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Un gitano en Palestina: Viaje con la Plataforma de Mujeres Artistas contra la Violencia de Género

Piezas para un mosaico siempre incompleto

Fuentes: Rebelión

¿Qué es ser gitano? Gitano es un pueblo que conoce el dolor como la palma de la mano en la que sabe leer. Gitano es un ser de alma tan ligera como sus pies. Gitano es la parte del alma que se niega a someterse. Gitano es una mirada desde abajo, una mirada que no […]

¿Qué es ser gitano?

Gitano es un pueblo que conoce el dolor como la palma de la mano en la que sabe leer.

Gitano es un ser de alma tan ligera como sus pies.

Gitano es la parte del alma que se niega a someterse.

Gitano es una mirada desde abajo, una mirada que no se siente, jamás, tentada por el poder.

Gitano es quien habla con voces distintas, pero nunca desde arriba.

Desde aquí escribo.

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Los palestinos son los judíos de los judíos.

Eso lo dice un escritor israelí cuyo nombre no recuerdo.

A mí la frase me parece efectista, pero incompleta. Los judíos europeos fueron los palestinos de alguien, hace tiempo, como lo fueron los gitanos, los homosexuales, las personas discapacitadas y los eslavos. Los palestinos llevan más de sesenta años sufriendo la lenta vuelta de tuerca del dolor, un dolor administrado por inteligentes expertos.

La frase resulta inexacta en su tiempo verbal, porque el inmenso sufrimiento de las víctimas de los nazis terminó hace tiempo. Lo que sitúa este evento en el pasado es precisamente el comportamiento actual del estado de Israel.

El dolor palestino es de un presente lacerante.

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No sé cuándo comienzo a ser consciente de quién paga este viaje. Recuerdo habérmelo preguntado con insistencia durante el proceso de preparación, al saber del avión que se fletaba.

Finalmente, en algún momento antes de llegar a nuestro destino, me queda claro que la dolorosa de este sarao la paga el Ministerio de Asuntos Exteriores, a través de la AECID. Aquí es cuando yo me echo mano al bolsillo, pa ver si alguien me ha volado la cartera. Aún no he conocido a nadie que venda duros a cuatro pesetas.

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La diferencia entre el nazismo y el régimen sionista es que el nazismo fue visto con cautela y temor por los países poderosos, que finalmente se unieron en su contra. En el caso del régimen sionista, los países poderosos y las transnacionales del judaísmo lo apoyan y contribuyen a financiarlo y a sostenerlo de modos muy diversos.

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El objetivo de este viaje, según la explican las organizadoras, consiste en pedir la liberación de las mujeres palestinas presas en cárceles israelíes. Como no está garantizada la entrevista con los políticos relevantes, al menos se pretende presentar «a las autoridades» un informe sobre su situación.

Además, se quiere promover el encuentro entre mujeres de diversos lugares de España con las mujeres palestinas, de forma que las primeras aprendan más sobre la situación de las mujeres que viven bajo la ocupación israelí.

También se harán talleres con niños en escuelas. Y por las tardes se organizarán conciertos. Imagino que la función de ambos actos es acompañar y llevar un poco de alegría a la gente, transmitir el mensaje de que no están solos, de que, aunque sea desde lejos, hay personas que les apoyan en su lucha de resistencia frente a la ocupación.

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Para los judíos una de las fiestas más importantes es el Yom Kippur, el Día del Perdón. Cuando a los judíos de Israel y a sus patrocinadores de la diáspora algún día se les obligue a darse cuenta de lo que están haciendo a otros seres humanos, ¿podrán perdonarse?

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El aeropuerto de Ben Gurion es moderno y un poco pretencioso. Hay un largo pasillo con carteles que evocan gestas del sionismo, estomaga enseguida. No puedo por menos que pensar, y eso que los tanos vivimos la amargura a nuestra manera, que si los gitanos fuéramos de otro modo, lo que viene a decir, si fuéramos otros, tal vez hubiéramos conseguido un estado nosotros también, aprovechando el sentido de culpa de Occidente por todos los Rom que fueron víctimas del holocausto nazi.

Aunque parece que los payos se sienten más o menos culpables según quienes sean las víctimas.

Los judíos europeos muertos parecen valer más que los gitanos, o los homosexuales o los eslavos.

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Veo algunos judíos que circulan con su carrito y su familia. Veo a otros en Jerusalén, en una mano la cotidiana bolsa de plástico con cosas y al hombro el fusil, mientras caminan por una acera desierta un Shabbat por la mañana, o los muchachos de ojos alucinados que se dirigen descalzos a pesar del frío y la lluvia, por las callejas de la Ciudad Vieja de Jerusalén hasta el Muro de las Lamentaciones, guiados por la salmodia que recitan hacia dentro, como en trance. Todos ellos me dan la sensación de ser personajes incongruentes en el decorado que les rodea, como si el encargado del escenario se hubiera tomado una copa de más y se hubiera liado con los telones.

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Nos ha acompañado desde Madrid un tal David que ha aparecido en el aeropuerto como por ensalmo. A ratos lo describen como «ex­asesor de Rabin» o «un amigo». Dicen que su función es facilitarnos las cosas en Ben Gurion. No sabía que el Mossad se ocupaba de tareas tan pedestres.

Sin embargo, a pesar de su «intervención» y de la de numerosos funcionarios que acuden como moscas a un rico panal, a algunas personas del grupo se las llevan a una partición que tienen en la sala. Al parecer, es porque tienen sellos de países árabes. Este es el primer contacto con la retorcida lógica sionista. ¿Será que esperan que la gente no viaje a estos países? ¿O que, si viajan, confiesen a la primera oportunidad haber asistido a un cursillo de Hamas sobre colocación de explosivos? ¿Será que eso es lo único que se puede hacer en los países árabes? ¿Será que los terroristas y sus amigos son tontos y dicen la verdad en cuanto se les pregunta?

Al final, debe ser que la propia alfombra roja se nos enreda entre los pies porque tardamos varias horas en salir de Ben Gurion. A mí estas situaciones me dejan un poco perplejo. Claro, yo no estoy acostumbrado a viajar así. Y siento ganas de gritar: Déjame, mejor no me ayudes, olvídate de que existo. Yo prefiero no llamar la atención, de eso no puede venir nada bueno. Nada, deben de ser rarezas de gitano acomplejado. En realidad, a mí como gitano nunca me había resultado tan sencillo como ahora cruzar una frontera, no sé lo que es, si la ropa o que los funcionarios de turno escuchan la leve risa que me corre por dentro.

Por fin salimos hacia Belén, donde supuestamente llegábamos a comer. Con suerte, llegaremos para la cena. De repente tenemos mucha prisa, parece ser que podrían cerrarnos el checkpoint, el puesto de control.

No puedo dejar de saborear los detalles absurdos de la situación: Llegar tarde a la cita con el ocupante, que cierra el chiringuito a una cierta hora, imperdonable. Otro detalle de la lógica sionista, en la que parece que nos gusta meternos de lleno.

¿Pero no teníamos hilo directo con no sé cuántos ministerios israelíes y con el embajador español y con Moratinos y con Maroto y el de la moto?

Me parece un ejemplo típico de la manipulación a la que someten los israelíes a quien se deja, claro. Nos tienen las horas muertas en el aeropuerto, y luego vamos con la hora pegada al culo pa llegar a su checkpoint.

¿Y qué nos van a hacer si llegamos tarde?

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De la Shoah hemos oído hablar, queramos o no. Cada temporada se estrenan nuevas películas sobre algún nuevo aspecto heroico y fotogénico de la vida de los judíos bajo el régimen nazi, judíos interpretados por los más hermosos actores y dirigidos por los más prestigiosos directores judíos de Hollywood.

¿Alguien ha oído hablar alguna vez de lo que mi gente ha denominado en algunos de sus dialectos «porajmos» (acto de devorar), «samudaripen» (asesinato en masa), «Kali Trash» (miedo negro) o «Bersa Bibahtale» (los años de desgracia)?

Y más recientemente, ¿quién puede decir que sabía que los Rom de la Europa del este han sufrido la asimilación, con la esterilización forzada de mujeres, incluso hasta el año 2004?

¿Cuántas películas se han rodado sobre el sufrimiento de los gitanos bajo el nazismo o en cualquier otro periodo histórico?

Ciertos dolores no resultan fotogénicos.

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Hace tiempo, mi amigo Kifah me contaba que, durante la primera Intifada, cuando llegaban esos momentos del año en que se cambian los relojes, los palestinos no seguían el dictado de Israel, sino que esperaban hasta que ordenaba el cambio de hora el Mando Clandestino Unificado de la Intifada. Esa rebeldía entre lo trivial y lo metafísico la pagaban caro, si en los checkpoints los soldados les obligaban a enseñar el reloj y veían la hora de la resistencia. Parece, sin embargo, que ese tiempo pasó.

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Además, parece que debemos creer que los israelíes, que serán perfectamente conscientes de la hora a la que nos han dejado salir del aeropuerto, no se lo han comunicado inmediatamente a los del checkpoint de Belén. ¿Debemos creer en esa eficacia sobrenatural de la que presumen los servicios secretos de este país o por el contrario comparten la desidia que a menudo afecta a quienes no somos pueblo elegido?

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Una duda: La gente sigue creyendo en la reputación mítica del Mossad. Me fastidia esta fe en los mitos. ¿Para qué hemos matado a Dios, para andar elevando altarcitos por todas partes?

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Finalmente no llegamos tarde, o los soldados del checkpoint nos esperan amablemente.

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Veo por primera vez el muro, ya contemplado antes en periódicos y reportajes. ¿Qué más se puede decir? Como gitano, acostumbrada mi alma durante siglos a que el ojo y el pie vaguen libres por donde quieran, me pica la piel por todas partes, se me erizan los pelos y un escalofrío me recorre el espinazo. Se me viene a la boca una sensación de náusea.

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Más allá, Belén. Algunas casas abandonadas y luego ya mansiones y la ciudad que se extiende por las laderas.

Recibimiento en el hotel. Cualquiera que lo viera, pensaría que nos acompaña la Virgen de Lourdes y hasta la de Fátima. En el hall del hotel hay una fila de personajes indistinguibles que nos van dando la mano según entramos. A mí esta especie de solemnidad extraña me recuerda al pésame de los entierros payos. Unas muchachas nos dan una especie de bufanda con los colores de la bandera palestina, rematada por flecos amarillos. Debe ser la versión local del Aloha hawaiano.

Por lo avanzado de la hora, debemos ir directamente al comedor para la cena. Los personajillos que llenan el hall y la acera, mezcla de botones, parientes, policías palestinos y amigos amables, descargan las maletas y las suben a la planta correspondiente.

Ya en el comedor, comienza a destacar un tipo por sus habilidades paranormales, en su caso, es capaz de mover ciertos objetos. Sin que el ojo humano pueda seguir su trayectoria, a lo largo de la semana comprobaré cómo, nada más llegar a un sitio, en la mano de este personaje aparece, como por ensalmo, un micrófono. Es siempre el primero en intervenir, y muy a menudo el último. Entre medias, para que no falte; en los autobuses comenta cosas. Cuentan que trabaja en un ministerio, que tiene familia en el servicio diplomático. Lo imagino durante el año en una pequeña oficina desangelada tachando días en el calendario, semana a semana, mes a mes, hasta la siguiente llegada de la Plataforma de Mujeres Artistas contra la Violencia de Género.

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Desde la habitación del hotel se contempla un cerro no muy lejano, pero separado claramente de la estructura dispersa de Belén y de las otras ciudades árabes de Palestina, donde no hay regulaciones urbanísticas. Lo que cubre esa colina son chalets adosados todos iguales, rodeados por un muro, qué sorpresa, más abajo otra línea de casas y una valla. Típico asentamiento israelí en territorio ocupado, ocupación civil-militar multifuncional. De ahí salen los soldados para hacer incursiones, ahí pueden vivir quienes no se pueden permitir comprar vivienda en Israel, ahí se pueden concentrar los majaras de Dios dispuestos a luchar por Eretz Israel por medio del ladrillo.

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Los gitanos preferimos no tener dios para poder vivir lo más posible en presencia de lo sagrado.

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Hay aquí parlamentarias, concejalas, sindicalistas y otras cuya tarea no sabría precisar, todas de la línea PSOE. Qué curioso este maridaje de la supuesta izquierda de España con la derecha palestina de Fatah. Con qué gente más rara toca acostarse cuando se mete uno en la política de arriba.

A mí esto de tanta alfombra roja, me da qué pensar. En la calle, que es lo que yo conozco bien, la gente andaría con la mosca detrás de la oreja, porque aquí se está preparando un timo. Y no creo que haya ninguna duda de a quien le toca ser el primo.

Frecuento poco los arribas. He aprendido por fuerza a moverme en ellos, sobre todo a pasar desapercibido. Pa un gitano es lo más seguro, aunque a veces haya que ocultar un poco o un mucho la propia identidad. Por suerte, la identidad de los gitanos es versátil y soporta sin dificultad el que se la meta en un cajón por un rato. Eso es algo de lo que saben un poco quienes han tenido que jugar desde siempre con una baraja que no es la suya.

Con todo, mi espíritu no respira profundo hasta que siente bajo los pies el polvo del camino.

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Me ahogo. El territorio es escaso y está muy delimitado, cicatrizado por vallas, bloques de cemento, paredes, muros. Los checkpoints, cuando se pasan a pie, tienen mucho de embarque de ganado futurista y tecnologizado, aparte de ser una ceremonia persistente de la humillación. Una voz habla en hebreo por un altavoz mientras el cuerpo del que surge se oculta bajo un uniforme reforzado con parafernalia máxima que se mantiene dentro de una cabina blindada. Y la voz sigue hablando en hebreo, sorda a la falta de comprensión del en ningún caso interlocutor.

Cómo son las gentes que sólo hablan una lengua, les parece que en ella se expresa el universo.

Los de abajo hablan siempre varias lenguas. Al menos, dos: la suya y la de arriba. Aunque sean el mismo idioma.

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Ya sé a qué huele en Israel. Huele a miedo, eso es lo que tiene en común esta gente, llegada de todos los confines del mundo, que no comparte nada, ni religión ni rasgos ni lengua. Los hay laicos y los hay religiosos, y ambos de modos diversos y la lengua, la mayoría sólo la han aprendido al llegar a esta tierra. Esta tierra a la que creen tener derecho, aunque sus genes no la hayan pisado en todas las edades del planeta.

Lo que une a los habitantes de este país es el miedo, ese tufo amarillo y amargo. Los israelíes han convertido esa emoción tan humana en patrimonio nacional.

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Cuando no es muro con checkpoints, son vallas, bloques de cemento, torres de vigía, asentamientos que observan desde cada colina. Se me ocurre que los enfermos mentales no tienen que imaginar aquí paranoias autorreferenciales de persecución, la realidad posiblemente les desborda.

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No recuerdo si vamos a Ramallah o a Jericó. Tal vez hacia Nablús. Hemos pasado Jerusalén y atravesamos una zona árida y deshabitada. A ratos en las ondulaciones del terreno asoman pequeñas construcciones que parecen hechas de lata y sujetas con cuatro cuerdas. Cerca alguna cabra, algún niño. La gente en el autobús comenta: Beduinos. Más allá, un rebaño de camellos pasta junto a los únicos arbustos visibles.

Un guía palestino comenta: Esta gente es lo que vosotros llamáis gitanos.

La ofensa descuidada de su voz, esa búsqueda de complicidad con los visitantes en el desprecio del Otro.

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Hay carreteras que son para israelíes y hay carreteras que son para palestinos. ¿Hace falta decir cómo son las de cada quién? ¿Cuáles tienen farolas y paisajismo?

Lo que tienen los palestinos son olivares a los que no pueden acceder, terrenos vedados por misteriosas órdenes militares que los convierten en baldíos y luego en barracones prefabricados y luego en chalets igualitos con tejas rojas rodeados con verjas y muros.

Lo que tienen los palestinos son pinares en una colina a los que no pueden llegar desde el campo de refugiados, pocos metros más abajo, por una barrera que les sitia a perpetuidad.

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Desde el autobús se ven a trechos bloques de cemento de los que sobresalen extremos de tuberías metálicas.

Así roba Israel el agua de Palestina.

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Qué agobio. Y la mecánica del viaje que me trae una sensación similar. Hay que levantarse temprano para estar a una cierta hora. Bien está. Al venir, aceptamos ciertas condiciones. Llegamos a Jericó la primera mañana y nos esperan en una escuela, o tal vez no nos esperan, a juzgar por lo que les dura prepararse.

Y por fin, después de muchos dimes y diretes, después de mucho cambiar de sitio y esperar, salir y entrar, se monta la mesa en el estrado y llegan hombres, que al parecer son políticos, Cuántos hay. Y hablan. Que si son el gobernador y el alcalde y otras cosas que ya no recuerdo. Uno habla de la ocupación, de cómo afecta a la vida. Otro habla de la ocupación, de cómo afecta a la vida. Me queda clarísimo, por lo repetido, que la ocupación afecta a la vida, ahora el cómo no lo acabo de ver en lo tangible, por las palabras algo manidas de estos hombres.

A medida que pasan los días y los actos, hombres y mujeres desde detrás de una mesa hablan por un micrófono sobre la ocupación. Luego les veo irse en unos cochazos infinitos. No sé por qué me sorprende. Aquí, como en muchos otros lugares, los arribas saben poco de los abajos.

¿Esos coches interminables y pulidos tendrán que esperar en los checkpoints?

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Los historiadores hablan de la Nakba, la tragedia inconmensurable que supuso la creación del estado del Israel para los palestinos y para el resto del mundo árabe-musulmán. Se fecha en 1948. ¿No habría que situar su origen cuando el nazismo comenzó a crear campos de exterminio equipados con cámaras de gas? ¿O a cuando España y otras naciones europeas expulsaron a sus judíos? ¿No habría que remontarse a las acciones de antiguos gobernantes de Babilonia, Persia, Egipto o Roma contra los judíos?

Esa factura es la que está siendo pagada por los palestinos.

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A los palestinos se les han hecho miles de fotos. ¿Quién no ha visto imágenes de palestinos? Seguramente, las primeras que vimos no las habían tomado ellos. Jóvenes sin nombre ni historia, el rostro cubierto con una kufiya, lanzan piedras; otros jóvenes reciben golpes, son detenidos, están arrodillados ante un soldado.

Con tantas imágenes, los palestinos intentan controlarlas, como una forma de hacerse dueños de su destino. Así te guían por su realidad intentando generar imágenes en tu mente y en tu cámara, porque lo que importa es ese aparato, ese ojo que les permite viajar sin moverse de su lugar, con la esperanza de que su mirada se encuentre con unos ojos que no practiquen la indiferencia.

El pudor, la timidez, son lujos que aquí no existen, la gente no se los puede permitir.

A veces veo a algún niño por la calle, que elude una foto con timidez. En un campo de refugiados visitamos, más bien invadimos, la reducida casa donde vive la familia de un preso político. Allí unas muchachas, quizá sus hijas, intentan pasar de este allanamiento de su morada, como si al hacer como si no nos vieran, pudieran conseguir que desapareciéramos. Pero la tragedia ha de ser mostrada al mundo, las heridas tienen que ser puestas de manifiesto, todo sacrificio es poco por la causa.

Algunos nos vamos avergonzados.

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Antes del concierto de Jericó nos da tiempo a pasear un poco por la ciudad. Encontramos a algunas niñas, de las que hemos conocido por la mañana en la escuela donde se han hecho los talleres. Pasean con sus padres y hermanas. No han oído hablar del concierto. Charlamos con comerciantes, cambiamos dinero, curioseamos, compramos pequeñas cosas, tomamos un té. Nadie sabe nada del concierto.

Como no conocemos las dimensiones de la ciudad, imaginamos que de algún lado saldrán las veinte mil personas que se espera que llenen el estadio, según nos comentaron las organizadoras antes de venir.

Una vez allí, vemos que el escenario está dispuesto en el centro del césped seco. El público se sienta en la grada, en uno de los lados cortos del estadio, bastante vacío. Entre el graderío y el césped hay una valla metálica. En el lado interno, vamos a decir, los miembros de la delegación, técnicos y acompañantes palestinos. En el lado externo, el público palestino. En la valla hay algunas puertas con guardias que sólo dejan pasar a los españoles. ¿No le sorprende a nadie más que estas puertas estén cerradas a los palestinos? ¿No le horroriza a nadie que la policía palestina intente apartar a los abundantes jóvenes que se agolpan contra la valla? ¿Nadie más se vuelve loco por el simbolismo de esta situación? ¿A nadie más se le parte el alma?

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En Estados Unidos funciona un programa para jóvenes judíos estadounidenses. Se llama Birthright («Derecho de Nacimiento») y consiste en que estos jóvenes viajan a Israel durante varias semanas, con todos los gastos pagados por alguna de las transnacionales judaicas. El viaje tiene un contenido cultural, además de encuentros con personalidades del gobierno del Israel y ciertas charlas para que los participantes se vayan más judaicos de lo que llegaron.

No lejos de allí, la mayoría de los palestinos jóvenes no ha visto nunca Jerusalén. A pesar de eso, cuando cuentan que desde esta ciudad en los días claros se ve el mar, uno lo ve meciéndose en sus ojos.

En el llamado «proceso de paz» de Oslo no se alude para nada al derecho de nacimiento de los palestinos de la diáspora, al derecho a regresar a su tierra de quienes huyeron ante el terror israelí y se refugiaron en los países adyacentes. Ellos tampoco han visto Jerusalén. Ni el mar.

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Cuando Arafat regresó a Palestina y se estableció la ANP, entre sus primeros actos «de gobierno» estuvo el establecimiento de diez cuerpos de policía distintos. Posteriormente se crearon más.

De uniforme y de paisano, para despejar el tráfico, para reprimir las manifestaciones de condena por los ataques israelíes a Gaza, para rodearnos en los escasos paseos que nos permiten. Protegen escrupulosamente no se sabe muy bien a quién y de quién. A veces se nos acerca algún curioso y comenta: Cuánta pasma lleváis, ¿no?

Qué separación entre los señores de la ANP y la gente-gente.

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El concierto de Hebrón tiene lugar en un auditorio. Cuando comienza el acto, el lugar está medio vacío. El ambiente tampoco parece muy caldeado. Los espectadores de la primera fila miran las contorsiones de las cantantes con cierto aire de desaprobación.

Sale al escenario Paloma, de las «Hijas del Sol». Paloma es una gran luna africana, enorme y colorada, que llena el espacio con su voz.

De repente, del fondo del auditorio, que está más alto que el escenario, comienzan a entrar soldados armados. Paloma se queda paralizada. Piensa, como el resto de los artistas sobre el escenario y quienes están entre bambalinas, que son israelíes. Los soldados uniformados van ocupando los asientos libres hasta llenar el aforo. Incluso algunos se quedan de pie, por detrás.

Entre cuchicheos, se va aclarando el desconcierto. Son soldados o policías palestinos. Deducimos que se les ha traído para rellenar los asientos libres. Luego lo confirma en el hall un palestino risueño, que ha recibido una llamada en su casa diciéndole que viniera a toda prisa, porque faltaba público.

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Los guetos fueron creados como proyectos productivos y durante muchos años formaron parte de la propaganda del régimen nazi. Los judíos aceptaron formar parte, como alternativa a una muerte rápida. En el gueto de Lodz, donde también se recluyó a gitanos, los judíos trabajaban en las industrias y posaban felices y sonrientes en sus bailes, bodas, reuniones, haciendo una vida ordenada bajo la atenta mirada de la propia policía judía del gueto. Se conoce todo esto gracias a un fotógrafo, Henryk Ross, que enterró sus fotografías y sobrevivió para volver a buscarlas.

Esas imágenes, sin embargo, nunca se han querido mostrar en su integridad. Muestran lo heroico de la resistencia, la dificultad creciente de las condiciones de vida del gueto, pero también las pequeñas traiciones del día a día, los minúsculos compromisos para sobrevivir, la colaboración.

El mensaje de estas fotos era y es demasiado ambiguo para los sistemas de propaganda, demasiado real.

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Hay dioses que ocupan tanto que no dejan lugar a nada sagrado. El dios Miedo es uno de ellos.

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Por aquí huele a timo que tira para atrás. Hay tantos en marcha que no sé si puedo contarlos. Todo son discursos, excusas, justificaciones. Da la sensación de que las organizadoras, su contraparte palestina y los israelíes participaran en un Eurovisión muy particular en que gana quien suelta más bolas, hace correr más rumores, inventa más excusas, lanza más bulos, usa más eufemismos en sus discursos. Tampoco sé de qué me sorprendo. La mentira, en su sentido más amplio, es uno de los ingredientes fundamentales de la dieta de los payos.

Mendacidad, fraude, bola, mentira, eufemismo, falsedad, excusas, hipocresía, exageración, superchería, embuste.

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El dios Miedo exige ofrendas constantes y generosas y tiene un altar en cada checkpoint. En éstos no son los palestinos quienes lo adoran sino los israelíes. No es que los palestinos no sientan temor o incluso pánico al sufrir este ritual cotidiano e ignominioso, para ellos es una emoción que se les obliga a tragar a la fuerza.

Pero no son ellos quienes lo han convertido en una religión.

Y siempre que hay un dios, surge alguien que se erige en Sumo Sacerdote para administrar el culto y la creencia. En el proceso no le suele ir mal a sus bolsillos. Alguien se habrá hecho rico con el Muro.

Cualquiera que tenga una empresa de seguridad en Israel tiene el éxito asegurado. Como quienes robaron a EEUU lo necesario para desarrollar el programa nuclear israelí. No se hicieron pobres, precisamente. Y además se convirtieron en heroicos patriotas.

¿Quién vende verjas eléctricas, cámaras de seguridad, detectores de metales, dispositivos de detección, uniformes, pelotas de goma, cánulas de gases, máquinas de rayos X?

Si Israel se liberara, es un soñar, del culto enfervorecido al dios Miedo, ¿cuántos se irían a la mierda? ¿cuántos empleos, cuántas industrias, cuántas fortunas?

¿En qué proporción se reduciría el personal del aeropuerto, sin los pequeños monaguillos del terror?

El culto al Miedo se ha convertido en una necesidad nacional.

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Fatah, como grupo líder del movimiento de liberación nacional palestino, se ha rendido. Para sus líderes, ha sido una rendición muy lucrativa. Los que no se han rendido están en prisión o duermen cada noche en un lugar distinto. No tienen despachos con amplios ventanales sobre alguna colina de Ramallah ni coches kilométricos.

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¿Qué espera a los palestinos en la mesa de negociación? La respuesta está antes mí. Hacía quince años que no venía, los mismos que hace que comenzó Oslo. Lo que mis ojos distinguen son los resultados del mal llamado proceso de paz. Donde antes Cisjordania tenía una cierta integridad territorial, ahora está estrangulada por el muro y dividida por las secciones y sub-secciones de la autonomía, que viene a ser un eufemismo para la avaricia colonial israelí. Aunque entonces, hace quince años, los palestinos tenían severamente limitado el acceso al uso de la tierra y del agua y había asentamientos, ahora éstos se han multiplicado, se ha instalado industria en Cisjordania, se ha asfixiado a Qalqiliya y Nablús. Los palestinos cada vez tienen menos acceso a su tierra, a su agua, cada vez tienen menos salida al exterior para vender o comprar.

¿A qué volver a la mesa de negociación? ¿A perder lo poco que queda?

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Día a día, los palestinos construyen una cuenta de dolor, desgranan el sufrimiento como una sibha, cuenta a cuenta, en un círculo que no termina. Finalmente ese desgranar se convierte en lo que son.

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Dice el filósofo judío italiano Giorgio Agamben que no se puede acabar de entender Auschwitz. Un abajo: Veo en la edición electrónica de un periódico judío que hace unos meses tuvo lugar en Jerusalén una manifestación muy peculiar, ante las oficinas del Primer Ministro. Con un sentimiento de zozobra y casi de timidez para una generación poco acostumbrada a mostrarse en público, los supervivientes judíos del holocausto que viven en Israel salieron a la calle para protestar por las condiciones en que viven, por el descuido negligente con que les tratan las autoridades. Algunos no tienen ni para comprarse una dentadura postiza. A veces tampoco para comer caliente.

Su situación tiene algo que ver con la de los indígenas en muchos países, donde se considera que el indígena, fuera del museo, estorba.

Hay una organización transnacional judía, el Claims Fund, que se ocupa de reclamar los bienes confiscados a los judíos europeos durante el periodo nazi, uno supondría que en nombre de los supervivientes judíos del holocausto pues, de otro modo, ¿qué legitimidad tendría? Sus altos cargos reciben sueldos en torno a los 250.000 dólares. Si estos altos cargos cobraran menos e hicieran más su trabajo, quizás los supervivientes del Holocausto no tendrían que manifestarse para reclamar una pensión.

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Nos encontramos en Tel Aviv con mujeres de izquierdas, pacifistas, feministas, anti-sionistas. Es el día después de la primera noche de bombardeo masivo en Gaza y llegamos hasta el mar, a un barrio fino con rascacielos. Luego vamos caminando hasta una especie de centro cultural que no desentonaría en California, con patios y árboles donde esta mañana de shabbat pasean familias jóvenes y risueñas con sus hijos en bicis o carritos.

En un pequeño teatro, apenas cómodo, nos esperan impacientes estas mujeres, no sólo porque llegamos tarde. Están deseosas de contar, de contarse, de que se sepa que aún quedan algunas personas cuerdas «en este país enloquecido», en especial en esta mañana de guerra, como dice una de ellas. Hablan con voz vigorosa y directa. Una parte de su mensaje es sorprendentemente similar al de las palestinas: No nos dejéis solos, sed nuestros embajadores, llevad nuestra voz por el mundo.

Hablan luego de la violencia. Desde la violencia de un pueblo que ocupa un territorio ilegalmente contra viento y marea, que sojuzga diariamente a otro hasta la asfixia, hasta la que los hombres de ese pueblo no dudan en ejercer contra sus mujeres, sin olvidar la que se ejerce desde el núcleo de esta sociedad dominada por los askenazis nacidos aquí contra la periferia: árabes, judíos etíopes u orientales.

Comentan que aprecian un patrón de abusos sexuales en el gabinete de gobierno, se deben de ir acumulando los casos en que se sorprende al líder político con los pantalones por las rodillas. Para quien ocupa y dicta órdenes de asesinato en lo cotidiano, tirarse a la secre debe de ser pecata minuta, «porque yo lo valgo».

Hablando luego con estas mujeres, algunas de las cuales parecen remontarse a la fundación del estado, encuentro la única dulzura que he encontrado en este país. Estas mujeres, que han vivido casi todo y en ese proceso se han ido despojando de casi todo también, desde luego han perdido el miedo hace bastante. Lo saben bien ellas: a las mujeres Dios tiene poco que ofrecer.

En ese soltar lastre, han ido perdiendo los jaeces de la feminidad; sólo ha quedado sabiduría y esa condición necesaria, esa suavidad tan rara por estos rumbos (que sin embargo, los palestinos no han perdido a pesar de más de sesenta años de Nakba).

En un momento de la conversación, hablan de lo que sufrieron cuando Irak les soltaba misiles al comienzo de una de las guerras del Golfo. Aquí se me cierra un círculo: hablan de algo que ya conocía por un relato de Kifah y Nadia. Ahora lo escucho desde el otro lado.

Puedo identificarme con su dolor y les doy la razón. Me rebaten, no les gusta, no aceptan ese gambito conversacional tan normal para establecer una complicidad, como los hombres que mean juntos, y que tanto nos ayuda a mantener nuestras por lo demás precarias certezas. Estas mujeres se sienten incómodas, no aceptan la jugada, no son capaces de abrirse al confort de los extraños.

No en vano viven aquí.

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En algunas fotos los palestinos se escapan. En las fotos llevan armas y son luchadores fuertes, heroicos y libres, sin checkpoints ni humillaciones. Las fotos son sus pasillos de huida, sus túneles para salir de la cárcel.

Y así regresan también cuando ya se han ido al reino de los muertos. O al paraíso de los mártires.

Así acompañan la vida de quienes quedan para seguir luchando.

A lo mejor, eso es la vida eterna.

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Cuando no es muro con checkpoints, son vallas, bloques de cemento, torres de vigía, asentamientos que observan desde cada colina. Se me ocurre que los enfermos mentales no tienen que imaginar aquí paranoias autorreferenciales de persecución, la realidad posiblemente les desborda.

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Para poder sentirse libre aquí, solo cabe mirar al cielo. Y el cielo queda lejísimos.

O no, según el tamaño de la bomba.

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Aparte de algunos secretos inconfesables, lo que Estados Unidos e Israel comparten es una falta casi total de sentido del Otro, esa incapacidad para abrir los ojos y ver a quien tienen delante como ser distinto de sí mismos, pero humano al fin y al cabo; esa rigidez arrogante que les impide abrirse amorosamente a ese Otro hasta encontrar lo que tiene de nosotros y nosotros de él.

Quien no es capaz de mirar al Otro no es capaz de mirarse a sí mismo y medirse por el mismo rasero. Así, la única razón que se entiende es la sinrazón, la fuerza, la bota propia impresa en el cuello del Otro, caído en tierra.

Este tipo de países se suelen convertir en grandes adoradores del dios Miedo.

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Veo a mi alrededor un uso distinto, perverso, de la fotografía. Este viaje es un ejercicio de pose ante determinados escenarios. No importa lo que se dice en los encuentros, si se llega a tocar lo real o no, aquí se está pensando ya en la foto. Foto que se espera que aparezca en cuantos más periódicos y publicaciones y medios mejor. Hay que justificar las subvenciones y la propia existencia como grupo, hay que extender la propia fama, que es un modo en sí de justificar la propia existencia. Tal vez lleguen nuevas subvenciones.

En Tel Aviv nos invitan a la manifestación que se va a hacer por la tarde en repulsa por los bombardeos masivos en Gaza. Pero esto sería demasiado real, y este viaje no se caracteriza por su realidad.

Mejor volver a Belén, a la esterilidad de una bonita vigilia con velas en la plaza de la Natividad. Estamos solos nosotros, pero nos acompaña la prensa, así que ya está hecho el evento. ¡Qué bella foto! Veníamos a presentar un informe sobre la situación de las presas, ¿no? ¿Y qué era aquello de pedir su liberación?

Los objetivos del viaje son ahora apenas un recuerdo en la mente de algún nostálgico.

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¿Se puede llegar a entender Gaza? Si los supervivientes lograran volcar su rabia indefensa y su carne desgarrada y sus hijos devorados por las alimañas en un papel o en una entrevista, ¿seríamos capaces de escuchar y de ver sin convertirnos en estatuas de sal? ¿Y qué nos ocurriría después?

La diferencia entre Auschwitz y Gaza es que el primero tuvo lugar en un mundo que ahora nos parece relativamente inocente, donde aún no había tenido lugar un Auschwitz.

Gaza se produce en un mundo donde creíamos conocer la extensión del horror, precisamente por la memoria de Auschwitz. ¿De qué sirvió? ¿Sólo de ensayo?

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Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.