decenas de miles de personas y el hecho de que muchos revolucionarios y revolucionarias siguen su vida y lucha individual y colectiva, apoyándose en la herencia y sueños de la revolución. Por el contrario, lo que se pretende poner de manifiesto con estas palabras es que el marco de la revolución de 2011 ya no sirve para autodefinirse, ni para establecer alianzas, ni para elegir con quien posicionarse, sino que ahora necesitamos nuevos marcos para retomar la lucha contra el asadismo de forma que sea una lucha con objetivos conocidos, superando el objetivo de deshacerse del asesino salvaje que es Bashar al-Asad. Deshacerse de Bashar, de la forma que sea, será una magnífica noticia y un momento de solemne celebración sin lugar a dudas, además de constituir una fase necesaria e ineludible si queremos imaginar un país en el que se pueda vivir y progresar en las próximas décadas, pero hoy necesitamos aliarnos y posicionarnos junto a los valores y principios compartidos, y no unirnos en torno a un momento pasado, un recuerdo pasajero y un objetivo que ya no significa mucho por sí mismo y, que por encima de todo, ya no puede cumplirse haciendo uso de fuerzas sirias. ¿Hay alguien que dude de que la marcha de Asad, si se produjera hoy o a corto plazo, se lograría por voluntad internacional en la que ningún sirio tendría apenas capacidad de influir?
Me refiero aquí a ideas teóricas e ideológicas que hemos descartado durante mucho tiempo en pro de un objetivo común, que es el derrocamiento del régimen, y de valores políticos con una dimensión ética ordinaria. ¿Qué significa que quienes creen en la libertad de credo y expresión se posicionen junto a quienes creen que debe castigarse a los herejes y quienes declaran públicamente que no creen? ¿Qué significa que quienes creen en la igualdad independientemente del género se pongan de parte de quienes defienden que los hombres deben gobernar a las mujeres? ¿Y que quienes creen en el derecho de todas las personas a ser dueñas de su cuerpo se pongan de parte de quienes creen en la necesidad de que la autoridad gobierne los cuerpos bajo el pretexto de la religión, los valores de la sociedad, la familia u otra cuestión? ¿Y que quien exige el gobierno de la Ley y la independencia y transparencia judicial se pongan de parte de quien encuentra justificación para la tortura, la desaparición forzosa y el asesinato? ¿Y que quien exige democracia se ponga de parte de quien exige que se aplique la sharía o de quien preserva sus lemas políticos, sus proyectos totalitarios y las imágenes de sus líderes con las armas?
Me refiero también a la necesidad de superar la lógica de la Coalición en la acción política opositora siria y superar las consecuencias de esta en el nivel de la cultura política y de la representación política, como describe con profusión Yassin Swehat. En lugar de la lógica de la Coalición, hija legítima de sus circunstancias y su etapa, es hora de pensar en alianzas de cara a objetivos y programas políticos conocidos y consensuados, que no dejen a un lado toda cuestión ética, sea cual sea su importancia, para preservar las coaliciones y alianzas que carecen ya de utilidad política esperada. Ya no es importante que nos aliemos o nos coaliguemos, sino que lo más importante hoy es: ¿en torno a qué nos aliamos?, ¿en torno a qué establecemos una coalición? Y por supuesto, no me refiero a la necesidad de que la alianza sea entre miembros compatibles en todo, sino que sea en torno a una serie de valores conocidos debatidos públicamente, sin dejar las cuestiones éticas fuera de la política y el debate. Esto supone, en cualquier caso, tratar la cuestión de las alianzas políticas y la forma de establecerlas, pero para hablar de ello hay otro espacio.
También hablo de la necesidad de pensar en una generación de sirios y sirias, que quizá se cuenten por millones, que serán el soporte y fuerza de trabajo del país en las dos próximas décadas y dejaron de ser niños en 2014 o han dejado de serlo desde entonces y no han conocido nada de la revolución de 2011 más que el hecho de que tras ella llegaron la guerra, la sangre, la destrucción y los grupos armados que hacen cosas no muy diferentes de las que hace el régimen. ¿Cómo nos dirigimos a ellos hoy? ¿Sirven los lemas y posicionamientos de 2011 para dirigirnos a ellos? ¿Acaso no necesitamos decirles nuestra opinión sobre cómo puede ser su vida mejor? La marcha de Bashar al-Asad no es una respuesta en absoluto suficiente para esta pregunta.
En un tiempo revolucionario pasado, cuando millones de personas salieron a las calles exigiendo su derecho a decidir su destino y participar en política, la bestia desatada del asadismo respondió con todas las armas y capacidad de matar de las que disponía y no hubo más opción que enfrentarse con los demonios de la muerte con el máximo grado posible de unidad. Necesitábamos trabajar codo con codo en el enfrentamiento con el régimen, con sus aliados y con aquellos que buscaban cómo excusarlo o justificar sus acciones, incluidos los que, desde que se pudo presagiar la matanza, no dejaron de afanarse en responsabilizar de ella a los rivales de quienes las perpetraban. Esas son las características y exigencias de los tiempos revolucionarios, pero el tiempo revolucionario ha terminado y, por lealtad, debemos dejarlo marchar en paz y despedirnos de él de forma generosa y adecuada.
La escena en Afrin, simultánea a la caída de Al-Ghouta en la primavera de 2018, no fue una despedida generosa y adecuada en absoluto.
Necesitamos una “posrevolución” por la dignidad de la revolución y su recuerdo, antes que nada, y para preservar algunas de las mejores y más dignas cosas que nos quedan: un magnífico legado de lucha, unas lecciones que podemos aprovechar nosotros y el mundo entero, redes de solidaridad y apoyo que pueden cuidarse, con las que protegernos y en las que apoyarnos, y miles de obras de sirios y sirias que han cambiado, se han liberado y han tomado posesión de su destino. Necesitamos la posrevolución para salvaguardar ese legado y también para que los sacrificios de los mártires, los heridos, los detenidos, los desaparecidos forzosos, los forzados a migrar y los damnificados no hayan sido en vano. Si estamos de acuerdo en que los revolucionarios y las revolucionarias de 2011 ofrecieron sus sacrificios para llevar a Siria y su gente a una vida mejor, la lealtad a dichos sacrificios no está en repetir sus lemas, medios y discursos ad infinitum, sino en intentar que no se repita todo esto, en trabajar para elaborar un discurso, unos lemas, unos métodosy unos posicionamientos nuevos que impidan repetirlo.
Necesitamos unirnos en torno a aquellos valores e ideas en los que creemos para retomar nuestra lucha por una vida mejor. Nuestra necesidad de dicha unión crece porque la destrucción de nuestro país, nuestra revolución y nuestra vida no es una cuestión puramente siria. En el destino de nuestro país, se concentra una imagen del mundo y las políticas de las potencias que lo gobiernan, y para enfrentarnos a dichas potencias y sus políticas, necesitamos obtener dimensiones mundiales para nuestra lucha. El mundo entero puede estar presente en Siria militar y políticamente, mientras que la diáspora siria está también presente en todo el mundo. Esto es una desgracia, pero desde una de sus perspectivas es una oportunidad para que seamos activos en el mundo e influyamos en su destino en las próximas décadas. Quedarnos en el momento de 2011 no nos ayudará a aprovechar dicha oportunidad.
Reconocer la derrota no es en absoluto una invitación a rendirse, puesto que rendirse es aceptar que la derrota y la vida bajo el gobierno de los asesinos y ladrones es un destino inevitable. Reconocer la derrota y reflexionar profundamente sobre ella y las circunstancias a las que ha dado lugar es una condición necesaria para retomar la lucha siria por una vida más digna, libre y justa, mientras que quedarse en la revolución de 2011 impide retomarla, pues se convierte en un elemento que paraliza el descubrimiento de nuevos espacios de acción y la toma de conciencia de las circunstancias del momento actual. Necesitamos nuevas palabras, superar la revolución de 2011 y avanzar hacia la construcción de la cuestión siria sobre bases más amplias y radicales. Solo eso puede entenderse como una reanudación de la revolución “con distintas herramientas, ritmo diferente y puntos diferentes”, como sugiere Yassin al-Haj Saleh: una reanudación que salvaguarde la dignidad de lo que ya es pasado de la revolución y ponga lo que queda de ella en un contexto de continuación de la lucha de todos los sirios.
Hablar de la posrevolución no significa aceptar el asadismo o su estúpida copia en pequeño o en grande, sino que significa que retomamos nuestra lucha con la mente abierta a los cambios del momento; con los corazones abiertos al recuerdo de los mártires, las víctimas y el dolor de los supervivientes; y con ojos acechantes sin pestañear ante los rostros de los asesinos, sus patrocinadores, sus aliados y sus seguidores. Aunque esta es casi una lucha sin esperanza, no lo es: podemos mirar a 2011 para recuperar nuestra confianza en que no es así. Hace diez años, sucedió lo imposible cuando las masas destruyeron las estatuas del dictador, rompieron las fotografías de su heredero e hicieron temblar los pilares de su temible régimen, un régimen que solo hizo frente a las multitudes con lo único que sabía hacer: torturar, hacer desaparecer forzosamente, asesinar, perpetrar matanzas y ampliar los márgenes del exterminio.
Frente a quienes cometen matanzas y frente a las políticas internacionales y una situación internacional que no impide que sucedan las matanzas, no nos queda más que unirnos en torno a unos valores sólidos compartidos que nos ayuden a enfrentarnos al exterminio, su lógica y su ética.
Publicado por Traducción por Siria